—El barco llevaba unos quince minutos de retraso, así que eran aproximadamente las doce y cuarto.
Hartman se quedó estupefacto.
—Pero no lo has denunciado hasta ahora… ¡Son más de siete horas de retraso!
—Correcto —contestó Arvidsson, que en ese momento comprendió que la pernoctación en casa de Rebecka no iba a pasar desapercibida—. Estuve con Rebecka y los niños.
Eso sonaba un poco mejor que confesar que había dormido en la cama de ella. En el mejor de los casos, Hartman pensaría que pasó la noche en casa de sus hijos, durmiendo en el sofá del salón de Rebecka, porque esta iba a llegar tarde a casa e iba a encargarse de ellos al día siguiente.
Hartman le lanzó una mirada que dio al traste con esa esperanza y Per empezó a sonrojarse hasta arderle las mejillas. Hartman agitó la cabeza.
—Mala cosa —añadió.
—Efectivamente —respondió Arvidsson. No había más que decir. La había cagado y ahí estaba Hartman, enseñoreándose. ¡Así le partiera un rayo!—. ¿Acaso tú nunca has hecho alguna estupidez?
—Sí, pero han prescrito. Ya no tengo edad. No me manejan tanto las hormonas y soy más acomodaticio. ¿Piensas contárselo a Maria?
—No —respondió Per, sintiendo cómo su miedo se tornaba en vértigo—. No, no quiero arriesgarme a perderla una vez más.
—Bueno, eso es cosa tuya. No soy el más adecuado para ofrecerte consejos, pero…
—Entonces no lo hagas —contraatacó Per, arrinconado e irritado—. ¿Alguna cosa más?
—Llegaste a casa. ¿Qué pasó luego?
Per Arvidsson trató de describir en la medida de lo posible el curso de los acontecimientos desde su descubrimiento de la ventana destrozada y el cuerpo de Harry colgando del gancho del techo hasta la llegada de sus compañeros.
—Harry le contó algo importante a su médico…
—Anders Ahlström. También me atiende a mí. Trabaja en el centro de salud que cubre esta área.
Per había oído a Harry hablar de él bastantes veces. A Ahlström se le daban bien las cosas la mayoría de las veces, aunque otras metía la pata, siempre en función, más o menos, de las tesis que estuviera dispuesto a aceptar.
—Harry le contó a su médico que, una noche, bastante tarde, a principios de semana, se había topado con Linn en compañía de tres hombres, y que esta iba bebida. El médico se lo comunicó a Erika Lund, puesto que se conocen —señaló Hartman con gesto evidente cual libro abierto.
—Lo sé. Suelen jugar a los médicos —comentó Per en una tentativa fallida de broma—. ¿Adónde quieres llegar?
—Harry mencionó también al doctor que Linn Bogren te visitó la noche antes de ser asesinada.
Per se paró a pensar. La nebulosa de su agotamiento le llevaba a confundir días y momentos. Linn había ido a su casa bien entrada la noche y él había bebido más whisky de la cuenta.
—Quería que le dejara usar el ordenador.
—¿Para qué?
—Había vendido el suyo en un sitio web de subastas, o algo por el estilo. No sé. Seguramente pueda verificarse. Habló de un viaje que tenía que reservar. No estaba ni siquiera en la misma habitación cuando lo utilizó, así que no sé lo que hizo —dijo Per tratando de rememorar, pero todos los detalles se habían esfumado de su mente.
—¿De qué humor estaba? ¿Parecía ilusionada, alegre, temerosa, triste…? —preguntó Hartman rascándose ruidosamente el cuero cabelludo. La torpeza mental de Per le preocupaba. No serviría de nada como testigo en un juicio si no era capaz de recordar las cosas con precisión ni discernir días y momentos.
—No me acuerdo. Se mostró ante todo insistente. No quería dejarla pasar, suponía para mí una molestia en ese momento. Necesitaba estar solo.
—Como comprenderás, tenemos que llevarnos tu ordenador y vas a tener que irte de aquí durante un tiempo.
—Sí. Le preguntaré a Ek si puedo quedarme con él. Tiene toda una casa, seguro que podrá alquilarme un rinconcito.
Lo más natural, pensó Per, sería trasladarse a casa de Maria, pero no se atrevía a preguntárselo. Probablemente llevaba escrito en la frente lo que acababa de hacer. ¿Qué diantre iba a pasar si se enteraba?
—¿Crees que Harry asesinó a Linn? —inquirió Hartman en el momento preciso en que pasó junto a ellos el cadáver de aquel dentro de la habitual bolsa negra, rumbo al vehículo que lo transportaría.
—¿Qué pensar si no? —reflexionó Per—. Es posible que Harry haya estado enredado en algo ilegal o que escondiera un secreto vergonzante que ella desvelara… Como sabes, era enfermera y estas conocen más de un secreto. Puede que cometiera el asesinato llevado por un impulso repentino y que el engalanamiento… la exhibición, viniera más tarde. Linn iba vestida de novia. ¿Era una forma de castigarla por haberle sido infiel a Claes? ¿Se había erigido Harry en un adalid de la moralidad o tal vez la amaba y fue rechazado? —aventuró Per dibujando esa idea en su mente. Sin duda, Harry sentía cierta debilidad por Linn—. Ahora que lo pienso, solía esperarla junto al buzón al llegar el correo. Aguardaba a que Linn recogiera su correspondencia para poder charlar un momento con ella. Ella siempre se mostraba amable y le dedicaba un rato. Tal vez fuera la única persona que se comportara amistosamente con Harry y él, en su soledad, lo interpretara erróneamente como una invitación, qué sé yo.
—Coincido contigo. Si suponemos que Harry realizó acercamientos y ella los rechazó, como Haraldsson apuntó antes, pudo acabar con su vida para evitar que lo dejara en evidencia. Pero ¿y toda esa parafernalia? El asesino le ha dedicado mucho tiempo y planificación. No es algo que una persona normal haría. No creo que estemos ante un homicidio —afirmó Hartman.
Por fin obtuvo la preeminencia que necesitaba para que la sensación de divinidad volviera a recorrerle las venas. Se trataba de todo un éxito. Ahora que podía leer sus pensamientos resultaba mucho más fácil planear el próximo movimiento. El chico de Svartsjö que se había ido de la lengua tenía los días contados, se prometió a sí mismo. No era el momento ahora, pero más tarde… Tenía que internarse en el archivo para borrar la historia del cabronazo ese rematado con la hoja del cortacésped, lo cual le exigiría un breve desplazamiento físico, aunque con el ordenador podría seguir las pesquisas de la policía más de cerca de lo que nunca hubiera imaginado. Qué vergüenza pertenecer siquiera a la misma estirpe humana que ellos… Un coeficiente intelectual de cien puede considerarse como un verdadero retraso mental cuando el tuyo es de ciento cuarenta y ocho. No deberían tener ni derecho a votar.
Maria comenzó la mañana con una madrugadora sesión de ejercicio en el gimnasio de la jefatura. Afortunadamente, era la única persona en el local. Caminando sobre la cinta dio rienda suelta a su frustración, rabia y preocupación. El contagio. Pudo advertir el miedo en los ojos de la enfermera al realizarle las pruebas, el tenue temblor de la mano difundiéndose a la aguja. Sus ojos la delataban, aunque su voz permaneciera calma e inspirara confianza. Seguro que en ocasiones el paciente no se quedaba quieto, la aguja cambiaba de dirección y penetraba en el guante de látex. Tres meses interminables de espera para la primera respuesta. El personal sanitario se expone a ese riesgo en cada análisis. Los policías también conviven con el riesgo de resultar gravemente heridos en acto de servicio. Maria pensó en sus hijos, Emil y Linda. ¿Qué iba a ser de ellos si enfermaba de gravedad y, tal vez, no viviera para contarlo? En ese caso, Krister se haría cargo de ellos a tiempo completo; él, que apenas podía cuidar de sí mismo, un adolescente revenido y temperamental que precisaba constantemente de aprobación y debía satisfacer de inmediato sus necesidades, del tipo que fueran. Era de la opinión de que los niños podían arreglárselas solos en casa por la noche, aunque Emil solo tuviera diez años y Linda siete, si le daba por salir una noche y quedarse a dormir en casa de una nueva «amiga». No se molestaba nunca en ayudarles con los deberes. Eso le correspondía al colegio. Y si los niños debían llevar una bolsa con comida, que se la prepararan ellos mismos. No mostraba interés por atenderles, ni siquiera cuando estaban enfermos. Consideraba molesto eso de las reuniones de padres, llevar a Emil a los entrenamientos de fútbol o asistir a sus partidos. Las semanas alternas se habían convertido en fines de semanas alternos, y ahora intentaba también negociarlo a la baja. Viernes por la noche hasta lunes por la mañana había pasado a ser sábado al mediodía hasta domingo por la noche.
Maria levantó todo el peso de su cuerpo en la barra de hierro en posición de equilibrio, descendió y volvió a alzarse a un ritmo endiablado. Si estaba infectada lucharía por vivir el máximo tiempo posible, batallar y cuidarse bien, aunque tal vez nunca más se atreviera a hacer al amor con nadie. Nada puede brindarte una protección al cien por cien, la garantía de no infectar a otros. Esa idea la descorazonó. ¿Qué iba a pasar con ella y Per? ¿Se arriesgaría él a tocarla de nuevo?
Y, en caso de encontrarse sana, ¿qué le pediría a la vida entonces? ¿Vivir con Per? ¿Se mudaría Per con ella, a su casita amarilla de Klinten? ¿Lo deseaba él? Era su casa y la había decorado a su gusto. ¿Dónde se quedarían los hijos de Per cuando los tuviera, cada dos fines de semana? Tendrían que compartir habitación con Emil y Linda, lo cual provocaría de inmediato un conflicto. Tal vez tuviera que vender su querida casa y luego ni siquiera pudieran convivir. Por cada día que pasaba, Maria se sentía menos segura de que Per fuera capaz de apostar plenamente, de una vez por todas, por una vida juntos. En realidad les iba bastante bien, a ella y a los niños, viviendo solos sin que nadie se inmiscuyera en sus vidas, pero, una vez que se habían dormido los pequeños, se hacía presente el sentimiento de soledad. Si Per le decía que la amaba, si realmente lo hiciera, ningún obstáculo sería insuperable. Encontrarían el modo.
Maria trató de hacer abdominales, pero desistió. Todavía el dolor hacía que se le nublara la vista. Fue a coger un par de pesas y realizó su programa de entrenamiento habitual mientras en su mente apartaba a un lado sus miserias privadas y se preparaba para la jornada de trabajo. El día anterior habían estado buscando a Harry Molin. Maria reaccionó al ver las flores de su jardín. En él crecían lirios de los valles, dicentras y nomeolvides, flores de las que carecía el jardín de Linn. Sin embargo, Erika había encontrado trocitos de justamente esas plantas en el suelo, al lado de la puerta del dormitorio, y en la escoba. Además, cuando hallaron a Linn Bogren en la Colina del Templo, portaba en la mano un ramo de lirios de los valles. Con toda probabilidad habían sido recogidos en el jardín botánico. Sobre el simbolismo propiamente dicho de esas flores para el asesino solo podían especular.
Maria fue a ducharse, abrió el grifo de agua fría y soportó el tormento, que le brindaba una especie de contraofensiva para su angustia. Mientras se frotaba pensó en Ulf, el padre de Linus. Le había vuelto a llamar el día anterior, ya entrada la noche. La conversación fluctuó entre la agresividad denunciadora y el llanto desolado. «¡Tienen que hacer algo! ¡Algo debe suceder!». Maria se sentía realmente preocupada. Había que encontrar a los culpables antes de que él lo hiciera.
Se sirvió una taza de café solo y subió por las escaleras camino de su despacho. Al pasar por la puerta de Hartman, advirtió que este ya había llegado y se encontraba delante del ordenador. Maria entró y se sentó silenciosamente en el asiento de enfrente.
—¿Te has enterado de lo que pasó anoche? —le preguntó Hartman.
—¿Anoche? —contestó Maria con un gesto interrogante. Hartman resumió rápidamente lo del macabro hallazgo en casa de Arvidsson.
—¿Se ha ahorcado Harry Molin en casa de Per Arvidsson, nuestro Per Arvidsson? De hecho, ayer mismo por la noche me planteé que forzáramos la puerta de Harry, pero decidí que se podía esperar hasta hoy. ¿Y ahora él está muerto? —preguntó Maria profundamente conmocionada—. ¿Cómo se encuentra Per?
—Está bien, creo —respondió Hartman hundiendo la vista en su pila de papeles.
—¿Qué es? ¿Qué no me estás contando? Venga ya, Tomas, nos conocemos desde hace mucho. Algo pasa. ¿Me dejas ver el acta del interrogatorio? Yo también formo parte de la investigación.
—Muy bien —contestó Hartman tendiéndole de mala gana el interrogatorio de Per Arvidsson. Resultaba inevitable. No podía proteger a ninguno de los dos. Observó en tensión el rostro de Maria mientras esta leía. El detalle no se le pasaría por alto. Pudo observar cómo su expresión se transformaba de concentrada a dubitativa, y luego a estupefacta, cuando comprendió dónde había pasado la noche Per. En casa de Rebecka.
—Discúlpame un momento. Tengo que hacer una llamada —dijo Maria.
Maria desapareció de la habitación antes de que Hartman tuviera tiempo de reaccionar. Llamó al número de Per. Sin respuesta. Entonces tendría que comprobarlo con Rebecka. La verdad. Solo quería la verdad.
—Rebecka Arvidsson al habla.
Por su voz, parecía contenta y desenfadada, como si acabara de reírse de algo realmente divertido.
—Soy Maria Wern. Llamo de la policía. Quería verificar una coartada en relación a la noche de ayer…
—Per… Sí, durmió aquí. Es un decir, porque pegar ojo tampoco pegó mucho —respondió Rebecka con una risa tonta—. Creo que hemos arreglado lo nuestro y eso es bueno para los niños.
Maria preguntó sobre el horario exacto y lo anotó automáticamente en el papel que tenía delante, como un robot, mientras el zumbido del ventilador del techo le taponaba los oídos y le comprimía el cerebro.
—Les deseo suerte —repuso Maria en un tono totalmente inexpresivo, apenas un seco susurro.
Colgó el auricular y se cubrió el rostro con las manos tratando de reprimir el llanto. No quería que la voz le fallara si iba a llamar a Per. Entonces sintió sobre su hombro la mano de Hartman y la esclusa se abrió. Las lágrimas empezaron a recorrer sus mejillas.
—¿Lo sabías? ¿Cuánto tiempo lo has sabido? —preguntó tras haberse recompuesto un poco.
—Desde esta misma mañana. Per se muere de arrepentimiento. Fue un error. Te ama, Maria. Me consta.
—¡Tonterías! Déjame a solas. Bajaré a la reunión con Erika dentro de un cuarto de hora, pero ahora quiero estar sola.
Hartman vaciló junto a la puerta.
—Dale otra oportunidad, Maria. Es evidente que os amáis; se ve de lejos. Escúchale.
—No, ya he tenido bastante. Ya basta. Durante toda su enfermedad le he sido fiel y le he escuchado. Era él y solo él. No había espacio alguno para mis necesidades y mis anhelos. He estado esperando y confiando en su recuperación. Ahora, por lo que parece, no se siente tan mal, ¿y qué hace? Se ha terminado. Se me ha acabado la compasión y nunca más habrá nada entre Per y yo.