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Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (43 page)

BOOK: Anatomía de un instante
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Rossellini no se sentía muy orgulloso de El general De la Rovere, pero un artista no siempre es el mejor juez de su propia obra, y yo creo que se equivocaba: la película es formalmente tradicional, a ratos casi convencional, pero la fabula que propone el destino de Emmanuele Bardone —un colaboracionista del fascismo convertido en héroe de la Italia antifascista— es de una riqueza y una complejidad extraordinarias; aún más rica y más compleja es, quizá, la fabula paralela que propone el destino de Adolfo Suárez —un colaboracionista del franquismo convertido en héroe de la España democrática—, porque Suárez fue un político y su peripecia sugiere que en un político los vicios privados pueden ser virtudes públicas o que en política es posible llegar al bien a través del malo que no basta juzgar éticamente a un político y antes hay que juzgarlo políticamente o que la ética y la política son incompatibles y la expresión ética política es un oxímoron o tal vez que los vicios y las virtudes no existen en abstracto, sino sólo en función de las circunstancias en que se practican: Suárez no fue un hombre éticamente irreprochable, pero es muy posible que nunca hubiera podido hacerlo que hizo si durante años no hubiese sido un pícaro con la moral del superviviente y el don del engaño, un arribista sin mucha cultura ni ideas políticas firmes, un gallito falangista, adulador y trapacero. Es razonable conjeturar que lo que hizo Suárez hubiera podido hacerlo cualquiera de los jóvenes políticos franquistas que a la muerte de Franco sabían o intuían como él que el franquismo carecía de futuro y que era preciso ensancharlo o transformarlo; es razonable, pero la realidad es que aunque casi todos ellos compartían sus vicios privados ninguno reunía su coraje, su audacia, su fortaleza, su excluyente vocación política, su histrionismo, su seriedad, su encanto, su modestia, su inteligencia natural, su aptitud para conciliar lo inconciliable y sobre todo un sentido de la realidad y una intuición histórica que le permitieron entender muy pronto, empujado por la oposición democrática, que más que tratar de imponerse a la realidad debía dejarse moldear por ella, que ensanchar o transformar el franquismo sólo acarrearía desventuras y. que lo único que se podía hacer con él era matarlo de una vez por todas, traicionando el pasado para no traicionar el futuro. Sea como sea, no hay que apurar el paralelismo entre Bardone y Suárez:

Bardone era un individuo moralmente abyecto que cometió pecados atroces en una época atroz; Suárez fue en cambio un hombre básicamente honesto: mientras ocupó la presidencia del gobierno sus pecados no fueron mortales —o fueron sólo los pecados mortales que conlleva el ejercicio del poder—, y antes de ocupar la presidencia del gobierno sus pecados fueron los pecados comunes de una época podrida. Además de los éxitos políticos que cosechó, esto último quizá explique que durante años tanta gente lo admirara y no dejara de votarle; quiero decir que no es verdad que la gente votase a Suárez porque se engañara sobre sus defectos y limitaciones, o porque Suárez consiguiera engañarles: le votaban en parte porque era como a ellos les hubiera gustado ser, pero sobre todo le votaban porque, menos por sus virtudes que por sus defectos, era igual que ellos. Así era más o menos la España de los años setenta: un país poblado de hombres vulgares, incultos, trapaceros, jugadores, mujeriegos y sin muchos escrúpulos, provincianos con moral de supervivientes educados entre Acción Católica y Falange que habían vivido con comodidad bajo el franquismo, colaboracionistas que ni siquiera hubiesen admitido su colaboración pero en secreto se avergonzaban cada vez más de ella y que confiaron en Suárez porque sabían que, aunque quisiera ser el más justo y el más moderno y el más audaz —o precisamente porque quería serlo—, nunca dejaría de ser uno de los suyos y nunca les llevaría a donde no quisieran ir. Suárez no los defraudó: construyó para ellos un futuro, y construyéndolo limpió su pasado, o intentó limpiarlo. Si bien se mira, en este punto el extraño destino de Suárez también se asemeja al de Bardone: gritando «¡Viva Italia!» ante el pelotón de fusilamiento en un amanecer nevado, Bardone no sólo se redimía él, sino que de algún modo redimía a todo su país de haber colaborado masivamente con el fascismo; permaneciendo en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo durante la tarde del 23 de febrero, Suárez no sólo se redimía él, sino que de algún modo redimía a todo su país de haber colaborado masivamente con el franquismo. Quién sabe: quizá por eso —quizá también por eso Suárez no se tiró.

CAPÍTULO 6

¿Son los vicios privados de un político virtudes públicas? ¿Es posible llegar al bien a través del mal? ¿Es insuficiente o mezquino juzgar éticamente a un político y sólo hay que juzgarlo políticamente? ¿Son la ética y la política incompatibles y es un oxímoron la expresión ética política? Al menos desde Platón la filosofía ha discutido el problema de la tensión entre medios y fines, y no hay ninguna ética seria que no se haya preguntado si es lícito usar medios dudosos, o peligrosos, o simplemente malos, para conseguir fines buenos. Maquiavelo no tenía ninguna duda de que era posible llegar al bien a través del mal, pero un casi contemporáneo suyo, Michel de Montaigne, fue todavía más explícito: «El bien público requiere que se traicione y que se mienta, y que se asesine»; por eso ambos consideraban que la política debía dejarse en manos de «los ciudadanos más vigorosos y menos timoratos, que sacrifican el honor y la conciencia por la salvación de su país». Max Weber se planteó la cuestión en términos semejantes. Weber no piensa que ética y política sean exactamente incompatibles, pero sí que la ética del político es una ética específica, con efectos secundarios letales: frente a la ética absoluta, que denomina «ética de la convicción» y que se ocupa de la bondad de los actos sin reparar en sus consecuencias —
Fiat iustitia et pereat mundus
—, el político practica una ética relativa, que Weber denomina «ética de la responsabilidad» y que en vez de ocuparse sólo de la bondad de los actos se ocupa sobre todo de la bondad de las consecuencias de los actos. Ahora bien, si el medio esencial de la política es la violencia, según piensa Weber, entonces el oficio de político consiste en usar medios perversos para, ateniéndose a la ética de la responsabilidad, conseguir fines beneficiosos: de ahí que para Weber el político sea un hombre perdido que no puede aspirar a la salvación de su alma, porque ha pactado con el diablo al pactar con la fuerza del poder y está condenado a sufrir las consecuencias de ese pacto abominable. De ahí también, añadiría yo, que el poder se parezca a una sustancia abrasiva que deja a su paso un yermo tanto más extenso cuanto mayor es la cantidad que se acumula, y de ahí que todo político puro termine tarde o temprano pensando que ha sacrificado su honor y su conciencia por la salvación de su país, porque tarde o temprano comprende que ha vendido su alma, y que no va a salvarse.

Suárez no lo comprendió en seguida. Después de abandonar el poder tras el golpe de estado todavía continuó metido en política diez años exactos, pero durante ese tiempo se convirtió en un político distinto; no dejó de ser un político puro, pero ya apenas ejerció como tal, y empezó a ser un político con menos responsabilidades y con más convicciones —él, que de joven apenas había tenido alguna—, igual que si pensara que ese cambio de última hora podía impedir que el diablo se cobrara su parte del trato. Por las fechas en que presentó su dimisión como presidente del gobierno el Rey prometió concederle un ducado en premio a los servicios prestados al país; poca gente en el entorno de la Zarzuela era partidaria de ennoblecer a aquel advenedizo que para muchos se había rebelado contra el Rey y había puesto en peligro la Corona, así que la concesión se retrasó y, en un gesto más conmovedor que embarazoso —porque delata al plebeyo arribista de provincias peleando todavía por legitimarse y expiar su pasado—, Suárez reclamó lo prometido y apenas dos días después del 23 de febrero el monarca lo nombró por fin duque de Suárez a condición de que permaneciera una temporada alejado de la política. A Suárez le faltó tiempo para aceptar ese arreglo vejatorio, para hacerse bordar sus camisas con una corona ducal y para empezar a usar su título nobiliario; se trataba de los signos externos que permitían rematar la interpretación del personaje al que desde hacía tiempo aspiraba y que de algún modo ya era: un aristócrata progresista, exactamente igual que el general De la Rovere. Tal vez menos pendiente de su futuro político que de acabar de cincelar su figura histórica, empeñado en el propósito inútil de fundir la ética de la convicción con la ética de la responsabilidad, a esa imagen sólo en parte irreal intentó ser fiel durante el resto de su vida política: la imagen de un estadista sin ambición de poder, consagrado a lo que por entonces denominaba «llevar la ética a la política», a preservar la democracia, a fomentar la concordia, a ensanchar las libertades y a combatir la desigualdad y la injusticia. No siempre consiguió su objetivo, a veces por inconsciencia, otras veces por despecho, a menudo por su dificultad para embridar al político puro que todavía llevaba dentro. Tres días después del golpe de estado partió a unas largas vacaciones por Estados Unidos y el Caribe en compañía de su mujer y de un grupo de amigos; era la espantada comprensible de un hombre deshecho y hastiado hasta el límite, pero también era una mala manera de dejar la presidencia, porque significaba abandonar a su sucesor…no le traspasó sus poderes, no le dejó una sola indicación ni le dio un solo consejo, y lo único que encontró Leopoldo Calvo Sotelo en su despacho de la Moncloa fue una caja fuerte con sus secretos de gobernante pero cuyo único contenido resultó ser, según comprobó después de que la forzaran los cerrajeros, un papel doblado en cuatro partes donde Suárez había anotado de su puño y letra la combinación de la caja fuerte, como si hubiera querido gastarle una broma a su sustituto o como si hubiera querido aleccionarle sobre la esencia verdadera del poder o como si hubiera querido revelarle que en realidad sólo era un histrión camaleónico sin vida interior o personalidad definida y un ser transparente cuyo secreto más recóndito consistía en que carecía de secreto.

Pero no sólo abandonó a su sucesor; también abandonó a su partido. De regreso de sus vacaciones, Suárez montó un despacho de abogados con un manojo de fieles procedentes de su gabinete presidencial, y durante algún tiempo se esforzó por permanecer alejado de la política; el pequeño Madrid del poder facilitó su esfuerzo: la calamidad de sus últimos meses de gobierno y el trauma de su dimisión y del 23 de febrero lo habían convertido en poco menos que un indeseable, y todo el que albergaba alguna ambición —y casi todo el que no la albergaba— procuraba mantenerlo a distancia. Su vocación era sin embargo mucho más fuerte que su insolvencia y, pese a la promesa que le había hecho al Rey, ese período sin política fue breve y su alejamiento del poder relativo; después de todo aún mantenía cierto control de UCD a través de algunos de sus hombres, lo que no impidió que el partido continuara desquiciándose ni que él asistiera al desquiciamiento con un disgusto mezclado de rabia vindicativa: contra lo que tantos correligionarios venían predicando desde tiempo atrás, aquello probaba que su liderazgo no había sido la causa de todos los males de UCD; con su sucesor, en cambio, el disgusto carecía de mezcla: tan pronto como llegó a la presidencia del gobierno Calvo Sotelo empezó a adoptar medidas que corregían de raíz la política de Suárez y que éste interpretó como un giro intolerable a la derecha. De resultas de todo esto, al cabo de pocos meses de su retirada de la política Suárez empezó a preparar su regreso. Para entonces Calvo Sotelo había apartado a los suaristas de la dirección de UCD y él se sentía cada vez más a disgusto en un partido al que responsabilizaba con razón de su caída, así que, aunque hubo ofrecimientos de que retomara el volante de UCD para evitar que se estrellase, Suárez los rechazó, y en los últimos días de julio de 1982, a sólo tres meses de las elecciones generales, anunció la creación de un nuevo partido: el Centro Democrático y Social.

Fue su última aventura política. Un doble propósito la guiaba: por un lado, crear un partido de verdad, cohesionado organizativa e ideológicamente, que fuera lo que no había sido UCD; por otro, promulgar sus nuevos principios de hombre de estado progresista y de concordia, su nueva ética política de aristócrata de izquierda o de centro izquierda. Montó el partido sin apenas medios, sin apenas hombres, sin el respaldo de nadie o de casi nadie, y menos que nadie de los llamados poderes fácticos, que habían hecho lo posible para echarlo del poder y contemplaron la posibilidad de que volviera con horror. Lejos de descorazonarlo, este abandono lo exaltó, quizá porque sintió que le devolvía a la política un aliento épico y estético que no sentía desde sus primeros meses en el gobierno y que casi había olvidado, autorizándole además a presentarse como una víctima de los poderosos y como un solitario luchador contra la injusticia y la adversidad o, según les dijo a los periodistas en el acto de presentación del nuevo partido, como un Quijote saliendo lanza en ristre a enderezar tuertos en la intemperie de los caminos. Por esas fechas circuló con abundancia una historia que muchos consideran apócrifa. Según ella, poco antes de las elecciones uno de sus colaboradores le recomendó que contratara para la campaña a un asesor norteamericano; Suárez aceptó la sugerencia. ¿Quiere usted ganar las elecciones?, fue la pregunta a bocajarro que le hizo el asesor cuando Suárez lo recibió. Naturalmente, Suárez dijo que sí. Entonces déjeme usar la grabación del golpe de estado, dijo el asesor. Muéstrele a la gente el hemiciclo vacío y a usted sentado en su escaño y tendrá la mayoría absoluta —. Suárez se echó a reír, le dio las gracias al asesor y lo despidió en el acto. La anécdota parece una estampa surgida de la inventiva de un hagiógrafo de Suárez —usar electoralmente las imágenes más desoladoras de la democracia no era hacerle un favor a la democracia, y el gran hombre elegía jugar limpio aun a costa de perder las elecciones—; no sé si lo es, pero, si es verdad que algún asesor le hizo a Suárez una propuesta semejante, yo apostaría a que ésa fue su reacción: primero, porque él sabía que el asesor estaba equivocado y que, aunque la imagen del hemiciclo en la tarde del 23 de febrero pudiera darle unos miles de votos, nunca le haría ganar unas elecciones; y segundo —y sobre todo, porque, aun suponiendo que el uso electoral de esas imágenes le hubiera hecho ganar las elecciones, hubiera arruinado sin remedio el papel que debía interpretar para exorcizar definitivamente su pasado y fijar su lugar en la historia; o dicho de otra manera: tal vez Emmanuele Bardone hubiera aceptado el consejo del asesor, pero el general De la Rovere no, y Suárez hacía ya mucho tiempo que no quería saber nada de Emmanuele Bardone.

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