Joakim le aguardaba junto a la carretera. Per Arvidsson aparcó y salió de su coche. Se dieron la mano y comenzaron a pasear en silencio. El sol pegaba de pleno y el heno recién florecido transportaba un aroma a fleo de los prados.
—¿Qué tal te va? ¿Has encontrado ya tu sitio aquí? —preguntó Per lanzándole una rápida mirada de reojo. Joakim parecía tenso; tal vez ya se había arrepentido de estar ahí.
—Si te gusta cortar madera y quitarle las cagadas a los cerdos, con el puto pestazo que echan, entonces el sitio está guay. La principal ventaja es que te dan un ingreso fijo, comida y techo. Eso es algo que yo nunca he tenido antes. Por primera vez en mi vida vivo sin preocupaciones. Haces lo que tienes que hacer y todo está bien. No hay que inquietarse por nada. Si a algún yonqui le da un pronto no es problema mío, sino de los vigilantes.
—Tu padre me ha dicho que estás estudiando —continuó Per dirigiendo a Joakim una sonrisa paternal. Había que establecer una connivencia antes de adentrarse en las cuestiones relevantes. La expresión de Joakim se transformó de inmediato. Lo de los estudios parecía un asunto espinoso.
—Por las mañanas estudio para sacarme el título de primaria —señaló el joven con la mirada esquiva. Per se sintió turbado por solidaridad, sin saber muy bien cómo continuar. Siguieron andando durante un trecho en silencio, el uno junto al otro, hasta que Joakim se detuvo en seco y cambió de dirección—. Cojamos otro camino. Por ahí viene alguien —añadió apartándose de la cara su moreno pelo rizado y dando un empujoncito en el costado a Arvidsson—. Son un par de tíos que conozco. No quiero que le vean.
—Tu padre mencionó que posiblemente sabías algo de la persona que agredió a Maria Wern y al chico de trece años. Un tipo llamado Roy, o algo por el estilo. Me he traído todos los catálogos escolares de Visby que he podido encontrar… ¿Crees que podrías señalarlo si estuviera ahí?
—Lo siento, pero nunca me he encontrado con él. Solo he oído rumores. Un par de tipos con los que me tomé una cerveza en el puerto de Visby. Como sabe, puede pasar medio año hasta que empiezas a cumplir condena. Era una especie de fiesta de despedida. Iba bastante ciego y no me acuerdo de todo. Habían estado con el idiota ese y se pavoneaban de lo que había hecho. No sé quiénes eran. Él era un puto loco —dijo Joakim—. Me dio la impresión de que solo va en verano. Todos le temen. Ese chalado puede hacer cualquier cosa; es como si no tuviera inhibición alguna. Y no porque esté enfadado… Disfruta atormentando a los demás. Es frío como un témpano. Frío de cojones.
—¿Sabes su verdadero nombre? —preguntó Per, temeroso de interrumpir a Joakim una vez que se había arrancado a contar.
—No, y no puedo preguntar a las personas apropiadas porque se coscarían del asunto… Entonces soy hombre muerto. ¿Se da cuenta de lo sencillo que sería encontrarme aquí? ¿Qué piensa que pasaría si se enterara…?
—¿Hay algo más que me puedas ofrecer? ¿Mencionaron alguna otra cosa?
Joakim recapacitó y, tras dudar un instante, añadió:
—Contaron que había estafado dinero a gente. Operaba a través de un cibercafé. Se hacía pasar por distintas mujeres que supuestamente pretendían vender fotos de ellas desnudas o posar por trescientas coronas. Para realizar el pago le pedía a los tipos su número de identidad y que introdujeran una serie de dígitos en el generador de claves que habían recibido de su banco, para indicarle a continuación las cifras que aparecían tras el encriptado. De este modo podía averiguar cómo estaban programados sus generadores de claves y vaciar sus cuentas. Supongo que la mayoría de ellos ni siquiera lo denunciaron. Me dijeron que se había sacado más de dos millones de coronas de esa manera.
—Un joven inteligente. Y peligroso. ¿Te acuerdas de algo más? Cualquier cosa que recuerdes es importante.
—Había otra cosa, una movida realmente morbosa, pero no sé si es verdad. Me dijeron que se había cargado a un pavo con la cuchilla de un cortacésped. ¡Plas, plas! Como si fuera la espada de un samurái —explicó Joakim acompañándose de generosos movimientos de brazo—. Corren rumores, pero nadie sabe si fue él. Nunca pudieron demostrarlo, pero, según los chavales que conocí en el puerto, el borracho iba diciendo por ahí que se había follado a la madre de Roy, que era una puta yonqui que hacía cualquier cosa por dinero.
—¿Sabes quién era ese hombre? —preguntó Per sintiendo un sudor frío en el cuerpo. Estaba tan cerca ahora… tan cerca de un nombre o de un contexto que permitiera identificar y luego detener a ese bastardo.
—Ni idea. Ni siquiera es seguro que la policía supiera cómo se llamaba.
—¿Te dio la impresión de que la madre de Roy estuviera muerta?
—No, uno de ellos la conocía, sabía quién era.
—¿Sabes cuándo? —interrogó Arvidsson tras detenerse para evitar que el ruido de los pasos le hiciera perderse una sola palabra.
—No —contestó Joakim con un gesto de incomodidad—. No sé cuándo ni dónde se cepilló al borracho… Iba ciego y, además, estaba oscuro. Los tipos hablaban como si fueran de tierra firme. Lo siento, pero no me acuerdo de nada más —agregó y se detuvo a continuación—. ¿Cómo está mi viejo?
—Como merece, es decir, bien. Su estancia en el almacén de bicicletas le sentó estupendamente. Ahora está contento de haber vuelto a su antiguo puesto.
—Fue culpa mía, ¿verdad? Pensaban que se chivaría conmigo durante la investigación. Vino aquí a visitarme pero ¡qué coño!, no es fácil encontrar temas de los que hablar…
—Realmente quiere lo mejor para ti. Lo sabes, ¿no es cierto?
Joakim miró hacia otro lado.
—No dispongo de más tiempo para usted. Tengo que deshollinar la caldera de gránulos de madera. Mándele un saludo a un viejo.
—¿Os calentáis con gránulos de madera?
—Pues claro. Aquí somos ecológicos.
—Espera un momento. Quiero mostrarte algo —dijo Per, que llevaba en una carpeta dentro de la guantera las tentativas de retratos robot de Roy y los otros que Maria había realizado con ayuda de un ilustrador. Retratos que diferían según el intento. No recordaba bien y los fragmentos que retenía se fueron difuminando con el paso del tiempo. Sin embargo, según ella, su constitución y porte sí que los podía reproducir, así como la forma de la cara que se dibujaba a través del pasamontañas. Es curioso cómo el cerebro es capaz de eliminar los elementos demasiado desagradables—. ¿Los reconoces? —preguntó Per enseñándole la ilustración, que habían publicado al día siguiente en los periódicos, aunque por el momento sin resultado. Joakim le echó un rápido vistazo desde un lado.
—No al alto. Ese es Roy, ¿verdad? Pero los otros dos podrían ser los muchachos con los que charlé.
Per Arvidsson se sentó en el coche y trató de estructurar lo que había escuchado. Maria había mencionado que los otros dos hombres hablaban con un acento de Västerås, con eles pastosas. Tan pronto como cogió la E20 llamó a Hartman para contarle lo obtenido de la conversación con Joakim.
—La hoja de un cortacésped, un arma homicida inusual. Deberíamos poder sacar algo de eso, ¿no es cierto?
—Trabajemos sobre ello —dijo Hartman—. Estamos buscando también a tu vecino, Harry Molin. ¿Sabes dónde se encuentra? ¿Tenía la intención de irse de viaje? Tú sueles regarle las plantas y recogerle el correo, ¿verdad?
—Lo he hecho un par de veces, pero ya no. ¿Para qué queréis dar con él? ¿Tiene eso alguna relación con el asesinato de Linn Bogren?
—Efectivamente. Estuvo en el lugar de los hechos con sus perros y necesitamos saber cuándo. Quisiéramos interrogarle a efectos informativos.
—No lo conozco muy bien. Es una persona bastante discreta. Se pasa los días en casa y sale a pasear con sus perros. Le gusta la compañía, pero no la de los seres humanos. Probablemente esté bastante solo. Habla siempre de sus enfermedades y te pregunta si conoces a tal o cual doctor. Como yo también he estado de baja por enfermedad es probable que sienta un cierta afinidad conmigo —dijo Per con una risa seca—. Pretendía que creáramos un registro de malas prácticas sanitarias, un sitio web donde figurara el personal asistencial y los pacientes pudieran ofrecer su valoración sobre ellos. La idea también era enviar informes periódicos a los organismos responsables del área de salud.
—Suena como un trabajo a tiempo completo.
—Para él seguro que sí. ¿Cómo le va a Maria? —preguntó Per, arrepintiéndose de inmediato. No se podía explicar su propia reacción. La amaba, ¿no es cierto?, y, pese a ello, el asunto le superaba. No soportaba su vulnerabilidad ni su miedo tras lo sucedido. Le aterraba haberse convertido en una de esas personas que apartan la vista de las miserias de los demás para poder tirar hacia delante con lo suyo.
—Sigue aguantando y luchando. Trata de pensar lo menos posible en que puede estar infectada. Debe de ser un infierno. Aún le quedan más de dos meses para obtener una respuesta preliminar.
—Daremos con él.
—Ojalá pudiéramos dedicar más recursos a ello. Hago todo lo posible para que nos envíen refuerzos del continente, pero la imposibilidad de conseguir más testigos supone un problema. No tenemos mucho sobre lo que trabajar. Tal vez ahora se desatasque el caso si esta pista desemboca en algo.
—Puedes contar conmigo a tiempo completo.
—Tiempo completo no significa las veinticuatro horas del día, Per —señaló Hartman, aliviado y preocupado al mismo tiempo—. Tú mismo tienes que ver dónde está tu límite. No queremos quedarnos sin ti otra vez.
—Yo cuido de lo mío y tú de lo tuyo… —prorrumpió Per en un inesperado brote de irritación. Que uno haya estado enfermo no quiere decir que esté incapacitado. ¿Con qué derecho cree la gente que puede inmiscuirse en tu vida y decirte cómo tienes que vivirla solo por haber sufrido una enfermedad?
La comida de los perros se había agotado.
Mirabell
miraba fijamente a Harry Molin con sus grandes ojos castaños mientras gruñía con reproche.
Gordon
callaba, pero su encaro era tanto o más intenso. Lo más sigiloso que pudo, sin encender la lámpara del techo, bajó hasta el sótano para sacar un trozo de carne del congelador. Era su cena, que tenía intención de compartir con los perros. Colocó una manta sobre el microondas para que la luz no se escapara. El tilín que avisaba del descongelamiento de la carne restalló atronadoramente en medio del silencio.
La policía había llamado a su puerta. Sospechaban de él. Se había sentado sobre el suelo para no ser visto por la ventana y había hecho todo lo posible por acallar a los perros, pero sin éxito.
Mirabell
había estado rezongando y ahora sabían que él se encontraba cerca, que tenía que regresar porque no podía dejar a sus animales a la buena de Dios. Obviamente, había que pasearlos.
Mirabell
había caminado nerviosamente entre el punto del suelo de la cocina donde él se hallaba y la puerta de la entrada. Hasta
Gordon
empezaba a impacientarse y necesitaba orinar. Fuera había caído prácticamente la noche. Bastaba con esperar una hora más, pero el tiempo avanzaba a paso de tortuga. La mayoría de los policías hacen horario de oficina. El riesgo de que se presentaran entrada la noche era ínfimo, siempre de acuerdo al sentido común.
Hoy, por primera vez en su vida, Harry había faltado a una cita en el centro de salud. Seguramente el doctor Ahlström no estaría muy afligido por ello. Con toda probabilidad empezaba a cansarse de tanto ir y venir, como había pasado con los demás médicos. No comprendían la gravedad del asunto. Harry había sufrido de taquicardia dos noches seguidas. El pulso no dejaba de acelerársele cada vez que se lo tomaba y estuvo en un tris de coger un taxi a urgencias. En su lugar, se había levantado y encendido el ordenador, navegando más o menos sin rumbo fijo por las páginas de salud y atención sanitaria. Ahí encontró algo que le resultaría de utilidad al doctor. Según un estudio japonés, las pastillas que tomaba Anders Ahlström contra su adicción al tabaco podían producir enajenación. Un ciudadano nipón, tras quedarse dormido, había aparecido debajo de un tren; otro se había quitado la ropa y se había puesto a aserrar madera en un parque. Harry pensaba contárselo al médico, quien no podría por más que mostrarse agradecido, enormemente agradecido, dándose cuenta de que era una persona buena y atenta, no el egocéntrico que el facultativo pensaba.
Del mismo modo había ayudado a Linn a encontrar los somníferos óptimos, los que tenían menos efectos secundarios. Y a Linus, el chico que conoció en la sala de espera del centro de salud, aquel que fue agredido junto con esa mujer policía… y que acabó muriendo; a él también le había dado un par de buenos consejos. O, mejor dicho, a su madre. Si no dejas de contraer infecciones en la garganta, tal vez sea mejor extirpar las amígdalas, aunque antes de eso, naturalmente, puedes probar con varios productos dietéticos. Un muchacho muy agradable; en eso coincidía con el doctor Ahlström. Solían boxear de broma y de tanto en tanto Ahlström acababa dándole al muchacho un abrazo de oso. Casi parecían padre e hijo. Una vez que Linus andaba por el pasillo del centro de salud, con las piernas separadas al estilo vaquero y las manos en unas cartucheras ficticias, apareció el doctor Ahlström saliendo de su despacho con una pila de papeles en los brazos. Entonces el niño dijo en voz alta «¡Desenfunda!», y el médico lanzó todos sus papeles al aire y sacó sus pistolas imaginarias, más rápido que su propia sombra, sin un ápice de vacilación. Esa presencia de ánimo infunde respeto. Luego le ayudaron a recoger las hojas de las historias médicas y los volantes. Algunos pacientes consideraron seguramente que el médico había actuado de forma poco responsable, pero Harry no pudo reprimir una sonrisa. Ahora el chico estaba muerto. Era terriblemente cruel.
Enganchó la correa a sus perros y salió en mitad de la noche. Por algún motivo poco claro no funcionaba el alumbrado callejero. Llevaba varias semanas así. No había habido luz alguna desde la noche en que se había topado con Linn en estado de aturdimiento y ebriedad junto a su casa, después de una tarde pasada por agua. Lo extraño es que no oliera a alcohol. Pensándolo dos veces, quizá se había equivocado. Puede que Linn se hubiera drogado con otra cosa. Hay tanto entre lo que elegir hoy en día. Los tres hombres que la acompañaban la habían dejado más sola que la una. La época de la cortesía era un mero recuerdo; los jóvenes de hoy no saben lo que es la caballerosidad. Podía comprender que se viera rodeada de una corte de hombres cuando el marido estaba de viaje. Los tres sujetos se habían separado de ella justo en el momento en que Harry regresaba, sin ayudarla a entrar.