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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (36 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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—¿Quién es este chingao chamaco? —gritó sujetando a la fierecilla del pelo y brincando sobre una pierna.

—Es hijo del señor que acaba usted de mandar fusilar —contestó uno.

Rápidamente dio orden de que suspendieran aquella ejecución y trajeran al reo a su presencia... Entonces, dirigiéndose al niño, le dijo:

—«Toma, chamaco, aquí está tu padre, yo te lo entrego; llévatelo a tu casa, pero pronto, antes de que se me pase el dolor de tu patada.»

La Revolución incendiaba todo el país. México volvía a desangrarse en un nuevo conflicto armado. Apenas habían transcurrido cincuenta y tres años del fin de la guerra de Reforma financiada por el clero católico, reacio a perder, como siempre, sus intereses económicos y privilegios políticos, cuando la nación aparecía de nueva cuenta envuelta en llamas. Los mexicanos volvíamos a matarnos entre nosotros mismos en una lucha, en apariencia sin final, por el acaparamiento del poder. Un millón de mexicanos perderían la vida con tal de no permitir, a ningún precio, la llegada de una nueva dictadura como la porfirista o de alguna otra corriente, ya fuera de izquierda o derecha. Soñábamos con la democracia, el espléndido invernadero en donde germina lo mejor del género humano. Entre todos, libremente, podríamos construir el México del futuro, el que idealizábamos, al que aspirábamos. En lo sucesivo, nadie podría imponer su autoridad de un manotazo. Se acabó aquello de ¡a callar, aquí sólo mando yo!

Ya no se cometerían más crímenes en nombre de la libertad. Ya no se escucharía el eco siniestro de las recurrentes descargas ejecutadas de espaldas al paredón que resonaban en la inmensidad del Bajío como un eco macabro. Se impondría finalmente la ley, el Estado de derecho. Ya no se permitiría la existencia de caudillos que asesinaran, persiguieran, desaparecieran opositores y críticos, mutilaran, torturaran, espiaran y fusilaran, después de juicios sumarísimos sin posibilidades de defensa, a quien se negara a aceptar la adopción de una nueva tiranía. Era el México de todos en donde todos opinaríamos y nos someteríamos incondicionalmente a lo dispuesto por la Constitución de la República.

¡Adiós a las policías secretas dedicadas a purgar a la nación de agentes nocivos! ¡Adiós a las instituciones siniestras especializadas en la desaparición de personas que
pensaran peligroso
! ¡Adiós a los sujetos que no respetaran los más elementales derechos del hombre! ¡Adiós a quien pretendiera gobernar de acuerdo con sus estados de ánimo! ¡Adiós a los cientos de cárceles clandestinas! ¡Adiós a la censura periodística y a quien intentara cancelar la libertad de expresión, la de pensamiento o la de cátedra! ¡Adiós a los espías delatores de la existencia de críticos opuestos al sistema! ¡Adiós a las tiendas de raya, a los derechos de pernada, a la esclavitud, disimulada o no! ¡Adiós a quien se atreviera a negar la validez de las garantías individuales y continuara con las privaciones ilegales de la libertad y de bienes sin mediar mandamientos escritos de autoridad competente! ¡Adiós, adiós, adiós...!

Villa había padecido, en carne viva y expuesta, el horror de la dictadura porfirista que había comenzado dos años antes del nacimiento del famoso Centauro, en 1878. ¡Claro que había sido un factor determinante en el derrocamiento de Porfirio Díaz en 1911 a partir de la caída de Ciudad Juárez y claro, también otra vez claro, que jugaría un papel preponderante en el derrocamiento de Victoriano Huerta, el Chacal, una criatura del Señor, medio hombre y medio bestia! Estas dos efemérides militares, por sí solas, independientemente analizadas, le garantizarían a Villa un justificado lugar en la historia política de México. Si no se pierde de vista su extracción social, el hecho de haber participado con tanta eficiencia en la destitución y expatriación de dos oprobiosos tiranos del máximo poder mexicano, justificaría su ascenso a la categoría de héroe de la nación.

Pero la vida no sólo se trataba de reconocimientos populares, ovaciones y medallas al mérito militar. He aquí otro ángulo doloroso de la historia: «Sí, fue cierto —declaró Luz Corral—, mientras Pancho se encontraba en Namiquipa inmerso a la mitad de la Revolución, le hice llegar el más doloroso mensaje que escribí en toda mi existencia. Difícilmente pude sostener la pluma entre mis dedos. Las lágrimas con las que empapaba el triste papel me impedían ver con claridad las letras. El breve texto resultó casi ilegible a pesar de todos los intentos que hice para redactarlo. La tinta humedecida manchaba el contenido que más o menos decía lo siguiente:

Pancho, querido marido mío: Nuestra hija, Luz Elena, la dueña de tus ojos, ha sido «la víctima inocente de los odios que contaminan las conciencias... Ella cayó bajo la hoz de la muerte empuñada por malvada mano de mujer, al infiltrar el veneno en la debilidad de su ser... ¿Quién fue? Sabiéndolo, lo callo».

La esposa despedazada al haber perdido a su única hija que ni siquiera había cumplido los dos años edad, no imaginó el rugido de león herido, lastimado en lo más profundo de su ser, que el Centauro del Norte profirió al terminar de leer la nota redactada con un sentido poético, una de las fibras innegables de la madre. Pancho Villa, puesto súbitamente de pie, lanzó un terrible alarido al tiempo que de un puñetazo destruía la endeble cubierta de la mesa de madera ubicada en el centro de su tienda de campaña. Mientras se enjugaba las lágrimas y arrugaba la hoja de papel humedecida por el sudor, con la boca pastosa juraba venganza a gritos enloquecedores.

—¿Envenenar a una niñita? ¡Cabrones! ¿Y esa niñita tenía que ser mi hija? ¡Ay!, Dios, ¿quién te entiende, carajo! Muérete junto con estos miserables de San Andrés que probarán, mis balas, mis sogas y mis manos. Les sacaré las tripas y los ojos con mis dedos. ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios...! Nadien será sometido a juicio. Juro por el diablo que no! quedará un solo federal en ese pueblo. ¡Ensillen mi caballo! ¡Levanten el campo, pero ya! No hay tiempo que perder —demandaba furioso con el rostro congestionado, el bigote lleno de mocos, sin dejar de escupir a un lado u otro—. No quiero sobrevivientes, no, no quiero ni uno solo. Aquí no hay inocentes, todos son culpables de haber asesinao a mi pequeña y matado las ilusiones de mi Luz, Luz, Lucecita, no sufras... Ya voy, ya voy amor, ya voy a tu lado...

—Pero mi general, si al enemigo lo tenemos a tiro de pichón, ahí se ve la humareda de sus fogatas...

—No es éste el enemigo con el que quiero batirme el día de hoy: guarden las cosas. Prepárensen, nos vamos. La marcha será cabrona. No descansaremos, se muera quien se muera en el camino.

Nadie se atrevía a contradecir las órdenes de Villa, menos, mucho menos, si su determinación se palpaba, como en aquella ocasión, al escuchar el timbre severo de su voz.

Muy pocos conocían las veredas, los atajos y los vericuetos de la sierra como Pancho Villa. Él encabezaba, a veces a galope a veces al trote y otras tantas al paso, la marcha en dirección a San Andrés, Chihuahua. No abrió la boca en todo el trayecto ni volvió a amenazar ni dio explicaciones; sólo hicieron un pa! de pausas para comer, hasta llegar a su destino. Al rodear el pueblo con sus cañones y ubicar a la caballería, decidió la mejor estrategia para que entrara la infantería a bayoneta calada. Imposible bombardear el pueblo hasta que no quedara una piedra encima de la otra porque ahí se encontraba Luz. No correría ese riesgo a ningún precio. Huerta sabía que en San Andrés vivía la familia Villa y de ahí que la hubiera reforzado militarmente. ¿Cómo dudar que atrás del asesinato de la pequeña Luz Elena estaba la mano perversa del Chacal? Ya se verían las caras...

Las fuerzas del Centauro arrollaron materialmente a las federales. Sin embargo, desde el fuerte de la guarnición, las ametralladoras, las bombas y la artillería gruesa causaban numerosas bajas entre los villistas. En aquella ocasión muy pocos llegaron a saber que no defendían la causa de la democracia. A la voz del general Villa de que hace más quien quiere que quien puede, después de una aguerrida batalla ciertamente encarnizada, cayeron los enemigos, los huertistas que habían tomado San Andrés y se entregaron agitando una bandera blanca a las tropas villistas, esperando, claro está, un trato civilizado como correspondía a unos prisioneros de guerra. Otros, más escépticos, principalmente los jefes y altos oficiales, dudando del respeto obligado que se le debía conceder a los vencidos, decidieron huir y esconderse en casas amigas, en el entendido de que el pueblo estaba cercado y resultaba imposible internarse en el bosque para tratar de ponerse a salvo.

Al apearse, Villa ordenó que metieran a los cuatrocientos prisioneros en un corral improvisado, bien vigilado para que no escapara ninguno. Uno a uno, los vio a la cara como si buscara alguna mirada que delatara la complicidad en el envenenamiento de Luz Elena. Ninguno exhibía más allá de un justificado pánico al prever la suerte que le esperaba. Fracaso: todos tenían rostro de criminales. Ante la imposibilidad de identificar al culpable, ordenó que fueran sacados en grupos de seis para fusilarlos de inmediato, colocándolos de espaldas a unos enormes sacos de maíz y pasturas. Después de dispararles el tiro de gracia, los cadáveres se acumulaban en pequeños montículos, en tanto se escuchaban los gritos y los ruegos del resto de los federales que suplicaban piedad. De vez en cuando se oían tiros aislados de algún audaz que intentaba fugarse y escapar, de una muerte irremediable.

—Mi general Villa —gritó de repente el famoso Chicote—, es una chinga estar haciendo agujeros pa' enterrar tanto pinche pelón, ¿por qué mejor no rociamos los cuerpos con harta gasolina y los quemamos? Estos cabrones no se merecen ni una gota de nuestro sudor. Además al ratito van a apestar —adujo de modo que lo escucharan el resto de los federales apresados.

—A mí lo que me importa es que los mates, luego hazle como quieras, Chicotito.

Las descargas retumbaban, una a una, en el infinito, estremeciendo los hogares del pueblo, en tanto continuaban las humaredas negras con olor a carne asada que recorrían San Andrés. Las pilas de cuerpos fueron creciendo, según se acumulaban más cadáveres de modo que se hicieran piras más grandes con la idea de ahorrar combustible.

Sin embargo, Villa no satisfacía sus apetitos de venganza. Entre la tropa no distinguía la presencia de los altos mandos ni de los oficiales encargados de la guarnición. Cualquiera de ellos podía haber recibido la orden de Huerta para matar a la pequeña Luz Elena. Fue entonces cuando ordenó, golpeándose rabiosamente con el fuete en las botas, que los enemigos fueran buscados casa por casa, granero por granero, sótano tras sótano, azotea tras azotea, pozo tras pozo...

No pasó mucho tiempo antes de que apareciera una línea de uniformados que fueron conducidos al panteón para ser pasados por las armas, baleados de dos en dos o de tres en tres para ahorrar parque y no desperdiciarlo con esos cochinos cobardes, asesinos de una menor. Villa en persona remató con tiros en la cabeza a muchos de ellos hasta que una hinchazón del dedo índice le impidió seguir apretando el gatillo.

Después de la masacre besó a Luz Corral, lloró, imploró venganza envuelto eh lágrimas hasta caer de rodillas abrazado a las faldas de su esposa. El dolor era profundo, irreparable e inevitable. La pérdida de sus. hijos de otros matrimonios o de otras relaciones nunca le había significado tanta pena. Luz Corral gemía desconsolada mientras acariciaba la cabeza del Centauro, apretándola contra sus piernas. Jamás podría volver a llenar ese vacío. Algo se lo decía. La vida no la premiaría con otro retoño, con otro fruto del amor entre ella y Pancho. Lloraba por la pequeña Luz Elena, por esa pérdida tan dolorosa, y también lo hacía por su marido, por ella, por ambos. No podía imaginarse siquiera su destino si Victoriano Huerta llegaba a ganar el movimiento armado. Tendrían que huir como un par de muertos de hambre a Estados Unidos a ganarse la vida como peones. En aquel país nunca dejarían de ser unos desconocidos, Tampoco podía olvidar el alcance del brazo armado del Chacal quien, una vez erigido como vencedor, sin duda mandaría matar tanto a Carranza y Obregón como a Villa. Motivos para llorar los tenía todos, más aún si no perdía de vista las recurrentes infidelidades de su marido, quien materialmente se derrumbaba ante la presencia de cualquier mujer hermosa.

Villa abandonó San Andrés unos días después. La revolución continuaba, imposible detenerla. La batalla de Torreón implicaría un parteaguas militar en el desarrollo del movimiento armado. Resultaba imperativo erigirse como triunfador en el campo del honor.

—¿No te pareció una villanía, una verdadera villanía, que a tan sólo un mes de muerta tu pequeña hija Luz Elena ya te anduvieras enredando con Juanita Torres, en Torreón? Sí, sí, la muchacha regordeta de bella mirada y facciones graciosas, la vestida de blanco como todas las mujeres que te gustan y que conociste en el Casino de la Laguna...

—No, no era una villanía, de ninguna manera. Los hombres tenemos nuestras necesidades y más hambre de mujer que las mujeres de hombres. Haz de cuenta que ellas hubieran nacido sólo pa' traer chamacos al mundo. No les interesa andar pa'rriba y pa'bajo buscando machos, de la misma manera que yo sí ando pa'rriba y pa'bajo buscando hembras, y esta Juanita Torres, la empleadita de la Torreón Clothing Company, era un manjar.

—¿Pero y tu hija muerta? ¿Acaso has escuchado alguna vez en tu existencia la palabra luto? ¿No se merecía ella que guardaras luto en su memoria?

—Ya nadie me va a devolver a mi hija. La perdí para siempre. Si el luto me la fuera a devolver, te juro que me vestía de negro hasta el último día de mi vida, pero como por ahí andaba Juanita, nimoó que no la atacara yo.

—Pero si era la novia de un oficial del ejército y se negaba a acostarse contigo.

—En el ejército hay jerarquías y el oficialito ese estaba obligao a respetar las instrucciones de su general, de modo que fui por ella. Fui por ella porque era parte de mi botín de guerra y porque quienes nos jugamos la vida todos los días, nos merecemos alguna recompensa.

—¿Aun en contra de la voluntad de la muchacha?

—¿Cuál en contra de su voluntad? Al final todas quedan encantadas y agradecidas. Algo aprenderían de las encerronas de dos o tres días conmigo, te lo aseguro. Deberían considerarse privilegiadas.

—Pues a mí me parece una gran cobardía que, a pesar de que ella rehusaba tu ofrecimiento de pasar la noche contigo; te hubieras atrevido a mandar un destacamento de soldados para que la sacara por la fuerza de su casa y te la entregaran en tu cuartel, sin que escucharas ni sus lamentos ni sus súplicas. La violaste sin tentarte el corazón. —Perdóname pero yo le pedí su santa mano a su familia.

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