Anatomía de un instante (42 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Anatomía de un instante
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No hubiera debido ocurrir, porque la idea del Estado de las Autonomías era por lo menos tan válida como la de los Pactos de la Moncloa y casi tan necesaria como la de elaborar una Constitución. Tal vez Suárez no sabía una sola palabra de historia, según repetían sus detractores, pero lo que sí sabía es que la democracia no iba a funcionar en España si no satisfacía las aspiraciones del País Vasco, Cataluña y Galicia a ver reconocidas sus singularidades históricas. y lingüísticas y a gozar de una cierta autonomía política. El título VIII de la Constitución, donde se define la organización territorial del estado, pretendía responder a esas antiguas demandas; previsiblemente, su redacción encendió una batalla entre los partidos políticos cuyo saldo fue un texto híbrido, confuso y ambiguo que dejaba casi todas las puertas abiertas y que, para ser aplicado con un éxito inmediato, hubiera exigido una astucia, una sutileza, una capacidad de conciliar lo inconciliable y una intuición histórica o un sentido de la realidad que hacia principios de 1979 Suárez perdía ya de forma acelerada.

Todo empezó mucho antes de la aprobación de la Constitución y empezó bien, o como mínimo empezó bien para Suárez, que realizó en Cataluña un nuevo pase de magia: a fin de conjurar el peligro de que la izquierda que había ganado allí las elecciones generales formara un gobierno autonómico de izquierdas, Suárez se sacó de la manga a Josep Tarradellas, el último presidente del gobierno catalán en el exilio, un viejo político pragmático que garantizaba a la vez el apoyo de todos los partidos catalanes y el respeto a la Corona, el ejército y la unidad de España, de forma que su regreso en octubre de 1977 tradujo el restablecimiento tras cuarenta años de una institución republicana en una herramienta legitimadora de la monarquía parlamentaria y en una victoria del gobierno de Madrid. En Galicia las cosas no funcionaron tan bien, y en el País Vasco aún menos. Muchos militares acogieron el anuncio de la autonomía de esos tres territorios como el anuncio del desmembramiento de España, pero los auténticos problemas surgieron más tarde; más tarde y en más de un sentido por culpa de Suárez o del general De la Rovere que dentro de Suárez se atropellaba para expulsar a Emmanuele Bardone: dado que con manifiesta incongruencia en la España de aquellos años nacionalismo e izquierda se identificaban, dado que con manifiesta congruencia se identificaban izquierda y descentralización del estado, en parte para arrimarse a la izquierda y en todo caso para que nadie pudiera acusarlo de discriminar a nadie —para continuar siendo el más justo, el más moderno y el más audaz— Suárez se apresuró a conceder la autonomía a todos los territorios, incluidos aquellos que nunca la habían solicitado porque carecían de conciencia o ambición de singularidad, con el corolario de que antes incluso de que se celebrara el referéndum constitucional aparecieran casi de un día para otro catorce gobiernos preautonómicos y empezaran a discutirse catorce estatutos de autonomía cuya aprobación hubiera exigido celebrar a toda prisa decenas y decenas de referendos y elecciones regionales en medio de una floración improvisada de particularismos vernáculos y de una guerra larvada de recelos y agravios comparativos entre comunidades. Era más de lo que un estado secularmente centralista podía soportar en pocos meses sin amenazar con desarbolarse, y empezó a cundir la alarma incluso entre los nacionalistas y los partidarios más entusiastas de la descentralización ante una huida hacia delante cuyo final nadie vislumbraba y cuyas consecuencias casi todos empezaron a temer. Hacia finales de 1979 el propio Suárez pareció advertir que el desorden galopante con que se estaba llevando a cabo la descentralización del estado democrático entrañaba una amenaza para la democracia y para el estado, así que intentó dar marcha atrás, racionalizarla o ralentizarla, pero para entonces ya se había transformado en un político ortopédico y sin recursos, y el amago de frenazo sólo consiguió dividir al gobierno y a su partido y hacerle acreedor de una impopularidad que a principios del año siguiente le llevó a perder en menos de un mes, de forma sucesiva y aparatosa, un referéndum en Andalucía, unas elecciones en el País Vasco y otras en Cataluña. Es verdad que nadie le ayudó a arreglar el desaguisado: durante la primavera y el verano de 1980 ya todo valía contra él y, en vez de intentar apuntalarlo como habían hecho durante sus primeros años de mandato —porque entendieron que apuntalarlo significaba apuntalar la democracia—, los partidos políticos se obsesionaron con derribarlo a cualquier precio, sin entender que derribarlo a cualquier precio significaba contribuir a derribar la democracia; pero no fue sólo esa obsesión: articular territorialmente el estado era quizá el problema central del momento, y ningún asunto como éste desnudó la indigencia y la frivolidad temeraria de una clase política que a cuenta de él se enzarzó a lo largo de 1980 en reyertas delirantes, persiguió sin escrúpulos posiciones de ventaja, fomentó una apariencia de caos universal y se ganó un descrédito acelerado, colocando al país en una tesitura cada vez más precaria mientras la segunda crisis del petróleo disipaba la fugaz bonanza atraída por los Pactos de la Moncloa, estrangulaba la economía y abandonaba a la mitad de los trabajadores en el paro, y mientras ETA buscaba el golpe de estado asesinando militares en la campaña terrorista más despiadada de su historia. Ése fue el humus omnívoro en que nació y creció el 23 de febrero, y la torpeza de Suárez para manejar el arranque del Estado de las Autonomías alimentó su voracidad como no lo hizo acaso ninguna de las torpezas que cometió por entonces. Visto con la perspectiva del tiempo, sin embargo, es por lo menos exagerado afirmar que en aquellos días la situación era objetivamente catastrófica y que el país se precipitaba sin control hacia su desintegración, pero eso es al parecer lo que pensaba todo el mundo en vísperas del golpe de estado; no sólo los militares golpistas: todo el mundo, incluidos algunos de los pocos que el 23 de febrero tuvieron el valor de dar la cara por la democracia desde el primer momento. El penúltimo día de diciembre de 1980
El País
pintaba un cuadro de fin del mundo en el que el desbarajuste territorial auguraba una solución violenta; después de acusar de irresponsabilidad a todos los partidos políticos sin excepción y de reprocharles su ignorancia culpable del punto de llegada del Estado de las Autonomías, o su interesado desinterés por definirlo, concluía el editorial: «Una descomposición política menos grave que la que aquí […] se apunta llevó a Companys a sublevarse, el 6 de octubre de 1934, contra un gobierno central de coalición derechista, y a una fracción socialista a promover la desesperada intentona de Asturias». Puesto que ése era el diagnóstico prerrevolucionario del periódico que mejor representaba a la izquierda española, tal vez cabría preguntarse si gran parte de la sociedad democrática no les estaba proporcionando a los golpistas excusas diarias con que reafirmar su certeza de que el país se hallaba en una situación de máxima emergencia que exigía soluciones de máxima emergencia; tal vez cabría preguntarse incluso —es sólo una manera más incómoda de formular la misma pregunta— si gran parte de la sociedad democrática no se confabuló a su pesar para facilitarles involuntariamente la tarea a los enemigos de la democracia.

Al Suárez de aquellas fechas puede acusársele de pasividad y de incapacidad, también de indigencia política, pero no de ser un irresponsable o un frívolo o un ventajista sin escrúpulos: Suárez seguía siendo Suárez pero ya no era un Julien Sorel o un Lucien Rubempré o un Frédéric Moreau, Emmanuele Bardone a punto de transmutarse definitivamente en el general De la Rovere. Quizá la postrera ocasión en que Suárez interpretó a Bardone ocurrió justo antes de ser elegido por segunda vez presidente del gobierno, en marzo del 79; ante el temor de una victoria del PSOE, ensayó entonces su último número de ilusionista, la última gran trapacería del pícaro de provincias: compareció en televisión la vigilia de las elecciones clamando contra el peligro de que triunfara la izquierda revolucionaria y destruyera la familia y el estado; él sabía muy bien que ese clamor no era más que un espantaviejas, pero quizá sospechaba que sólo arriesgándose a una cabriola demagógica podría ganar las elecciones, y no dudó en arriesgarse. La treta funcionó, ganó las elecciones, y tras ganarlas acaparó más poder del que había tenido nunca. Al cabo de muy poco tiempo, sin embargo, entró en caída libre; conocemos el resto de la historia: 1979 fue para él un año malo; 1980 fue peor. Pese a ello, es probable que durante esa época de desastres —mientras se acercaba el momento de su renuncia a la presidencia y el momento del golpe militar y se imaginaba a sí mismo en el centro del ring, ciego y tambaleándose y resollando entre el aullido del público y el calor de los focos, políticamente hundido y personalmente roto Suárez se imbuyera más que nunca de su papel aristocrático de hombre de estado progresista, cada vez más convencido de ser el último baluarte de la democracia cuando todas las defensas de la democracia se derrumbaban, cada vez más seguro de que las innumerables maniobras políticas emprendidas contra él entreabrían las puertas de la democracia a los enemigos de la democracia, cada vez más profundamente investido de la dignidad de su cargo de presidente de la democracia y de su responsabilidad como hacedor de la democracia, cada vez más incorporado el personaje a su persona, como un Suárez inventado pero más real que el Suárez real porque se sobreponía al real trascendiéndolo, como un actor a punto de interpretar la escena que lo justificará ante la historia escondido tras una máscara que antes que ocultarlo revela su auténtico rostro, como un Emmanuele Bardone ya convertido sin retorno en el general De la Rovere que en la tarde del 23 de febrero, en el momento de la verdad, mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo del Congreso y los diputados buscaban refugio bajo sus escaños, hubiera permanecido en el suyo en medio de aquel estruendo de batalla para aplacar el temor de sus compañeros y ayudarles a encarar el infortunio con estas palabras: «Amigos, os habla vuestro presidente. Calma, dignidad, control. Sed hombres». Y también con estas palabras: «Demostrad a esos canallas que no teméis a la muerte». Y también con éstas: «En estos momentos supremos dediquemos nuestros pensamientos a nuestras familias, a la patria y a la majestad del Rey». Y finalmente con éstas: «¡Viva Italia!».

CAPÍTULO 5

Rossellini no se sentía muy orgulloso de El general De la Rovere, pero un artista no siempre es el mejor juez de su propia obra, y yo creo que se equivocaba: la película es formalmente tradicional, a ratos casi convencional, pero la fabula que propone el destino de Emmanuele Bardone —un colaboracionista del fascismo convertido en héroe de la Italia antifascista— es de una riqueza y una complejidad extraordinarias; aún más rica y más compleja es, quizá, la fabula paralela que propone el destino de Adolfo Suárez —un colaboracionista del franquismo convertido en héroe de la España democrática—, porque Suárez fue un político y su peripecia sugiere que en un político los vicios privados pueden ser virtudes públicas o que en política es posible llegar al bien a través del malo que no basta juzgar éticamente a un político y antes hay que juzgarlo políticamente o que la ética y la política son incompatibles y la expresión ética política es un oxímoron o tal vez que los vicios y las virtudes no existen en abstracto, sino sólo en función de las circunstancias en que se practican: Suárez no fue un hombre éticamente irreprochable, pero es muy posible que nunca hubiera podido hacerlo que hizo si durante años no hubiese sido un pícaro con la moral del superviviente y el don del engaño, un arribista sin mucha cultura ni ideas políticas firmes, un gallito falangista, adulador y trapacero. Es razonable conjeturar que lo que hizo Suárez hubiera podido hacerlo cualquiera de los jóvenes políticos franquistas que a la muerte de Franco sabían o intuían como él que el franquismo carecía de futuro y que era preciso ensancharlo o transformarlo; es razonable, pero la realidad es que aunque casi todos ellos compartían sus vicios privados ninguno reunía su coraje, su audacia, su fortaleza, su excluyente vocación política, su histrionismo, su seriedad, su encanto, su modestia, su inteligencia natural, su aptitud para conciliar lo inconciliable y sobre todo un sentido de la realidad y una intuición histórica que le permitieron entender muy pronto, empujado por la oposición democrática, que más que tratar de imponerse a la realidad debía dejarse moldear por ella, que ensanchar o transformar el franquismo sólo acarrearía desventuras y. que lo único que se podía hacer con él era matarlo de una vez por todas, traicionando el pasado para no traicionar el futuro. Sea como sea, no hay que apurar el paralelismo entre Bardone y Suárez:

Bardone era un individuo moralmente abyecto que cometió pecados atroces en una época atroz; Suárez fue en cambio un hombre básicamente honesto: mientras ocupó la presidencia del gobierno sus pecados no fueron mortales —o fueron sólo los pecados mortales que conlleva el ejercicio del poder—, y antes de ocupar la presidencia del gobierno sus pecados fueron los pecados comunes de una época podrida. Además de los éxitos políticos que cosechó, esto último quizá explique que durante años tanta gente lo admirara y no dejara de votarle; quiero decir que no es verdad que la gente votase a Suárez porque se engañara sobre sus defectos y limitaciones, o porque Suárez consiguiera engañarles: le votaban en parte porque era como a ellos les hubiera gustado ser, pero sobre todo le votaban porque, menos por sus virtudes que por sus defectos, era igual que ellos. Así era más o menos la España de los años setenta: un país poblado de hombres vulgares, incultos, trapaceros, jugadores, mujeriegos y sin muchos escrúpulos, provincianos con moral de supervivientes educados entre Acción Católica y Falange que habían vivido con comodidad bajo el franquismo, colaboracionistas que ni siquiera hubiesen admitido su colaboración pero en secreto se avergonzaban cada vez más de ella y que confiaron en Suárez porque sabían que, aunque quisiera ser el más justo y el más moderno y el más audaz —o precisamente porque quería serlo—, nunca dejaría de ser uno de los suyos y nunca les llevaría a donde no quisieran ir. Suárez no los defraudó: construyó para ellos un futuro, y construyéndolo limpió su pasado, o intentó limpiarlo. Si bien se mira, en este punto el extraño destino de Suárez también se asemeja al de Bardone: gritando «¡Viva Italia!» ante el pelotón de fusilamiento en un amanecer nevado, Bardone no sólo se redimía él, sino que de algún modo redimía a todo su país de haber colaborado masivamente con el fascismo; permaneciendo en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo durante la tarde del 23 de febrero, Suárez no sólo se redimía él, sino que de algún modo redimía a todo su país de haber colaborado masivamente con el franquismo. Quién sabe: quizá por eso —quizá también por eso Suárez no se tiró.

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