Observar a las personas abrazarse siempre le generaba desasosiego. La sensación de tocar y ser tocado se encontraba íntimamente asociada a un sentimiento de desagrado. Cuando vio cómo estrechaban sus cuerpos a través de la ventana quiso matarlos a los dos. Se trataba más del derecho de propiedad que del acto en sí. ¿Es la muerte realmente un castigo si no eres consciente de ella? Obviamente, no. Para ser escarmentado tienes que sentir el terror y llegar a la horrible conclusión de que pudiste elegir. La humillación solo puede ser completa cuando alguien la contempla.
Al igual que su madre, sufría la maldición de tener una memoria fotográfica. De ser incapaz de olvidar nada. Había optado por atontarse con estupefacientes. Se drogaba con una sensación de poder. Pero si mataba a la persona que realmente quería castigar nunca obtendría respuesta a la pregunta que todavía no se había atrevido a hacer, esa pregunta relacionada con una terrible ausencia de lógica y táctica. Lo incomprensible de sacrificarse, de forma voluntaria y desinteresada, en lugar de otra persona.
Llegados a ese punto debería resultarle evidente quién estaba detrás de los acontecimientos. Primero un pensamiento pasajero y, una vez que hubiera echado raíz, el resto de las piezas encajarían. Y el infierno sería ya una realidad.
Cuando Agnes Isomäki terminó de contar lo sucedido, Maria Wern fue a buscar a su jefe para que él también lo escuchara. Tomas Hartman se encontraba inmerso en un informe redactado por los altos mandos. Se estaban preparando nuevas directrices y disposiciones para mejorar la accesibilidad por parte de la ciudadanía.
—¿Puedes venir a mi despacho un momento? —solicitó Maria con gesto ávido.
Hartman comprendió rápidamente que era algo importante, así que se levantó y la acompañó.
—¿De qué se trata?
—Tenemos aquí al testigo de la agresión mortal. Lo he reconocido de inmediato. Es el hombre del abrigo largo y la gorra. ¡Sin duda! Pero no han acudido aquí por ese motivo.
—Entonces le pediré a Arvidsson que lo interrogue ipso facto. ¿Ha llegado ya?
Maria se detuvo, se encogió de hombros y le miró.
—No sé si está aquí. Hay que hacerlo de inmediato. ¿No puedes encargarte tú? No es tarea del todo fácil. El anciano sufre demencia. Con ayuda de su mujer he logrado formarme una idea aproximada de los hechos. Unas indicaciones, pero nada que pueda usarse en el juicio. Si no lo he entendido mal, viajó en el coche del asesino, dentro del maletero. No me preguntes cómo llegó hasta allí. Ni él mismo lo sabe. En el mejor de los casos puede ser que recuerde dónde aparcó el delincuente. Es en la zona de la confitería Norrgatt, por debajo de la rotonda del hospital. Tal vez se acuerde del tipo de vehículo.
—¡Vaya…!
—Hay más. Esta noche alguien se metió en su casa. La señora llamó a la policía, pero el intruso ya había huido cuando llegaron. Un hombre con vestimenta suelta y larga hasta los pies. Entre los dos consiguieron ahuyentarle. Agnes Isomäki tenía consigo un aerosol de pintura. Cree que puede haberle dado con el chorro. Como mínimo, en la pernera en el momento de esfumarse por la puerta de la terraza. Su marido Gösta le asestó varias veces con un cuchillo de pan, pero sin acertarle.
Hartman estrechó la mano de los Isomäki. El viejo se expresaba de un modo más inconexo de lo que había podido imaginar en un primer momento, pero su testimonio suponía no obstante un avance en la investigación.
Agnes volvió a relatar el asalto e intentó describir al intruso en la medida de lo posible, esta vez con una mayor claridad y nitidez, una vez que se hubo atenuado su nerviosismo ante la presencia de la autoridad. Señaló que se trataba de un hombre delgado y de gran estatura vestido con un hábito de tono oscuro. Su caminar era rígido y murmuraba algo impreciso.
—Era como una broma macabra. Luego me asusté al no darse a conocer y persistir en ocultarse tras su disfraz. Primero pensé que podía ser algún conocido, uno de los amigos de Clara-Maj, quizá —comentó Agnes mirando a su esposo—. Gösta se aproximó hacia él con el cuchillo. Fue un acto muy valiente y al mismo tiempo tremendamente estúpido. Era un cuchillo convencional de cortar el pan, con el filo ondulado y bastante romo. Yo apenas podía respirar, temerosa de que alguno de ellos, incluido el ladrón, resultara lesionado.
—¡Ladrón! —dijo Gösta intranquilo y haciendo amago marcharse—. ¡Ladrón! —repitió. La conversación le llenaba de inquietud—. ¡A los ladrones hay que darles!
Agnes le sujetaba fuertemente la mano.
—A veces se me escapa —añadió la mujer—. Gösta estuvo desaparecido toda la noche del seis al siete de junio. Le estuve buscando sin saber dónde podía hallarse. Llegué a alertar a la policía. Deben de tener ustedes la denuncia de desaparición en algún sitio, aunque luego la retirara. Si ha sido testigo de algo no es seguro que se acuerde. En ocasiones simplemente se equivoca —dijo Agnes acariciándole con dulzura la mejilla. La ternura de su mirada resultaba conmovedora—. Hasta que no llamaron por la mañana de la confitería Norrgatt no supe dónde estaba, ¿verdad, Gösta? No se te ocurra hacerlo otra vez…
—Quiero irme a casa —reaccionó tratando de deshacerse de su mano. Luego bostezó varias veces con la boca muy abierta.
—Suele dormir a esta hora —explicó Agnes—. Ahora mismo se encuentra enormemente cansado. La mañana no es su mejor momento del día.
—Antes me empalmaba y ahora me cabreo —añadió Gösta con una cara de gamberro que hizo pensar a Maria por un momento que les estaba tomando el pelo.
La agente le ofreció un sillón y se puso en cuclillas delante de él para establecer contacto visual.
—¿Cree que será capaz de recordar el aspecto que tenía el coche?
Gösta negó con la cabeza y cerró los ojos a continuación.
—Suele ir mejor si se le da un rato para recuperarse —aclaró Agnes—. Tiene sus momentos de lucidez.
Hartman se ofreció a llevarles a casa para continuar allí con la conversación. En ese mismo instante apareció Per Arvidsson por el umbral de la puerta. No le dirigió ni una palabra a Maria, pero su cara lo decía todo. No pudo apartar su mirada de ella, aunque en realidad le hablaba a Hartman.
—Os acompaño. Podemos coger mi coche.
Maria se sentó frente al ordenador y abrió el informe que había comenzado a redactar cuando le anunciaron desde recepción la llegada de Agnes Isomäki. Se enfadó consigo misma por la influencia que tenía sobre ella la simple presencia de Per, cuando en realidad lo que pretendía era borrarle completamente de su vida. Se había pasado toda la mañana temiendo que se presentara y tratando de visualizar ese instante con el fin de prepararse para ello y hallar así la calma. Pero para lo que no estaba lista era para la súplica en su mirada. Si seguía costándole tanto no podrían trabajar juntos en el futuro. El tiempo le haría comprender con toda seguridad que ya no había vuelta atrás. Ella tenía que mantenerse firme en su convicción y no vacilar. Debía concentrarse si quería hacer un buen trabajo. Precisamente cuando empezaba a encontrar las formulaciones adecuadas para su informe y la cosa comenzaba a marchar, surgió en la puerta la cabeza de rizos castaños de Erika.
—¿Y Hartman? ¿Sabes dónde está?
Maria le explicó la situación mientras Erika la escuchaba con impaciencia.
—Ha ido a acompañar a los Isomäki a casa. ¿Quieres que le diga algo cuando vuelva? —preguntó Maria al tiempo que señalaba con un gesto el asiento libre delante de ella.
—No exactamente —respondió Erika, que daba la impresión de desear decir algo—. Hay un arqueólogo que le está buscando, pero tal vez puedas encargarte tú. Si no te importa, puedo estar presente en la charla. Se trata de un hallazgo en la Colina del Patíbulo. He estado siguiendo las excavaciones y tengo que admitir que me interesa lo que pueda contar.
Un hombre con camisa blanca arremangada, pantalones vaqueros, chaleco de cuero y barba de tres días se sentó junto a la mesa de conferencias y agradeció el café que le acababan deservir.
—Soy Kent Wiklund, arqueólogo —dijo levantándose y estrechando la mano de Erika al entrar en la sala.
—Nos quería contar algo acerca del hallazgo en la Colina del Patíbulo —comenzó Maria ligeramente sorprendida después de tomarle los datos de rigor—. Leí hace un par de semanas que iban a excavar en una zona de la montaña.
—Es un emplazamiento de gran riqueza arqueológica. Encontramos numerosos restos óseos de los infelices que fueron ejecutados allí. Probablemente unos treinta cuerpos. Trozos de huesos rotos sin orden interno, despedazados y enterrados de cualquier modo tras liquidarlos. Pero en el centro, bajo las columnas de piedra, hallamos dos ataúdes con tres esqueletos completos.
—Realmente apasionante —declaró Erika, echándose hacia delante para no perderse ni una sola palabra.
—Dos de ellos son hombres adinerados de la Edad Media. Hemos podido datar el hallazgo gracias al método del carbono catorce. Fueron inhumados en ataúdes por tratarse de gente de alto abolengo. Estamos intentando averiguar quiénes fueron. Ahora bien, uno de los esqueletos procede de una época totalmente diferente. Se trata de una mujer, que creemos ha estado enterrada como mucho diez años. Por eso nos hemos puesto en contacto con ustedes.
—Una víctima de un asesinato —intervino Erika.
—Es de suponer —dijo el arqueólogo sacando un boceto para mostrar la disposición de los cuerpos. Un hombre en un ataúd, y una mujer y un hombre en el otro.
—¿Hay algo más que pueda decirnos sobre esa mujer? ¿Qué edad tenía? ¿De qué murió? —inquirió Maria, imbuida de la misma excitación que Erika.
—Rondaba los treinta y cinco años y acababa de tener un hijo. La pelvis se encontraba reblandecida, presentando un leve dislocamiento del cinturón pélvico. Apareció envuelta en un trozo de tela blanca. Tal vez se tratara de una novia. Tenía el pelo largo, oscuro y rizado. La causa del fallecimiento se la dejo a ustedes para que la investiguen. No podemos determinar si fue asesinada o si alguien simplemente optó por enterrarla en esta peculiar ubicación.
—Donde ciertamente nadie la habría encontrado si ustedes no hubieran realizado excavaciones —agregó Maria—. Cuanto más tiempo pasa más difícil debe de resultar saber cuánto tiempo ha estado alguien bajo tierra, en cualquier caso a simple vista.
El arqueólogo se frotó la barbilla con una mirada que reflejaba una actitud defensiva. Probablemente no le gustara que su oficio fuera descrito de un modo tan poco respetuoso.
—Quizá no esperaran que fuéramos tan precisos en lo que se refiere a datar un hallazgo.
Maria visualizó para sus adentros la asesinada en la Colina del Templo. Linn Bogren apareció vestida de novia portando lirios de los valles en su fina mano de color amarillento. Erika tuvo ese mismo pensamiento.
—La historia se repite. Una novia, aunque desaparecida diez años atrás. Deben haber denunciado su desaparición. ¿Se encuentra todavía ahí? De lo contrario, ¿dónde podemos recogerla?
—La hemos recolocado en la tumba. Les agradeceríamos si pudieran arreglar su transporte. No disponemos de recursos para vigilarla. Yo mismo he pasado toda la noche en la Colina del Patíbulo haciendo guardia. Tengo que afirmar que producía cierta impresión.
—¿Por qué no se puso en contacto inmediatamente con la policía ayer noche, cuando le comunicaron los resultados?
—Si no me equivoco, ustedes hacen horario de oficina. Pensé que no sería urgente en caso de llevar muerta diez años.
—Tiene toda la razón. Necesito verla in situ antes de trasladarla —dijo Erika, y acto seguido desapareció por la puerta para ausentarse solo un breve instante.
—Si la han dado por desaparecida en Gocia tiene que constar en nuestro registro —señaló Maria, luego se dirigió al arqueólogo—. ¿Ha hablado con alguien sobre este asunto?
—¿Quiere decir que si he contado algo a los medios de comunicación? Todavía no. Pensé que querrían ser los primeros en obtener la información. Puede que aún tenga familiares vivos —comentó Kent Wiklund.
El arqueólogo se levantó cuando Erika regresó a la habitación. Parecía tener todas las articulaciones entumecidas. Seguramente no se había encontrado demasiado cómodo en esa tienda de campaña.
Maria volvió a iniciar sesión en el ordenador. Entre 1998 y 2003 se denunció la desaparición de veintidós mujeres en la isla. Imprimió una lista y empezó a marcar los casos resueltos. De las diecinueve halladas, diecisiete estaban vivas y dos aparecieron muertas. Los otros tres casos de mujeres dadas por desaparecidas nunca llegaron a aclararse. Una de ellas era una mujer rubia con tendencias suicidas que se escapó de la sección psiquiátrica del hospital con ocasión de un permiso y otra una joven de diecisiete años de origen asiático. Ambas podían ser descartadas por motivo de edad y color de pelo. Quedaba la tercera, que se había extraviado al ahogarse en la playa bajo la casa de huéspedes de Fridhem, varios kilómetros al sur de Visby. Había dejado la ropa en la orilla. Posiblemente la arrastraran las corrientes submarinas, por lo que el cadáver nunca pudo recuperarse. Pereció en su misma noche de bodas. Se había lanzado a nadar tras la celebración. Ebria y sola. Y nunca más regresó. Pero la continuación de la historia era tanto más desconcertante. ¿Quién había vestido de blanco a la novia y la había enterrado en la Colina del Patíbulo? ¿Y por qué motivo? En la investigación de la época se supuso que el cuerpo pudo haberse alejado del mar corriente adentro. Con ayuda de los registros dentales podrían comprobar de quién se trataba y a continuación deberían informar a sus allegados. Un esposo y una niña pequeña que debía de tener ahora unos once años. Maria, al igual que el arqueólogo, confió en poder hacerlo con calma antes de que el asunto llegara a conocimiento de la prensa. Debía suponer una terrible conmoción para ellos después de tanto tiempo.
Erika Lund estudió en silencio la exhaustiva autopsia de la mujer asesinada en la Colina del Patíbulo realizada por el médico forense. El ondulado cabello castaño albergaba un cráneo de pómulos altos y dientes nivelados. Erika pensó en Linn Bogren, exhibida bajo revoloteantes trozos de tela en la Colina del Templo. Contemplar a ambas mujeres era como ver su propia muerte y putrefacción paso a paso.
—¿Qué puede decirme sobre la causa del fallecimiento? Kent Wiklund, el arqueólogo, mencionó un leve dislocamiento del cinturón pélvico. ¿Puede haber muerto al dar a luz?