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Authors: Javier Cercas
¿Qué es un político puro? ¿Es lo mismo un político puro que un gran político, o que un político excepcional? ¿Es lo mismo un político excepcional que un hombre excepcional, o que un hombre éticamente irreprochable, o que un hombre simplemente decente? Es muy probable que Adolfo Suárez fuera un hombre decente, pero no fue un hombre éticamente irreprochable, ni tampoco un hombre excepcional, o no al menos lo que suele considerarse un hombre excepcional; fue sin embargo, hechas las sumas y las restas, el político español más contundente y resolutivo del siglo pasado.
Hacia 1927 Ortega y Gasset intentó describir al político excepcional y acabó tal vez describiendo al político puro. Éste, para Ortega, no es un hombre éticamente irreprochable, ni tiene por qué serlo (Ortega considera insuficiente o mezquino juzgar éticamente al político: hay que juzgarlo políticamente); en su naturaleza conviven algunas cualidades que en abstracto suelen considerarse virtudes con otras que en abstracto suelen considerarse defectos, pero aquéllas no le son menos consustanciales que éstos. Enumero algunas virtudes: la inteligencia natural, el coraje, la serenidad, la garra, la astucia, la resistencia, la sanidad de los instintos, la capacidad de conciliar lo inconciliable. Enumero algunos defectos: la impulsividad, la inquietud constante, la falta de escrúpulos, el talento para el engaño, la vulgaridad o ausencia de refinamiento en sus ideas y sus gustos; también, la ausencia de vida interior o de personalidad definida, lo que lo convierte en un histrión camaleónico y un ser transparente cuyo secreto más recóndito consiste en que carece de secreto. El político puro es lo contrario de un ideólogo, pero no es sólo un hombre de acción; tampoco es exactamente lo contrario de un intelectual: posee el entusiasmo del intelectual por el conocimiento, pero lo ha invertido por entero en detectar lo muerto en aquello que parece vivir y en afinar el ingrediente esencial y la primera virtud de su oficio: la intuición histórica. Así es como la llamaba Ortega; Isaiah Berlin la hubiera llamado de otra forma: la hubiera llamado sentido de la realidad, un don transitorio que no se aprende en las universidades ni en los libros y que supone una cierta familiaridad con los hechos relevantes que permite a ciertos políticos y en ciertos momentos saber «qué encaja con qué, qué puede hacerse en determinadas circunstancias y qué no, qué métodos van a ser útiles en qué situaciones y en qué medida, sin que eso quiera necesariamente decir que sean capaces de explicar cómo lo saben ni incluso qué saben». El vademécum orteguiano del político puro no es inatacable; no lo he resumido aquí porque lo sea, sino porque propone un retrato exacto del futuro Adolfo Suárez. Es verdad que entre las cualidades del político puro Ortega apenas menciona de pasada la que con más insistencia se reprochó a Suárez en su día: la ambición; pero eso es así porque Ortega sabe que para un político, como para un artista o para un científico, la ambición no es una cualidad —una virtud o un defecto—, sino una simple premisa.
Suárez cumplía holgadamente con ella. El rasgo que mejor lo definió hasta que llegó al poder fue un hambre desaforada de poder: igual que uno de esos jóvenes salvajes de novela decimonónica que salen de la provincia para conquistar la capital-igual que el Julien Sorel de Stendhal, igual que el Lucien Rubempré de Balzac, igual que el Frédéric Moreau de Flaubert—, Suárez fue una ambición en carne viva y nunca se avergonzó de serlo, porque nunca aceptó que hubiera nada censurable en desear el poder; al contrario: pensaba que sin poder no había política y que sin política no había para él la menor posibilidad de plenitud vital. Fue un político puro porque nunca pensó que iba a ser otra cosa, porque nunca soñó que iba a ser otra cosa, porque era un asceta del poder dispuesto a sacrificarlo todo por conseguirlo y porque hubiese pactado sin dudarlo con el diablo a cambio de llegar a ser lo que llegó a ser. «¿Qué es para usted el poder?», le preguntó un periodista de París Match días después de ser nombrado presidente del gobierno, y Suárez sólo acertó a responder con su sonrisa deslumbrante de ganador y con unas palabras que no explicaban nada y lo explicaban todo: «¿El poder? Me encanta». Esta jubilosa desenvoltura lo dotó durante sus mejores años de una superioridad imbatible sobre sus adversarios, que veían en sus ojos una codicia insaciable y sin embargo eran incapaces de resistirse a ella y continuaban alimentándola a sus expensas. El poder político se convirtió en su instrumento de medro personal, pero sólo porque antes había sido una pasión exenta, voraz, y si tenía una visión idealizada hasta el mito de la dignidad de un presidente del gobierno era porque un presidente del gobierno constituía para él la máxima expresión del poder y porque durante toda su vida no había deseado otra cosa que ser presidente del gobierno.
Es cierto: fue un pícaro sin formación, fue un falangistilla de provincias, fue un arribista del franquismo, fue el chico de los recados del Rey; sus detractores tenían razón, sólo que su biografía demuestra que esa razón no es toda la razón. Poseía un talento de actor para el engaño, pero la primera vez que vio a Santiago Carrillo no le engañó: pertenecía a una familia de derrotados republicanos, varios de los cuales habían conocido durante la guerra las cárceles de Franco; nadie en su casa le inculcó, sin embargo, la menor convicción política, ni es fácil que nadie le hablara de la guerra excepto como de una catástrofe natural; sí es fácil en cambio que aprendiera desde niño a odiar la derrota del mismo modo que se odia una pestilencia familiar. Nació en 1932 en Cebreros, un pueblo vinícola de la provincia de Ávila. Su madre era hija de pequeños empresarios y también una mujer fuerte, devota y voluntariosa; su padre era hijo del secretario del juzgado y también un gallito simpático, presumido, trapacero, mujeriego y jugador. Aunque nunca acabó de llevarse bien con su padre —o tal vez por eso—, puede que en el fondo fuera igual que su padre, salvo por el hecho de que en su caso el ejercicio de esas inclinaciones y rasgos de carácter estaba del todo subordinado a la satisfacción de su único apetito verdadero. Fue un estudiante pésimo, que penó de colegio en colegio y que no pisó la universidad más que para examinarse de asignaturas que a menudo memorizaba sin entender; carecía del hábito sedentario de la lectura, y hasta el final de sus días le persiguió una leyenda, sólo al principio fomentada por él mismo, según la cual jamás había reunido paciencia suficiente para leer un libro desde la primera página hasta la última. Le interesaban otras cosas: las chicas, el baile, el fútbol, el tenis, el cine y las cartas. Era un vitalista hiperactivo y compulsivamente sociable, un líder de pandilla de barrio con una simpatía espontánea y un éxito indisputado entre las mujeres, pero cambiaba sin dificultad la euforia por el abatimiento y, aunque probablemente nunca visitó un psiquiatra, algunos amigos íntimos siempre lo consideraron carne de psiquiatra. El lenitivo contra sus fragilidades psicológicas fue una maciza religiosidad que lo arrojó en los brazos de Acción Católica y encauzó su vocación de protagonismo permitiéndole fundar y presidir desde la adolescencia asociaciones piadosas con inocuas pretensiones políticas. A finales de los años cuarenta o principios de los cincuenta, en una ciudad como Ávila, amurallada por la gazmoñería provinciana del nacionalcatolicismo, Adolfo Suárez encarnaba a la perfección el ideal juvenil de la dictadura: un muchacho de orden, católico, guapo, jovial, deportista, audaz y emprendedor, cuyas ambiciones políticas se hallaban cosidas a sus ambiciones sociales y económicas y cuya mentalidad de obediencia y sacristía ni siquiera imaginaba que nadie pudiera cuestionar los fundamentos y mecanismos del régimen, sino sólo servirse de ellos.
Todo parecía augurarle un futuro radiante, pero de un día para otro todo pareció derrumbarse. A principios de 1955, cuando acababa de cumplir veintitrés años, de terminar a trancas y barrancas la carrera de derecho y de conseguir su primer trabajo remunerado en la Beneficencia de Ávila, su padre escapó de la ciudad envuelto en un escándalo de negocios, abandonando a la familia. Suárez padeció esta deserción como un cataclismo: además del desgarro afectivo, la huida del padre suponía el oprobio social y la penuria económica para una familia numerosa cuyas estrecheces de dinero no se correspondían con su buena posición en la ciudad; es probable que, presa de la hipocondría e incapaz de hacer frente con su sueldo de aprendiz a las necesidades de su madre y de sus cuatro hermanos menores, Suárez meditara con alguna seriedad la escapatoria de ingresar en el seminario. Un golpe de suerte lo libró de sus tribulaciones. En el mes de agosto Suárez conoció a Fernando Herrero Tejedor, un joven fiscal falangista y militante del Opus Dei que acababa de ser nombrado gobernador civil y jefe provincial del Movimiento en Ávila y que, gracias a la recomendación de uno de sus profesores particulares, le dio trabajo en el gobierno civil, lo que le permitió completar su sueldo en la Beneficencia, ingresar en la estructura del partido único y cultivar la amistad de un personaje poderoso y bien relacionado que con los años se convertiría en su mentor político. La alegría, sin embargo, duró poco tiempo: en 1956 Herrero Tejedor fue destinado a Logroño, Suárez perdió su empleo y al año siguiente, sin dinero y sin esperanza de prosperidad en la provincia, decidió probar fortuna en Madrid. Allí se reencontró con su padre, allí montó con él un despacho de procurador de los tribunales (un oficio que su padre ya había desempeñado de forma irregular en Ávila), allí consiguió reunir de nuevo bajo el mismo techo a su padre, su madre y alguno de sus hermanos, en un piso de la calle Hermanos Miralles. Pero al cabo de sólo unos meses las cosas volvieron a torcerse: su padre volvió a meter a la familia en enredos de dinero y Suárez rompió con él, abandonó el despacho y se fue a vivir por su cuenta a una pensión. Tal vez que en esa época tocara fondo, aunque poco sabemos de ella a ciencia cierta: se dice que apenas tenía conocidos en Madrid, que veía ocasionalmente a su madre y que se ganaba la vida con trabajos esporádicos, acarreando maletas en la estación de Príncipe Pío o vendiendo electrodomésticos puerta a puerta; se dice que pasó apuros, que pasó hambre, que callejeaba mucho. Algunos apologistas de Suárez recurren a los aprietos reales de esos días para pintar a un
self-made man
que conoció la miseria y que ignoró los privilegios en que crecieron los políticos del franquismo; la pintura no es falsa, siempre que no se olvide que el episodio fue brevísimo y que, mientras duró, Suárez sólo fue un señorito de provincias en horas bajas, desterrado en la capital a la espera de una oportunidad digna de su ambición. Quien se la proporcionó fue de nuevo Herrero Tejedor, que desempeñaba por entonces el cargo de delegado nacional de provincias en la Secretaría General del Movimiento y que, en cuanto el padre de un amigo de Suárez le contó su situación y le pidió trabajo para él, se apresuró a nombrarlo su secretario personal. Esto ocurrió en el otoño de 1958. A partir de esa fecha, y hasta la muerte de Herrero Tejedor en 1975, Suárez apenas se separó de su tutela; a partir de esa fecha, y hasta que él mismo acabó destruyéndolo, Suárez apenas se separó un momento del poder franquista, porque ése fue el inicio modestísimo de su escalada peldaño a peldaño en la jerarquía del Movimiento. Antes de que la iniciara, sin embargo, había ocurrido otra cosa, y es que Suárez había conocido en Ávila a Amparo Illana, una joven guapa, rica y con clase de la que se enamoró inmediatamente y con la que aún tardaría cuatro años en contraer matrimonio; por entonces estaba a punto de marcharse a Madrid con una mano en cada bolsillo, y el primer día en que visitó la casa de su futura mujer el padre de ésta —coronel jurídico y tesorero de la Asociación de Prensa de Madrid-le interrogó sobre su forma de ganarse la vida. «Me la gano mal-contestó él, con su chulería intacta de gallito abulense—. Pero no se preocupe: antes de los treinta años seré gobernador civil; antes de los cuarenta, subsecretario; y antes de los cincuenta, ministro y presidente del gobierno.»
Puede que la anécdota anterior sea falsa —una más de las leyendas que nimban su juventud—, aunque lo cierto es que Suárez cumplió punto por punto aquel programa. En el orden cerrado y piramidal del poder franquista, donde el servilismo era una herramienta imprescindible de promoción política, hacerlo le exigió antes que nada emplear a fondo todo su arte para la simpatía y toda su capacidad de adulación. Como secretario de Herrero Tejedor su trabajo consistía en llevar la correspondencia, concertar citas y atender visitas, muchas de ellas de jerarcas del partido y gobernadores civiles de paso por Madrid, ninguno de los cuales olvidaría en el futuro al falangista apuesto, diligente y entusiasta que los saludaba levantando el brazo en un remedo del saludo fascista (¡A tus ordenes, jefe!) y los despedía con un remedo de taconazo militar (¿Me ordenas algo más?). Fue así como empezó a labrar su prestigio de cachorro falangista y a ascender posiciones en el escalafón de dos enclaves estratégicos del régimen: la Secretaría General del Movimiento y el Ministerio de Presidencia del Gobierno; y fue así como, sin abandonar la lealtad a Herrero Tejedor, comenzó a ganarse la confianza de los dos subalternos del dictador que a mediados de los años sesenta acaparaban más poder efectivo en España y representaban la posibilidad más viable de un futuro franquismo sin Franco: el almirante Luis Carrero Blanco, ministro de la Presidencia, y Laureano López Rodó, ministro comisario del Plan de Desarrollo. Para ese momento Suárez ya conocía como pocos hasta la última covachuela del poder, había desarrollado un sexto sentido con que captar el menor seísmo en la delicada tectónica que lo sostenía y se había doctorado con todos los honores en la disciplina refinadísima de circular entre las enfrentadas familias del régimen sin crearse enemigos inmanejables, consiguiendo la proeza de que todas ellas, desde los falangistas hasta los miembros del Opus Dei, lo consideraran uno de los suyos. Lejos quedaba aún la época en que el pequeño Madrid del poder se convertiría para él en la gran cloaca madrileña: ahora esa misma ciudad lo hechizaba con el brillo sobrenatural de una joya exquisita; su biógrafo menos indulgente, Gregorio Morán, ha descrito con detalle las estrategias de arribista que usó su voluntad de conquistarla. Según Morán, Suárez colmaba de atenciones a quienes necesitaba cautivar, visitaba con cualquier excusa sus casas y sus despachos, se desvelaba por ganarse a sus familiares y, manejando datos de primera mano acerca de las interioridades del poder y de las corruptelas y flaquezas de quienes lo ejercían, traía y llevaba noticias, chismorreos y rumores que lo volvían un informador valiosísimo y le abrían paso en su escalada. No reparaba en métodos, no escatimaba recursos. En 1965 fue nombrado director de Programas de Radiotelevisión Española; su jefe era Juan José Rosón, un sobrio gallego insensible a su talento y su encanto con quien mantenía relaciones no muy cordiales: procuró mejorarlas mudándose con su familia a un piso del mismo inmueble donde él residía. Hacia esa misma época decidió que su próximo destino debía ser el de gobernador civil; se trataba de un cargo muy apetecido porque en aquellos años un gobernador civil atesoraba un enorme poder en su provincia y, a fin de atraer a su causa al ministro de Gobernación, Camilo Alonso Vega —íntimo de Franco y en gran parte responsable del nombramiento de los gobernadores civiles—, durante tres veranos consecutivos alquiló un apartamento vecino al que ocupaba cada año el ministro en una urbanización de Alicante y lo sometió a un asedio sin pausa que empezaba con la misa diaria de la mañana y terminaba con la última copa de la madrugada. En 1973, cuando ya albergaba esperanzas fundadas de conseguir un ministerio, concibió la idea genial de alquilar un chalet de veraneo a sólo unos metros del palacio de La Granja, en Segovia, en cuyos jardines se celebraba cada año y durante un día entero el aniversario del inicio de la guerra civil en presencia de Franco y de los principales gerifaltes del franquismo; Suárez invitaba al chalet a unos cuantos elegidos, quienes, antes y después de la recepción eterna, del almuerzo desabrido y del espectáculo que infligía a los asistentes el ministro de Información y Turismo, gozaban del privilegio de aliviarse del calor desalmado de cada 18 de julio, de ahorrarse la tortura de recorrer los ochenta kilómetros que separaban el palacio de Madrid con los trajes de noche y los esmóquines pegados por el sudor al cuerpo, y de ser agasajados por el anfitrión, cuya simpatía y hospitalidad generaban en ellos sentimientos de gratitud perdurable.