—Wilma tiene otra vez inflamada la garganta y 39,5 de fiebre.
—¿Cómo es de grave? ¿Tenéis que ir al hospital?
—No lo sé. Quizá. Despertar a Tomas para llevármelo es un verdadero engorro y no lo puedo dejar solo en casa. ¿No podrías venir? —preguntó, aunque esta vez sin llorar, en una súplica serena y meliflua. Él terminó aceptando, aunque ya de camino para casa de ella se arrepintió. Pero una promesa es una promesa.
Per fue directo a la habitación de la niña para ver cómo se encontraba. Se inclinó hacia ella en medio de la oscuridad y escuchó su respiración. Wilma dormía plácidamente en su cama. Tocó su frente y estaba templada. Miró entonces a Rebecka con cara interrogante.
—La fiebre ha remitido. Le he dado un antipirético. Quería que vinieras para poder yo dormir aunque sea una hora. La cosa se ha calmado pero necesita estar vigilada.
Rebecka había encendido unas velas en la mesa de la sala de estar y tenía preparado un vaso de vino para él. Le indicó con un gesto que se sentara en el sofá y le insinuó que después de haberse dado tanta prisa le vendría bien, que podía permitirse un vaso aunque tuviera que coger luego el coche de vuelta a casa. Añadió que el vino tenía un delicioso sabor especiado.
Per Arvidsson sintió cómo se desinflaba por completo. Había llegado a preocuparse de verdad; ahora el peligro había pasado. Le asombró la rapidez con que todo ocurrió.
—Quiero que me abraces. Me siento tan sola… Solo un abrazo, nada más —dijo ella sentándose muy pegada a Per, acariciándole luego la espalda sin pronunciar palabra. Caricias suaves… Él le puso el brazo sobre los hombros y los estrechó. La inquietud salvaje dio paso a la calma, una sensación de sosiego y melancolía.
—¿Cómo pudo la vida depararnos esto, Rebecka?
Ella posó un dedo sobre los labios de él. No quería hablar. Per sintió el aroma de su perfume, tan asociado al deseo. El cuerpo recuerda. Había pasado tanto tiempo desde que no hacía el amor con nadie. Un antidepresivo se lo impedía y había apartado a un lado sus necesidades sexuales para, poco a poco, salir del infierno y empezar a vivir de nuevo. Su honor le exigía ganarse el pan de cada día… Ahora le habían sustituido el antidepresivo por un nuevo compuesto que, repentinamente, le hizo recuperar el deseo. Sentir la reacción de su cuerpo le llenó de alegría, incluso de euforia. Bebió la segunda copa de vino que Rebecka le sirvió sin reparar en otras consideraciones. La mujer acariciaba sin descanso su espalda y su otra mano fue a parar, como por casualidad, sobre el muslo de Per al inclinarse para llenar su propio vaso de vino, rozándole con su pecho. No retiró la mano, sino todo lo contrario: cada vez se abalanzaba más sobre el regazo de él. Llevaba un suéter muy escotado. El calor iba propagándose verticalmente hacia su foco. La mejilla de ella se encontró con la de él y sus suaves labios fueron ascendiendo desde el cuello hasta la boca mientras la mano que descansaba sobre el muslo comenzaba a explorar. Y luego fue una protesta poco enérgica.
Al despertar la mañana siguiente en el lecho de Rebecka, sus remordimientos de conciencia le provocaron ganas de chillar a pleno pulmón. La nítida certidumbre de que había traicionado a Maria le llenaba de deseos de largarse de allí, rebobinar y deshacer lo ya hecho. ¿Cómo pudo permitir que sucediera? Tan sencillo e insignificante… ¿Qué importancia se concede a cada relación sexual cuando tienes pareja? Ni siquiera te acuerdas de ellas en el día a día, al menos no de un modo específico. A menudo se trata de un método habitual para relajarse y dormir. Entonces, ¿por qué una sola infidelidad con Rebecka era todo un mundo? ¿Por qué era tan importante si ocurría antes o después de una ruptura? Per examinó detenidamente sus argumentos. No, resultaba imposible trivializar lo que acababa de hacer. Solo quería marcharse de allí derecho a casa. Rebecka dormía como un lirón, su abundante pelo ondulado cual negro mar encrespado sobre la almohada. Tenía la boca entreabierta y una gota de saliva colgaba de una de sus comisuras. Al abandonar Per la cama, ella balbuceó algo en sueños y se dio la vuelta dejando al descubierto sus senos. Per se puso la ropa lo más silenciosamente posible, pero, cuando se disponía a salir de la habitación, Rebecka extendió el brazo en su busca.
—Gracias —le dijo apretándole la mano y rechazando con la cabeza su invitación tácita tras levantar ella con la otra el edredón para que volviera a meterse en la cama.
Su cuerpo lucía hermoso y atractivo, pero la mala conciencia llevó a Per a desistir. No habría continuación. Advirtió la tristeza de ella pero no tenía fuerzas para detenerse a hablar del tema. Solo quería huir y borrar lo sucedido, pero Rebecka era de otra opinión. Probablemente más le valía expresar con claridad su posición.
—Lo que ocurrió anoche no volverá a repetirse nunca. Es algo entre tú y yo, y espero que seas capaz de guardarlo como un secreto —dijo Per creyendo ver en los ojos de ella un parpadeo que interpretó como un sí. Seguramente pensara que era cobarde y traicionero, pero no se sentía con ánimo para discutir su relación en ese momento.
En la mesa de la sala de estar había dos botellas de vino vacías, que probablemente Per se había bebido en su mayor parte. Tenía el coche aparcado en la calle. El amanecer se presentaba gris y frío y una fina llovizna caía sobre el parabrisas. Arrancó el vehículo y accionó el limpiaparabrisas. Tras calcular la cantidad de alcohol consumido y dividirlo por las horas que había tenido para digerirlo, decidió dejar el coche y volver a casa a pie. Sentía una gran confusión de emociones. Al tiempo que se maldecía por lo sucedido no podía dejar de congratularse de su recuperada virilidad.
La lluvia arreció y Per Arvidsson aceleró el paso al sentir cómo la humedad y el frío le calaban los huesos. No eran más que las seis y media y no se veía un alma en la ciudad. La única persona que se cruzó fue un cartero en bicicleta y una señora mayor con un caniche. ¿Se lo contaría a Maria? ¿Podría perdonarle alguna vez? Cada vez que ella cariñosamente había intentado seducirlo, él la había rechazado sabiendo que no era capaz de lograr una erección. Maria había mantenido su afecto hacia él, esperándole fielmente, afirmándole que no pasaba nada, que se contentaba con su proximidad. ¡A la mierda con todo! Por supuesto que era importante que fueras o no capaz. Y ahora que por fin había recuperado su función, él lo echaba todo a perder. Maria no querría verle nunca jamás. Tal vez ni siquiera fueran capaces de trabajar juntos. ¿Cómo pudo hacer algo tan jodidamente estúpido? Era muy consciente de que Rebecka deseaba que volvieran y, a pesar de todo, cayó de cabeza en la trampa.
Si se lo confesaba a Maria estaba perdido, pero si no lo hacía… quizá nunca se enterara. ¿Se puede vivir una vida feliz sin contarse todo uno al otro? Ahora que sabía que el cuerpo le funcionaba podría darle todo lo bello que ambos habían anhelado. Ahora sería capaz de mirar a la muerte a la cara y decirle que merecía estar vivo por el hecho de desear vivir y morir. Pensó en la soga colgada en el vestíbulo y en el gancho que había montado en la sala de estar. A pesar del trance en que se encontraba en ese momento, la idea de quitarse la vida se le antojó infinitamente lejana. Ya no contemplaba la muerte como una salida. Probablemente estaba sanando, lo cual, en medio de su desgracia, aunque no le llenara de alegría, sí que le aligeró el ánimo. Decidió no contárselo a Maria. Lo ocurrido con Rebecka la noche anterior fue un accidente, a fin de cuentas positivo, porque le permitió saber que ya era capaz. No se debe desperdiciar la vida, cada uno por su lado, cuando se sabe que uno pertenece al otro y que el amor es mutuo.
La lluvia se intensificó aún más, pero Per no buscó refugio en su recorrido por las calles. Deseaba llegar a casa. Nada más entrar por la puerta llamaría a Maria para oírle decir que le amaba, que quería que fuera suyo. Buscó la llave en el bolsillo pero, para su sorpresa, se encontró con la puerta de entrada abierta de par en par. Intuyó algo raro y rodeó la casa hasta la parte de atrás. La ventana de la puerta de la terraza estaba hecha añicos. En el suelo, bajo el farol de la puerta, relumbraban trozos de cristal. La puerta exterior se hallaba entreabierta. Cogió un palo del suelo y la abrió por completo para poder observar el interior. No cabía duda de que alguien había entrado por la fuerza. La puerta no se abría del todo, obstaculizada por algún objeto. Habían movido la estantería de libros y el mueble del equipo de música estaba torcido y corrido hacia el interior de la habitación. Los cojines del sofá se hallaban en el suelo y la mesa del salón fuera de su sitio. ¡Pero qué demonios era eso! Del gancho del techo, donde antes estuviera la araña de luces, parecía pender un saco. La visión de la persona colgada le golpeó entonces de lleno. Tal vez todavía viviera… ¡Un cuchillo! Per fue corriendo a la cocina y en pocos segundos regresó con un cuchillo del cajón, se encaramó a la mesa, cortó la cuerda y se la aflojó del cuello. Le desabrochó algunos botones. No tenía pulso ni respiración. Durante un instante pensó en realizarle la respiración artificial. La lengua del muerto se veía azul e hinchada, sus ojos inyectados en sangre fuera de las órbitas. La idea de insuflar aire en el cadáver produjo náuseas a Per, que, en su estado resacoso, apenas pudo controlar. Se volvió entonces para, entre temblores, tratar de recuperar el resuello. Seguidamente se incorporó y contempló el cadáver. Tenía el cuerpo rígido y frío. Con toda probabilidad llevaba varias horas sin vida. Solo cuando se hubo calmado un poco le reconoció, pese a la alteración tan grotesca que la hinchazón había infligido en sus rasgos. Era incomprensible, totalmente absurdo. Cuando llamó al número de urgencias no era un policía que comunicaba un hecho, sino un particular atragantándose con las palabras.
Ek y Haraldsson fueron los primeros en llegar. Per Arvidsson los recibió en el patio tras lo que le pareció una espera eterna.
—Está muerto. No hay nada que podamos hacer.
Jesper Ek daba la impresión de no creerse del todo lo que acababa de oír. Resultaba del todo inverosímil.
—¿Apareció colgado, así sin más, en tu sala de estar? ¡Por Dios! ¡Tienes que haberte llevado un shock!
—Imagínate —respondió Arvidsson con voz tenue. Era un alivio no estar a solas con el muerto. Todo lo que pudo haberle sucedido a Harry Molin ya era agua pasada, pese a lo cual, la cercanía de la muerte resultaba terrible.
—¿Sabes quién era? —preguntó Haraldsson e hizo amago de acceder a la casa, pero Ek lo detuvo.
—Erika te matará a palos si te pones a merodear y destruyes pruebas, ya lo sabes.
—Le conocía —contestó Per—. Era mi vecino, Harry Molin. Es inconcebible. No me cabe en la cabeza por qué iba a venir aquí a ahorcarse. A mi casa. ¿Tenía miedo de que no le encontrara nadie de lo contrario? Nunca recibía visitas.
—Fuimos a buscarle a su casa. Quizá se colgó en este lugar pensando en los perros. Para que no tuvieran que verlo. Los puedo oír desde aquí. Temía sin duda que estuvieran solos durante mucho tiempo si nadie lo encontraba —dijo Haraldsson limpiando con la mano el banco verde junto a la pared y sentándose a continuación—. ¿No tenía familiares?
—Una hermana en Arboga —recordó Arvidsson—, pero no sé cómo se llama. Me pregunto por qué lo hizo. ¿Por qué ahora? ¿No podía aguantar más?
—Tal vez se sintiera solo y desgraciado —aventuró Jesper Ek colocándose bajo el techo para resguardarse de la llovizna. Guardaron silencio por un momento—. Maria intentó durante todo el día de ayer dar con Harry Molin. Quería interrogarle con carácter informativo acerca del asesinato de Linn Bogren. Era su vecino y, además, ha quedado demostrado que estuvo presente en la escena del crimen. Sus perros fueron atados junto a la puerta de entrada de Linn. Nos consta que Harry y Linn solían conversar y ahora él está muerto —señaló Jesper introduciéndose bajo el labio una porción de
snus
—. ¿Piensas que ha podido ser él?
—¿El que mató a Linn? —preguntó Per, barajando a continuación la idea. Vivían en un área residencial tranquila. Harry no había mostrado ninguna tendencia agresiva, sino todo lo contrario. Su carácter manso y rebuscado tal vez pudiera irritar a otras personas, pero, en lo que a él respectaba, era un hombre sereno y bastante retraído.
—Obviamente, es un posible motivo para quitarse la vida. Puede que hiciera algunos acercamientos y ella se resistiera. Entonces se siente tan avergonzado y humillado que no lo soporta y asesina a Linn. Y después se quita de en medio para evitar el castigo —intervino Haraldsson, poniéndose luego en pie al oír un coche aproximándose—. ¿Será Erika?
—Resulta extraño que se ahorcara en casa de otra persona. ¿Cómo podía saber que iba a resistir el gancho del techo? —añadió Per, y se sentó en el lugar de Haraldsson. Sentía cómo el agotamiento invadía su cuerpo, pesado como el plomo—. Estaba al tanto de que era policía. Puede ser que tratara de entregarse. ¿Y si yo hubiera estado en casa?
En el momento de pronunciar esas últimas palabras comprendió sus implicaciones. Si hubiera estado en casa y no en la cama de Rebecka, quizá Harry estaría vivo ahora… o acaso ninguno de los dos.
Un coche detuvo su marcha en el exterior de la valla y momentos más tarde aparecieron en la verja Tomas Hartman, Erika Lund y un espigado sujeto que resultó ser el médico de guardia. Erika les dirigió un corto saludo e inició de inmediato su labor.
—No montaremos el cordón policial hasta que no hayamos terminado aquí. La cinta de la policía solo sirve para atraer a los curiosos —ordenó Tomas Hartman mientras se acomodaba en el sofá del jardín, junto a Arvidsson.
—De todas formas, si empezamos a llamar puertas la gente empezará a revolotear por aquí —arguyó Ek dándole un empujoncito a Haraldsson para sacarlo de sus reflexiones—. Porque en este lugar ya no se nos necesita, ¿cierto?
Poder marcharse suponía todo un alivio para ellos.
—Correcto —confirmó Hartman mientras abría su cartera y sacaba un bolígrafo y un cuaderno. La situación resultaba innegablemente peculiar—. ¿Cuál es tu fecha de nacimiento, Per?
Hartman tomó los datos preceptivos y le pidió a Arvidsson que lo contara todo desde el principio.
—Vamos a ver. Llegaste con el transbordador anoche. ¿A qué hora? ¿Justo antes de medianoche? —indagó Hartman entornando los ojos sobre la montura de sus gafas para ver más nítidamente la cara de Per. No se había acostumbrado del todo aún a sus lentes progresivas.