Read Anatomía de un instante Online
Authors: Javier Cercas
Resuelto a convertir a Suárez en el presidente del gobierno que llevara a cabo la reforma, el 1 de julio de 1976 el Rey obtuvo la dimisión de Arias Navarro; no tenía las manos libres, sin embargo, para nombrar a su sustituto: de acuerdo con la legislación franquista, debía elegir entre la terna de candidatos que le presentase el Consejo del Reino, un organismo consultivo donde se sentaban algunos de los miembros más conspicuos del franquismo ortodoxo. Pero, gracias a la astucia y a la habilidad de Fernández Miranda, que presidía el Consejo y llevaba meses preparándolo para ello, al mediodía del 3 de julio el Rey recibió una terna que incluía el nombre del elegido. Suárez lo sabía; mejor dicho: sabía que iba en la terna, pero no sabía que era el elegido; mejor dicho: no lo sabía pero lo intuía, y aquella tarde de sábado, mientras aguardaba la llamada del Rey en su casa de Puerta de Hierro —por fin vivía en Puerta de Hierro y por eso era ministro y podía ser presidente del gobierno —, las dudas lo consumían. En sus últimos años de lucidez Suárez recordó algunas veces esa escena en público, al menos una de ellas en televisión, viejo, canoso y con la misma sonrisa melancólica de triunfo con que Julien Sorel o Lucien Rubempré o Frédéric Moreau hubieran recordado al final de su vida su momento máximo, o con la misma irónica sonrisa de fracaso con que un hombre que ha vendido su alma al diablo recuerda pasados muchos años el momento en que el diablo cumplió finalmente su parte del trato. Suárez conocía las cábalas del Rey y Fernández Miranda, las seguridades de Fernández Miranda y las dudas del Rey, sabía que el Rey apreciaba su fidelidad, su encanto personal y la eficacia que había demostrado en el gobierno, pero no estaba seguro de que a última hora la prudencia o el temor o el conformismo no le aconsejaran olvidar el atrevimiento de nombrar a un segundón de la política y un casi desconocido para la opinión pública como él y optar por la veteranía de Federico Silva Muñoz o Gregario López Bravo, los otros dos integrantes de la terna. Nunca había querido ser otra cosa, nunca había soñado con ser otra cosa, siempre había sido un asceta del poder, y ahora que todo parecía dispuesto para permitirle saciar su hambre en carne viva y su ambición de plenitud vital intuía que si no lo conseguía ya no iba a conseguirlo nunca. Se sentó impaciente junto al teléfono y por fin, en algún momento de la tarde, el teléfono sonó. Era el Rey; le preguntó qué estaba haciendo. Nada, contestó. Estaba ordenando papeles. Ah, dijo el Rey, y a continuación le preguntó por su familia. Están de veraneo, explicó. En Ibiza. Yo me he quedado solo con Mariam. Él sabía que el Rey sabía que él sabía, pero no dijo nada más y, tras un silencio brevísimo que vivió como si fuera eterno, se decidió a preguntarle al Rey si quería algo. Nada, dijo el Rey. Sólo saber cómo estabas. Luego el Rey se despidió y Suárez colgó el teléfono con la certeza de que el monarca se había acobardado y había nombrado a Silva o a López Bravo y no había tenido valor para darle la noticia. Poco después volvió a sonar el teléfono: volvía a ser el Rey. Oye, Adolfo, le dijo. ¿Por qué no vienes para acá? Quiero hablarte de un asunto. Trató de dominar la euforia y, mientras se vestía y cogía el Seat 127 de su mujer y conducía hacia la Zarzuela entre el tráfico escaso de un fin de semana veraniego, a fin de protegerse de un desengaño contra el que estaba indefenso se repitió una y otra vez que el Rey sólo le llamaba para pedirle disculpas por no haberlo elegido, para explicarle su decisión, para asegurarle que seguía contando con él, para envolverlo en protestas de amistad y de afecto. En la Zarzuela le recibió un ayudante de campo, que le hizo esperar unos minutos y luego le invitó a entrar en el despacho del Rey. Entró, pero no vio a nadie, y en aquel momento pudo experimentar una aguda sensación de irrealidad, como si estuviese a punto de concluir bruscamente una representación teatral que llevaba muchos años interpretando sin saberlo. De ese segundo de pánico o de desconcierto lo sacó una carcajada a sus espaldas; se volvió: el Rey se había escondido detrás de la puerta de su despacho. Tengo que pedirte un favor, Adolfo, le dijo a bocajarro. Quiero que seas presidente del gobierno. No dio un alarido de júbilo; todo lo que consiguió articular fue: Joder, Majestad, creí que no ibas a pedírmelo nunca.
El 18 de febrero de 1981, cinco días antes del golpe de estado, el periódico
El País
publicó un editorial en el que comparaba a Adolfo Suárez con el general De la Rovere. Era otro cliché, o casi: en el pequeño Madrid del poder de principios de los ochenta —en ciertos círculos de la izquierda de ese pequeño Madrid— comparar a Suárez con el colaboracionista italiano del nazismo convertido en héroe de la resistencia que protagonizaba una vieja película de Roberto Rossellini era casi tan común como mencionar el nombre del general Pavía cada vez que se mencionaba la amenaza de un golpe de estado. Pero, aunque hacía tres semanas que Suárez había dimitido de su cargo de presidente y este hecho tal vez invitaba a olvidar los errores y recordar los aciertos del hacedor de la democracia, el periódico no recurría a la comparación para ensalzar la figura de Suárez, sino para denigrarla. El editorial era durísimo. Se titulaba «Adiós, Suárez, adiós» y contenía no sólo reproches implacables a su pasividad como presidente en funciones, sino sobre todo una enmienda global de su gestión al frente del gobierno; el único mérito que parecía reconocerle consistía en haberse investido de la dignidad de un presidente democrático para frenar durante años a los restos del franquismo, «como un general De la Rovere convencido y transmutado en su papel de defensor de la democracia». Pero acto seguido el periódico le regateaba a Suárez ese honor de consolación y lo acusaba de haberse rendido con su renuncia al chantaje de la derecha. «El general De la Rovere murió fusilado —concluía—, y Suárez se ha ido deprisa y corriendo, con un sinfín de amarguras y con muy pocas agallas.»
¿Conocía Suárez la película de Rossellini? ¿Leyó el editorial de
El País
? A Suárez le gustaba mucho el cine: de joven había sido un asiduo espectador de sesiones dobles, y ya de presidente era rara la semana en que no veía más de una de las películas que su mayordomo Pepe Higueras conseguía a través de Televisión Española y proyectaba en 16 mm en un salón de la Moncloa (a veces veía esas películas con la familia o con invitados de la familia; con frecuencia las veía solo, de madrugada: Suárez dormía poco y se alimentaba mal, a base de café negro, cigarrillos negros y tortillas francesas); sus gustos de cinéfilo no eran sofisticados —disfrutaba sobre todo con las películas de aventuras y las comedias americanas—, pero no es imposible que viera la película de Rossellini cuando en 1960 se estrenó en España, o incluso que la viera años más tarde en la Moncloa, curioso por conocer al personaje con quien le comparaba la gran cloaca madrileña. En cuanto al editorial de
El País
, es probable que lo leyese; aunque en los meses de asedio político y derrumbe personal que precedieron al golpe no permitía que los periódicos llegaran a las dependencias familiares sin ser expurgados, para ahorrarles a su mujer y a sus hijos las andanadas cotidianas de que era objeto, Suárez continuaba leyéndolos, o al menos continuaba leyendo
El País
: desde el mismo día de su nombramiento hasta el de su dimisión, el periódico había sido un crítico muy severo de su mandato, pero, porque representaba la izquierda intelectual, moderna y democrática que su mala conciencia irredenta de antiguo falangista envidiaba y que desde hacía años soñaba con representar, ni un solo instante había dejado de tenerlo en cuenta ni quizá de buscar en secreto su aprobación, y por eso tanta gente en su partido y fuera de él le acusaba de gobernar con un ojo puesto en sus páginas. Ignoro si efectivamente Suárez leyó el 18 de febrero el editorial de
El País
; si lo hizo, debió de sentir una humillación profunda, porque nada podía humillar tanto al antiguo gallito falangista como ser acusado de cobarde, y pocas cosas pudieron satisfacerlo más que demostrar cinco días después que la acusación era falsa. Ignoro si efectivamente Suárez tuvo el capricho o la curiosidad de ver la película de Rossellini cuando ya era presidente del gobierno y tantos lo identificaban con su protagonista; si lo hubiera hecho, quizá habría sentido la misma emoción profunda que sentimos cuando vemos fuera de nosotros lo que llevamos dentro de nosotros y, si la hubiera recordado tras el 23 de febrero, quizá habría pensado en la extraña propensión de lo real a dejarse colonizar por los clichés, a demostrar que, pese a ser verdades fosilizadas, no por ello dejan de ser verdad, o de prefigurarla.
El general De la Rovere narra una fábula ambientada en una harapienta y ruinosa ciudad italiana ocupada por los nazis. El protagonista es Emmanuele Bardone, un chisgarabís apuesto, simpático, mentiroso, trapacero, mujeriego y jugador, un pícaro sin escrúpulos que extorsiona a las familias de los prisioneros antifascistas con el embuste de que emplea el dinero que le entregan en aliviar la cautividad de sus parientes. Bardone es también un camaleón: ante los alemanes es un partidario fervoroso del Reich; ante los italianos, un solapado adversario del Reich; ante unos y otros despliega todas sus dotes de seductor, y a unos y a otros consigue convencerlos de que no hay nadie en el mundo más importante que ellos y de que está dispuesto a desvivirse por su causa. El destino de Bardone empieza a cambiar el día en que los alemanes matan en un rutinario control de carretera al general De la Rovere, un aristocrático y heroico militar italiano recién regresado al país para articular la resistencia frente al invasor; para el coronel Müller —el jefe de las fuerzas ocupantes en la ciudad—, se trata de una pésima noticia: de haber sido hecho prisionero, De la Rovere hubiera podido ser de utilidad; muerto, no tiene ninguna. Müller decide entonces propagar que De la Rovere ha caído prisionero, y muy pronto Bardone, cuyo talento de histrión ha conocido el coronel hace poco y cuyos trapicheos con un oficial corrupto ha desenmascarado en seguida, le ofrece la posibilidad de sacar partido de ese bulo: Müller le propone librarle del paredón y le ofrece la libertad y dinero a cambio de que acepte hacerse pasar por el general De la Rovere e ingrese en la cárcel, confiando en que podrá utilizar en el futuro su presencia en ella.
Bardone acepta el trato y es trasladado a una prisión saturada de presos antifascistas. Desde el primer momento el pícaro sin escrúpulos interpreta con aplomo el papel del aristócrata de izquierdas, y todo cuanto ve o experimenta en la cárcel parece ayudarle en su interpretación, sacudiendo su conciencia: el mismo día de su llegada lee en las paredes de su celda los mensajes póstumos de los partisanos fusilados; los prisioneros se ponen a sus órdenes y lo tratan con el respeto que merece quien personifica para ellos la promesa de una Italia en libertad, le preguntan por parientes y amigos que lucharon en unidades bajo su mando, bromean sobre el destino desdichado que les aguarda, le ruegan sin palabras que les infunda ánimos; uno de los presos que frecuenta Bardone se suicida antes que convertirse en delator; para afincarle en su papel de De la Rovere, más tarde los alemanes torturan al propio Bardone, lo que a punto está de encender un motín entre sus compañeros de cautiverio; más tarde todavía Bardone recibe una carta de la condesa De la Rovere en la que la mujer del general intenta confortar a su marido asegurándole que sus hijos y ella se encuentran bien y sólo piensan en ser dignos de su coraje y su patriotismo. Esta serie continuada de impresiones empieza a operar una sutil, casi invisible metamorfosis en Bardone, y una noche sobreviene lo insólito: durante un bombardeo aliado que provoca un griterío de pánico en la prisión Bardone exige salir de su celda; está temblando de miedo, pero, como si el personaje del general se hubiera apoderado momentáneamente de su persona, plantado en el corredor de la galería de los presos políticos e investido de la grandeza de De la Rovere Bardone aplaca el temor de sus compañeros levantando su voz en medio de un estruendo de batalla: «Amigos, os habla el general De la Rovere —dice—. Calma, dignidad, control. Sed hombres. Demostrad a esos canallas que no teméis a la muerte. Son ellos quienes deben temblar. Cada una de las bombas que caen nos acercan a su fin, a nuestro rescate».
Poco después de ese episodio el azar brinda al coronel Müller la oportunidad que aguardaba. Ha ingresado en la prisión un grupo de nueve partisanos capturados en una redada; entre ellos figura Fabrizio, el jefe de la resistencia, cuya identidad desconocen los alemanes: Müller le pide a Bardone que lo identifique primero y lo delate después. Por un momento Bardone duda, igual que si en su interior lucharan Bardone y De la Rovere; pero Müller le recuerda el dinero y la libertad prometidos y añade al soborno un salvoconducto con que escapar a Suiza, y finalmente vence Bardone. Aún no ha conseguido identificar éste a Fabrizio cuando muere a manos de la resistencia una alta autoridad fascista; en represalia, Müller debe fusilar a diez partisanos, y el coronel comprende que es el momento de facilitarle a Bardone su tarea de delator. La noche previa a la ejecución Müller encierra en una celda a veinte hombres, de entre los cuales saldrán las diez víctimas expiatorias; seguro de que a las puertas de la muerte Fabrizio se dará a conocer a De la Rovere, Müller incluye entre ellos a Bardone y a los nueve detenidos en la redada. Müller no se equivoca: a lo largo de la noche en capilla, mientras los reos buscan fuerzas o consuelo en la compañía valerosa del falso general De la Rovere, Fabrizio se identifica ante él finalmente, al amanecer, once detenidos salen de la celda; Bardone es uno de ellos, pero Fabrizio no. Camino del pelotón de fusilamiento formado en el patio de la cárcel, Müller retiene a Bardone, lo separa de la cuerda de condenados, le pregunta si ha conseguido averiguar quién es Fabrizio. Bardone fija la vista en Müller, pero no dice nada; bastaría con que pronunciase una palabra para que le permitiesen salir en libertad, con dinero suficiente para proseguir su vida interrumpida de mujeres y juego, pero no dice nada. Perplejo, Müller insiste: está seguro de que Bardone sabe quién es Fabrizio, está seguro de que en una noche como ésa Fabrizio le habrá dicho quién es. Bardone no aparta la vista de Müller. «¿Y usted qué sabe? —dice por fin—. ¿Ha pasado alguna vez una noche como ésa?» «¡Contésteme! —grita Müller furioso—. ¿Sabe quién es?» Por toda respuesta Bardone le pide a Müller lápiz y papel, garabatea unas líneas, se las entrega y, antes de que el coronel pueda comprobar si contienen el nombre verdadero de Fabrizio, le pide que se las haga llegar a la condesa De la Rovere. Mientras Bardone exige a un carcelero que le abra las puertas del patio, Müller lee el papel: «Mi último pensamiento es para vosotros —dice—. ¡Viva Italia!». El patio está cubierto de nieve; atados a sendos postes, diez hombres con los ojos vendados aguardan la muerte. Bardone —que ya no es Bardone sino De la Rovere, como si de algún modo De la Rovere siempre hubiera estado en él— ocupa su lugar junto a sus compañeros y, justo antes de caer bajo la descarga del pelotón de fusilamiento, se dirige a ellos. «Señores —dice—. En estos momentos supremos dediquemos nuestros pensamientos a nuestras familias, a la patria y a la majestad del Rey,» Y añade: «¡Viva Italia!».