Atrapado en un sueño

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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: Atrapado en un sueño
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Todos los habitantes de Gotland conocen la leyenda de la joven que se ahogó durante su noche de bodas y que, años después, al sentirse traicionada por quien le había jurado amor eterno, emergió de esas frías aguas para consumar su cruel venganza.

Pero Linn Bogren, la competente enfermera de uno de los hospitales de la isla, no pensaba esa noche en relatos misteriosos, sino en la nueva vida que se abría ante ella tras abandonar a su marido. Sin embargo alguien cercenó sus sueños. Su cuerpo decapitado, ataviado con un antiguo traje de novia y adornado con un ramo de lirios en las manos, fue hallado al amanecer en un parque cercano. A su lado, el asesino había dibujado la letra K.

La sagaz inspectora Maria Wern, que se recupera de una agresión callejera, se enfrenta con decisión a este brutal asesinato. No se arredra ante la figura sombría que, según los testigos, fue vista deambulando en el escenario del crimen; ni ante la aparición de otra novia muerta en unos restos arqueológicos, ni ante los secretos que parecen esconderse en las paredes del hospital.

Anna Jansson

Atrapado en un sueño

Maria Wern 11

ePUB v1.0

Liete
20.08.12

Título original:
Drömmen förde dej vilse

Autor: Anna Jansson, 2010l.

Traducción: Joaquín González Moya

Editor original: Liete (v1.0)

ePub base v2.0

La luna llega, el sol se marcha,

tu sueño te extravió.

El sueño de aquellos años

de lirios de los valles

una y otra vez

nos extravió.

Con zapatos rotos pisas ahora

senderos de cardos

y calcinados páramos.

El sueño de aquellos años

de lirios de los valles

inmensamente

te extravió.

Nils Ferlin,

«Extraviado».

Prólogo

Con unas simples pulsaciones sobre el teclado podía observar a través del satélite el día a día de esas pequeñas personas. Cuando abrían la puerta de sus casas para pasear al perro o se encontraban casualmente con amigos en la calle. Aquellos seres supersticiosos y lerdos aún creían en las coincidencias. Le hacía sentirse poderoso la posibilidad de observarlos, registrar sus hábitos y calcular el lugar en que se encontrarían y las personas con que se reunirían. Acceder al sistema de vigilancia por satélite del gaseoducto que los rusos tenían cerca de Gocia había resultado un juego de niños. Que la recepción fuera tan avanzada tecnológicamente supuso toda una sorpresa. Si las condiciones climatológicas eran favorables, podía vislumbrar incluso sus rostros confiados. Tal vez fuera esto lo que le proporcionaba una mayor satisfacción.

Capítulo 1

El viernes 6 de junio fue un día inusualmente cálido. El calor permaneció en las callejuelas de Visby hasta bien entrada la tarde. El pálido crepúsculo flotaba sobre las ondulaciones del mar, iluminando las oscuras torres de la muralla y las ruinas del monasterio, testigos de una época distante y más esplendorosa. La silueta escalonada de la fachada de la casa que había servido de almacén durante el período Hansa mostraba un aire fantasmal bajo la luz encarnada del atardecer. Alguien en la distancia interpretaba una melancólica melodía medieval con una flauta de madera.

Al regresar a casa procedente de Hamnplan 5 a las nueve de la noche, Maria Wern maldijo su elección de zapatos, preciosos con sus finos tacones, afiladas punteras y correas en torno al tobillo, pero completamente imposibles para caminar. Todavía se respiraba una tibia y placentera atmósfera y la noche, en su conjunto, había resultado agradable, excepto a última hora, cuando Erika, como era del todo previsible, se había topado con un chico de su agrado, tras lo cual se volvió sorda y ciega para los demás. Justo cuando Maria empezaba a sentirse desplazada, un cóctel de frutas, con pajita y parasol, fue a parar a la mesita que tenía delante.

—Para la señora, del caballero junto a la puerta —anunció el camarero con una sonrisa que apenas ocultaba cierta burla.

Alguien había captado la situación y, oportunamente, clavaba su estocada ahora que la habían abandonado. Mana miró de refilón hacia la puerta. Un hombre le guiñó un ojo y la saludó tímidamente con un movimiento de muñeca, como en las comedias estadounidenses. «Hola, soy y o».

Pero no. Tan desesperada no estaba.

—Me tengo que ir. Dele las gracias de mi parte.

Maria se levantó y trató de establecer contacto visual con Erika, inmersa en una conversación con su nueva adquisición, de nombre Anders y de profesión médico de zona en la ciudad. Una persona inusualmente simpática. Tal vez estuviera casado o fuera sociópata, adicto a algo o un perverso engorroso. Los hombres de buen parecer y en apariencia libres solían tener trampa. Maria no pudo evitar sentir una punzada de inquietud cuando Erika le preguntó a Anders si quería acompañarla a casa. Ella, que era policía, debía saber que había locos sueltos en los bares.

—¡Ten cuidado! —le dijo Maria, pero no pareció darse por aludida. Por otra parte, tal vez fuera él quien necesitara una advertencia. Erika solía cuidar bien de sí misma—. Tienes el móvil encendido, ¿verdad, Erika? —le susurró Maria mientras se levantaba.

—¡Ni que fueras mi madre! Como podrás comprender, no voy a tener tiempo esta noche para llamarte —contestó Erika sonriéndole afablemente y apretándole el brazo—. No te preocupes.

—Exacto —intervino Anders—. Nada de que preocuparse. Tengo una hija en casa y a una madre anciana de canguro. Mi hija espera que la lleve a su casa a una hora decente. Va a ser un beso en el portal y luego emprenderé en solitario mi camino a casa por las peligrosas calles de Visby.

Pagó cada uno lo suyo y salieron a la templada noche.

Soplaba el viento del sureste, tratando de apartarlos del muelle. Las farolas se reflejaban en el agua oscura y los barcos del puerto deportivo desprendían música y bullicio. No había prácticamente nadie en el malecón. Se despidieron en Donners Plats y Maria continuó por Hästgatan hacia su casa de Klinten. Los pies le dolían terriblemente, así que se descalzó y cogió los zapatos para llevarlos en la mano. En algunos lugares relucían trozos de vidrio y afiladas chapas de botellas, lo que hizo que Maria pusiera cuidado en dónde pisaba. Un taxi se detuvo para recoger a una pareja ataviada de fiesta, pero el taxi no suponía una opción para Maria. No era más que un gasto innecesario en tiempos de penuria. Además, su casa le pillaba muy cerca. Prosiguió por Wallersplats y torció en Södra Kyrkogatan en dirección a la catedral, cuyas torres negras asomaban por encima de los techos de las casas. Evitó la plaza Stora Torget y puso rumbo hacia Ryska Gränd. Decidió ir a Klinten por las largas y empinadas escaleras de la iglesia, una sesión de ejercicio como castigo por no haber ido a entrenar en toda la semana.

Al llegar a Ryska Gränd, Maria oyó unos gritos de auxilio de una resquebrajada voz de muchacho adolescente. En un primer momento, todo se le antojó irreal: tres hombres con pasamontañas se dedicaban a patear a una persona tendida en el suelo. Aunque el callejón se encontraba a oscuras, pudo ver que también le estaban dando patadas en la cabeza. El chico tirado en el suelo podía tener unos trece o catorce años, pocos más que el hijo de Maria. El chaval no dejaba de lanzar alaridos y sacudía su delgado cuerpo con cada golpe recibido.

—¡Quietos! ¡Policía! —chilló Maria sacando su identificación policial y adoptando una voz lo más potente y segura posible, aún temblando por dentro. Los tres hombres alzaron la mirada durante un instante, sopesándola y calibrándola. Bastaba con actuar serenamente, infundiendo respeto, para tratar de resolver la situación sin necesidad de más violencia. Se acercó entonces con paso firme hacia ellos, sola ante los tres, mientras marcaba el 112. En el mejor de los casos les ahuyentaría del lugar y podría rescatar al muchacho. «¡Contestad ya!». La habían puesto en la cola de llamadas. El tiempo de espera no debía superar los tres minutos, unos tres minutos infernales. El hombre de mayor corpulencia esbozó una sonrisa sarcástica mirándola fijamente y le propinó una nueva patada al chico, esta vez en el estómago. El muchacho no emitía ya sonido alguno. Probablemente estuviera inconsciente. Entonces el otro hombre asestó a Maria un golpe tan fuerte que le tiró el móvil al suelo, aplastándolo a continuación bajo su zapato con punta de acero. Maria se agachó para intentar averiguar cómo se encontraba el joven. Tenía la cara destrozada y sanguinolenta, y el cuerpo flácido. Había dejado ya de protegerse con los brazos.

—¡Dejadlo! ¡Lo vais a matar! —insistió Maria, invadida en ese momento por el miedo.

Apareció en el callejón un hombre alto de unos setenta años, con gorra y abrigo de color claro. Maria gritó pidiendo auxilio, pero el sujeto se limitó a pasar de largo a toda prisa, como si no viera ni oyera nada, con el gabán revoloteando en torno a sus piernas. Ni siquiera se dio la vuelta, el pelo cano de la nuca por fuera del cuello del abrigo.

—¡Llame a la policía! ¡Ayúdenos! ¡Llame a la policía! —clamó con una voz aún enérgica y autoritaria.

Pero el hombre se evaporó de la escena. «¡Cobarde de mierda! La próxima vez serás tú quien necesite ayuda. Deberás cargar con esto el resto de tu vida…», quiso gritarle. Tenía que ayudarles a alertar a la policía. ¿Es que no lo entendía? Maria sintió una gran oleada de ira e impotencia. Los próximos segundos iban a resultar decisivos si querían salir de esa con vida.

—¡No te metas en esto, puta policía!

El alto le volvió a soltar una patada al chico. Maria, sin saber de dónde pudo sacar la fuerza, consiguió empujar al autor de la agresión, que perdió el equilibrio y cayó. El puntapié dio en el aire, justo por encima de la cabeza de la víctima. Había un joven, más bajo y rechoncho que los otros, con pinta de drogado. Se movía con espasmos y sus pupilas parecían diminutas, como cagaditas de mosca.

—¡Joder! Vamos a dejarlo, Roy. Nos piramos.

Los demás no le oyeron. El largo se lanzó de nuevo contra el chico indefenso y Maria gritó pidiendo ayuda sin dejar de zafarse de ellos, revolviéndose como un animal salvaje. Si no conseguía impedirlo matarían a ese muchacho, no mucho mayor que su Emil. De hecho, hubiera podido ser su propio hijo. Maria hizo acopio de todas sus fuerzas, lanzando golpes, pegando patadas y pidiendo auxilio a pleno pulmón. Logró darle de lleno al alto entre las piernas, lo que obligó a este a agacharse por un instante, pero entonces uno de los otros le impactó con la rodilla en la parte inferior de su espalda, arrojándola al suelo. A Maria empezaron a zumbarle los oídos y seguidamente recibió un puñetazo en la cara. Tenía un regusto de sangre en la boca y el dolor le impedía respirar. Consiguió levantarse a duras penas, para encajar no obstante una nueva patada en la espalda que dio con ella otra vez en el suelo. La agente pudo llegar gateando hasta el punto donde se hallaba el cuerpo del chico y lo cubrió con el suyo para protegerle la cabeza. Le propinaron una fuerte patada en el costado. Y otra más. Sintió como si algo se le hiciera añicos, un dolor inimaginable, pese a lo cual logró concentrarse en salvaguardar su cabeza y la del muchacho.

—¡Maldita policía de los cojones!

El alto se le aproximó con una jeringa, de lo que Maria se apercibió con el rabillo del ojo. La cánula resplandecía. Gritó. Contenía sangre de color rojo oscuro.

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