Read Anatomía de un instante Online
Authors: Javier Cercas
No hubo más: aunque Armada insistió en que debía hablar personalmente con el Rey, la reiterada negativa de Fernández Campo le obligó a quedarse en el Cuartel General del ejército, con lo que el antiguo secretario no pudo acercarse al monarca y la pieza fundamental del golpe no encontró su punto de encaje. Ahora bien, ¿qué hubiera ocurrido si hubiera ocurrido lo contrario? ¿Qué hubiera ocurrido si también esa pieza hubiera encontrado su punto de encaje? Imaginemos por un momento que lo hubiera encontrado. Imaginemos por un momento qué hubiera ocurrido si todo hubiera ocurrido tal y como habían planeado los golpistas; o como había planeado Armada o como Armada y algunos golpistas podían imaginar que ocurriría. Imaginemos por un momento que, por los motivos que fuese, Juste no hubiera mencionado el nombre de Armada en su conversación con Fernández Campo; o que, aunque lo hubiera mencionado, Fernández Campo no hubiera recelado de Armada ni hubiera temido que le desplazase de su lugar de privilegio junto al Rey ni que estuviera involucrado en el golpe o que quisiera sacar provecho del golpe; o que, aunque Juste hubiera mencionado el nombre de Armada y Fernández Campo hubiera recelado de él, el Rey hubiera decidido confiar en su viejo secretario de siempre antes que en su nuevo secretario, o que al menos hubiera decidido que necesitaba saber qué es lo que su viejo secretario sabía del golpe y cómo proponía afrontarlo. Entonces el Rey le hubiera dicho a Armada por teléfono Sí, Alfonso, vente para acá, y Armada hubiera acudido a la Zarzuela, donde sin duda le hubiera explicado al Rey que lo que había ocurrido era lo que él llevaba meses previendo y temiendo y anunciándole, le hubiera explicado que, pese al tiroteo en el Congreso, tenía la certeza de que el designio de los rebeldes era bueno y monárquico y la seguridad de que él aún podía encauzar aquella efusión militar -«reconducir» es el verbo que quizá hubiera empleado- en beneficio del país y de la Corona. Luego, tal vez, se hubiera producido en la Zarzuela un pequeño y silencioso y casi invisible golpe palaciego y la autoridad y la influencia de Fernández Campo hubieran sido sustituidas por la influencia y la autoridad de Armada, y a continuación el Rey (o el Rey aconsejado por Armada) hubiese tal vez ordenado a la Junta de Jefes de Estado Mayor que, a la espera de que se solventase el problema de la ocupación del Congreso y los parlamentarios fuesen liberados, asumiese todos los poderes del gobierno, y tal vez también hubiese ordenado a los capitanes generales que a fin de mantener el sosiego en las calles y proteger la democracia imitasen a Milans del Bosch y tomasen el control de sus respectivas regiones militares, y la Junta de Jefes de Estado Mayor y los capitanes generales hubieran obedecido sin dudarlo un instante, no sólo porque se lo ordenaba el jefe de las Fuerzas Armadas y el jefe del estado y el heredero de Franco, sino porque el heredero de Franco y el jefe del estado y de las Fuerzas Armadas les ordenaba hacer lo que casi todos estaban deseando hacer desde hacía mucho tiempo. Luego, una vez asegurados el control de las instituciones y el orden de las ciudades, o al mismo tiempo que se aseguraban ambas cosas, una unidad de la Brunete hubiese tal vez relevado a los guardias civiles del teniente coronel Tejero y hubiese impuesto un cerco sin escándalo al Congreso ocupado, hubiese despejado los alrededores y hubiese retenido al gobierno y a los diputados de la forma menos aparatosa y humillante posible mientras aguardaban la comparecencia del enviado del Rey. Luego Armada hubiese comparecido en el Congreso como enviado del Rey y con el respaldo de todo el ejército, se hubiese reunido con los principales líderes políticos, se hubiese mostrado de acuerdo con ellos en que aquella situación de fuerza era totalmente inaceptable y les hubiese persuadido de que la única forma de arreglarla y sobre todo de salvar la democracia amenazada consistía en formar un gobierno de coalición o concentración o unidad presidido por él mismo, en definitiva el recurso que todos habían estado manejando en los últimos meses para apartar a la nación del precipicio en el que todos sabían que se cimbreaba. Y luego, persuadidos ya el gobierno y los diputados de que ésa era la mejor o la única solución posible a la emergencia (una solución que contaba con el visto bueno del Rey o que el Rey no rechazaría si el Congreso la aprobaba), todos hubiesen quedado en libertad y aquella misma tarde o aquella misma noche o al día siguiente, con los militares de vuelta en los cuarteles o aún en las calles, se hubiera reanudado la sesión de investidura interrumpida por el teniente coronel Tejero, sólo que el presidente elegido en ella no hubiese sido Leopoldo Calvo Sotelo sino Alfonso Armada, quien acto seguido hubiese formado su gobierno, un gobierno de coalición o de concentración o de unidad, un gobierno fuerte, estable y de todos que se hubiese enfrentado con eficacia a los grandes problemas de España -al terrorismo, a la desintegración del estado, a la crisis económica, a la pérdida de valores-, y que no sólo hubiese tranquilizado a los militares y a la clase política, a los empresarios y a los financieros, a Roma y Washington, sino al conjunto de la ciudadanía, que al poco tiempo hubiese salido a manifestarse en todas las capitales para celebrar el resultado feliz del golpe y la continuidad de la democracia, y que hubiese aplaudido la juiciosa actitud del Rey como impulsor de la nueva etapa política y hubiese fortalecido su confianza en la monarquía como institución indispensable para sacar al país del atolladero en que lo metían los errores y la irresponsabilidad temeraria de algunos políticos.
Eso es más o menos lo que hubiera podido ocurrir si Armada hubiera entrado en la Zarzuela y se hubiera ganado al Rey y la última pieza del golpe hubiera encontrado su punto de encaje. Quiero decir: eso es más o menos lo que Armada podía imaginar que ocurriría si triunfaba su proyecto de golpe blando; los demás golpistas, muchos de los demás golpistas, imaginaban un golpe duro -con las elecciones proscritas, los partidos políticos proscritos, los gobiernos autonómicos proscritos, la democracia proscrita-, pero lo que imaginaba o podía imaginar el cabecilla político del golpe era más o menos eso. Quizá era una imaginación disparatada. Quizá era un plan disparatado. Ahora, cuando sabemos que fracasó, es fácil pensar que lo era; la verdad es que era un plan imprevisible -entre otras razones porque es una regla universal que una vez que se saca a los militares de los cuarteles no es fácil devolverlos a ellos, y porque lo más probable es que, de haber triunfado, el golpe blando sólo hubiera sido una antesala del golpe duro-, pero no estoy tan seguro de que fuera disparatado: al fin yal cabo no hubiese sido la primera vez que un Parlamento democrático cede al chantaje de las armas, y el plan de Armada tenía además la virtud de disfrazar de salida negociada al secuestro del Congreso y de operación de salvamento de la democracia lo que en realidad era un simple golpe contra la democracia. No salió bien, y no lo hizo sobre todo porque en los primeros minutos del golpe, cuando se estaba dirimiendo su éxito o su fracaso, ocurrieron dos hechos imprevistos: el primero es que el secuestro del Congreso no se llevó a cabo con la discreción acordada y degeneró en un tiroteo, lo que ensució con una estética de golpe duro lo que quería ser un golpe blando y dificultó el aval del Rey, impidiéndole transigir en principio con una maniobra política cuya carta de presentación era un desmán tan estridente como aquél; el segundo es que el nombre de Armada apareció en boca de los golpistas antes de que el general tuviera la oportunidad de explicarle al Rey la naturaleza del golpe y hacerle su propuesta de arreglo, y que la desconfianza que la mención de Armada generó en el Rey y en Fernández Campo, con el añadido de la rivalidad entre Fernández Campo y Armada, hizo que ambos decidieran mantener al antiguo secretario alejado de la Zarzuela. Y fue así como, quince minutos después de haberse iniciado, el golpe embarrancó.
La imagen, congelada, muestra el hemiciclo del Congreso de los Diputados desierto. No, la imagen está congelada, pero el hemiciclo (mejor dicho: su ala derecha, que es la que en realidad muestra la imagen) no está desierto: Adolfo Suárez permanece todavía sentado en su escaño azul de presidente, todavía estatuario y espectral. Aunque ya no está solo: han transcurrido dos minutos desde la entrada del teniente coronel Tejero en el Congreso y junto al presidente, a su derecha, se sienta el general Gutiérrez Mellado; más a su derecha todavía, tres ministros que acaban de ocupar sus escaños también azules, siguiendo el ejemplo de ambos; a su izquierda, en el hall de entrada, en el semicírculo central, un grupo de guardias civiles intimida el hemiciclo con sus armas. Una luz acuosa, escasa e irreal envuelve la escena, como si tuviera lugar en el interior de un estanque o en el interior de una pesadilla o como si sólo estuviera iluminada por el barroco racimo de globos de luz que pende de una pared, en la esquina superior derecha de la imagen.
Que de repente se descongela: la descongelo. Ahora, en el silencio crepitante y atemorizado del hemiciclo, los guardias civiles deambulan por el hall de entrada, por el semicírculo central, por las cuatro escaleras de acceso a los escaños, buscando todavía su lugar en el dispositivo del secuestro; por encima de Adolfo Suárez y de la hilera de ministros sentados junto a él, entre la desolación de escaños vacíos, asoman una, dos, tres, cuatro tímidas cabezas de diputados que se debaten entre la curiosidad y el miedo. Luego el plano cambia, y por vez primera tenemos una imagen del ala izquierda del hemiciclo, donde además de algunos ministros se sientan los diputados del partido socialista y el partido comunista. Lo que vemos ahora es curiosamente parecido y curiosamente distinto a lo que hemos visto hasta ahora, casi como si lo que sucede en el ala izquierda del hemiciclo fuese un reflejo invertido de lo que sucede en el ala derecha. Aquí, en el ala izquierda, todos los escaños azules del gobierno están vacíos; también lo están todos los escaños rojos de los diputados, o todos salvo uno: en el extremo superior de la imagen, en el primer escaño de la séptima fila, justo aliado de la tribuna en cuyo suelo se amontonan los reporteros parlamentarios, un diputado permanece sentado y fumando. El diputado tiene sesenta y seis años, el gesto y la mirada rocosos tras las gafas de montura metálica, la frente tan amplia que es casi una calvicie; viste traje oscuro, corbata oscura, camisa blanca. Es Santiago Carrillo, secretario general del partido comunista: como Suárez, como Gutiérrez Mellado, Carrillo ha desobedecido la orden de tirarse al suelo y ha permanecido sentado mientras las balas acribillaban el hemiciclo y sus compañeros buscaban refugio bajo los escaños. Ha desobedecido la orden y ahora, transcurridos dos minutos desde el tiroteo, va a desobedecerla de nuevo: después de que un guardia civil pase junto a él sin dirigirle la palabra, sin mirarle siquiera, un secuestrador invisible para nosotros le ordena que imite a sus compañeros y se tire al suelo; Carrillo amaga con obedecer, pero no obedece: se remueve un poco en su asiento, parece que va a tumbarse o a arrodillarse, pero al final se coloca de lado, el brazo que sostiene el cigarrillo apoyado en el reposabrazos del escaño, en una postura tan extraña como forzada, que le permite fingir ante el secuestrador que ha obedecido su orden sin haberla obedecido en realidad.
El plano vuelve a cambiar: la imagen vuelve a abarcar el ala derecha del hemiciclo, donde se hallan Suárez, Gutiérrez Mellado, algunos ministros del gobierno y los diputados del partido que lo sostiene. Nada sustancial ha cambiado allí, salvo que hay cada vez más cabezas de diputados punteando el desierto de escaños vacíos: mientras el plano del ala derecha alterna con un plano frontal de la presidencia del Congreso (en cuya escalera de acceso continúa tumbado el secretario Víctor Carrascal, que se ha refugiado allí porque el asalto le ha sorprendido leyendo desde la tribuna de oradores la lista de los diputados durante la votación de investidura), Suárez y los ministros alineados junto a él continúan en sus escaños, los guardias civiles continúan deambulando arriba y abajo por el hemiciclo, de vez en cuando se oyen sus voces de mando y sus comentarios ininteligibles. Precisamente tras uno de ellos aparece por la parte inferior izquierda de la imagen, terminando de bajar una de las escaleras de acceso a los escaños, una mujer cogida del brazo por un guardia civil; ambos cruzan el semicírculo central, salvando los cuerpos tumbados en el suelo de los ujieres y los taquígrafos, y desaparecen por el extremo inferior derecho de la imagen, hacia la salida del hemiciclo. La mujer es Anna Balletbó, diputada socialista por Barcelona, que está embarazada de muchos meses y a quien los asaltantes dejan en libertad. Apenas ha salido la diputada, se oye en el hemiciclo un estruendo de cristales rotos; el ruido alarma a los guardias y sus subfusiles apuntan a la parte superior del salón, también los diputados se vuelven al unísono hacia allí, pero al instante —porque se ha tratado de un incidente banal: sin duda una consecuencia tardía del tiroteo del principio— todo vuelve a ser como antes, el silencio vuelve a ser el de antes y el plano vuelve a cambiar y la imagen vuelve a mostrar a Santiago Carrillo en medio de una desolación de escaños vacíos, viejo, desobediente y fumando, sentado a solas en el ala izquierda del hemiciclo. En seguida, a una orden de un guardia, en la primera fila de escaños algunos ministros se incorporan y toman asiento, las caras descompuestas, las manos humillantemente visibles sobre el reposabrazos del escaño: reconocemos a Rodolfo Martín Villa, ministro de Administración Territorial; a José Luis Álvarez, ministro de Transportes; a Íñigo Cavero, ministro de Cultura; a Alberto Oliart, ministro de Sanidad; a Luis González Seara, ministro de Investigación y Universidades. Al cambiar de nuevo el plano y mostrar otra vez la cámara una imagen del ala derecha del hemiciclo, la vista repara en algo que hasta entonces le había pasado inadvertido: justo detrás de Adolfo Suárez, en la escalera lateral de acceso a los escaños, un diputado ha permanecido tumbado bocabajo desde que se produjeron los disparos; la vista repara en ello porque ahora el diputado se está moviendo y, lívido y despeinado, se da la vuelta a gatas mientras Adolfo Suárez se vuelve también por un instante y advierte —como lo advierte la vista— que se trata de Miguel Herrero de Miñón, portavoz de su grupo parlamentario y uno de sus críticos más duros dentro de UCD. Marcial, chulesco, pistola en mano, segundos después hace su aparición en el hall de entrada al hemiciclo un oficial de la guardia civil: es el teniente Manuel Boza, del Subsector de Tráfico. En vez de adentrarse en el hemiciclo, el oficial se queda allí, a sólo unos metros de Suárez, observando el hemiciclo y observando a Suárez; da un paso adelante, luego da otro y, cuando ya está muy cerca del presidente, se dirige a él con un gesto áspero de violencia silenciosa, dice algo como si lo citara o como si lo escupiera, probablemente lo insulta; al principio Suárez no lo oye o finge no oírlo, pero después se vuelve hacia él y por un momento los dos hombres se sostienen la mirada en silencio, inmóviles, y al momento siguiente dejan de mirarse y el teniente sube la escalera lateral y se pierde en la parte superior del hemiciclo. Poco más tarde se oyen voces nítidas de mando (nítidas pero también indescifrables), ya continuación empieza a alzarse un sordo rumor de marejada mientras las imágenes muestran alternativamente el ala derecha y el ala izquierda del hemiciclo, como si quisieran ofrecer una vista panorámica de lo que ocurre; y lo que ocurre es que, obedeciendo la orden de uno de los secuestradores, los más de dos centenares de personas que hasta ese momento permanecían tumbados en el suelo empiezan a incorporarse y a recuperar su asiento: en el ala izquierda lo hacen primero los periodistas en la tribuna de prensa, luego los miembros del grupo comunista y finalmente los del socialista, de forma que en sólo unos segundos todos los diputados vuelven a ser visibles en sus escaños. Todos, incluido Santiago Carrillo, que a diferencia de los demás no ha tenido necesidad de levantarse porque nunca se tiró. Y que continúa fumando mientras la imagen se congela.