Read Anatomía de un instante Online
Authors: Javier Cercas
23 de febrero
Hacia las nueve de la noche —con el Congreso secuestrado, la región de Valencia ocupada, la Acorazada Brunete y los capitanes generales devorados todavía por las dudas y el país entero sumido en un silencio pasivo, temeroso y expectante—, el golpe de Armada y Milans permanecía bloqueado por el contragolpe del Rey. La incertidumbre era absoluta: de un lado los rebeldes convocaban bajo el amparo fraudulento del Rey el corazón franquista y la furia acumulada del ejército; del otro lado el Rey, eximido en principio de la tentación de contemporizar con los rebeldes —puesto que un tiroteo en el Congreso retransmitido por radio cambiaba el pórtico de un golpe blando con el que cabía la posibilidad de transigir por el pórtico de un golpe duro que era obligatorio rechazar—, convocaba la disciplina del ejército y su lealtad al heredero de Franco y jefe del estado y de las Fuerzas Armadas. Cualquier movimiento de tropas, cualquier enfrentamiento civil, cualquier incidente podía decantar el golpe del lado de los golpistas, pero a aquella hora el Rey, Armada y Milans eran quizá quienes disponían de más poder para decidir su triunfo o su fracaso.
Los tres obraron como si lo supieran. A fin de someter a los sublevados y devolverlos a sus cuarteles, pero también de dejar claro ante el país su rechazo del asalto al Congreso y su defensa del orden constitucional, poco antes de las diez de la noche el Rey solicitó a los estudios de televisión hasta entonces tomados por los golpistas un equipo móvil con que grabar su alocución al ejército y la ciudadanía; a fin de conseguir que el golpe triunfase aunque fuera de un modo distinto al planeado, más o menos a esa misma hora Milans llamó a Armada al Cuartel General del ejército. La conversación es importante. Es la primera que los dos generales mantienen desde el inicio del golpe, pero no es una conversación privada, o no del todo: Milans habla desde su despacho en la capitanía general de Valencia, rodeado de los oficiales de su Estado Mayor; en ausencia del jefe del Estado Mayor del ejército, general Gabeiras (que en aquel momento asiste a una reunión de la Junta de Jefes de Estado Mayor en otro lugar de Madrid), Armada habla desde el despacho de su superior en el palacio de Buenavista, y lo hace rodeado de los generales del Estado Mayor Central. Milans le propone a Armada una solución al golpe que según él cuenta con el asentimiento de varios capitanes generales; es una solución tal vez inevitable para los golpistas, que probablemente Armada ya ha considerado en secreto y que viene a ser una casi obligada variante del plan original: puesto que éste ha fracasado y el Rey se resiste a aceptar el golpe y Armada no ha podido entrar en la Zarzuela y salir de allí con una autorización expresa del monarca para negociar con los parlamentarios secuestrados, el único modo de arreglar las cosas consiste en que Armada —cuyo comportamiento ya ha empezado a despertar los recelos de algunos pero cuya precisa relación con el golpe nadie puede imaginar todavía acuda al Congreso ocupado desde el Cuartel General del ejército, hable con los diputados y forme con ellos el previsto gobierno de unidad bajo su presidencia a cambio de que Tejero los libere, de que Milans revoque el estado de excepción y de que la normalidad regrese al país. Aunque sea mucho más arduo y más inseguro que el original, el plan improvisado de Milans tiene notables ventajas para Armada: si consigue su objetivo y es nombrado presidente del gobierno, el antiguo secretario del Rey podrá presentar el triunfo del golpe como un fracaso del golpe y su gobierno como una prudente salida pactada a la situación provocada por el golpe, como el vericueto de urgencia —temporal, tal vez insatisfactorio pero imperioso— que ha tomado el retorno del orden constitucional violado por el asalto al Congreso; pero, si no consigue su objetivo, nadie podrá acusarlo de otra cosa que de haberse esforzado por liberar a los parlamentarios negociando con los golpistas, lo que debería disipar las suspicacias que se han acumulado sobre él desde el inicio del golpe. De manera que Armada acepta la proposición de Milans, pero, para no delatar su complicidad con el general sublevado ante los generales que lo rodean en el Cuartel General del ejército —a quienes ha ido repitiendo frases escogidas de su interlocutor—, públicamente la desecha de entrada: como si jamás hubiese pasado por su cabeza la ambición de ser presidente del gobierno y jamás hubiese hablado de ello con Milans, muestra su sorpresa ante la idea y la rechaza con escándalo, gesticulando mucho, formulando objeciones y escrúpulos casi insuperables; luego, lentamente, sinuosamente, finge ceder a la presión de Milans, finge dejarse convencer por sus argumentos, finge entender que no hay otra salida aceptable para Milans y para los capitanes generales de Milans o que ésa es la mejor salida o la única salida, y al final acaba declarándose dispuesto a realizar el sacrificio por el Rey y por España que se exige de él en aquella hora trascendental para la patria. Cuando Armada cuelga el teléfono todos los generales que han asistido a la conversación (Mendívil, Lluch, Castro San Martín, Esquivias, Sáenz Larumbe, Rodríguez Ventosa, Arrazola, Pérez Íñigo, tal vez algún otro) conocen o imaginan ya la propuesta de Milans, pero Armada se la repite. Todos los generales la aprueban, todos convienen con Armada en que debe acudir al Congreso con el consentimiento del Rey y, cuando alguien se pregunta en voz alta si aquella fórmula cabe en la Constitución, Armada se hace traer un ejemplar de la Constitución, lee en voz alta los cinco puntos de que consta el artículo 99 y convence a sus subordinados de que, suponiendo que obtenga el apoyo de la mayoría simple de los parlamentarios, el Rey puede convalidar sin romper la norma constitucional su nombramiento como presidente del gobierno.
Es entonces cuando Armada vuelve a hablar por teléfono con la Zarzuela, cosa que no ha hecho desde que el Rey (o el Rey por boca de Fernández Campo) le impidiera la entrada en palacio quince minutos después del inicio del golpe. El general habla primero con el Rey; como la que acaba de mantener con Milans, la conversación tampoco es del todo privada: varias personas escuchan las palabras del monarca en la Zarzuela; varias personas escuchan las palabras de Armada en el Cuartel General del ejército. Armada le dice al Rey que la situación es más grave de lo que cree, que a cada minuto que pasa las cosas empeoran en el Congreso, que Milans no piensa retirar sus tropas y que varias capitanías generales están en la práctica sublevadas, que el ejército corre el riesgo de dividirse y que existe un serio peligro de confrontación armada, tal vez de guerra civil; luego le dice que Milans y varios capitanes generales consideran que él es la única persona preparada para resolver el problema, y que le han hecho una propuesta que tiene la aprobación de los demás capitanes generales y también la de los generales que lo acompañan en el palacio de Buenavista. ¿Qué propuesta?, inquiere el Rey. Tan pendiente del Rey como de los generales que lo escuchan, en vez de contestar la pregunta Armada continúa interpretando su papel de servidor abnegado: la idea le parece una extravagancia, casi un despropósito, pero, puesto que Milans, los capitanes generales y el resto del ejército aseguran que no hay otra solución, él está dispuesto a sacrificarse por el bien de la Corona y de España y a cargar con la responsabilidad y con los costes personales que eso supone. ¿Qué propuesta?, repite el Rey. Armada le expone la propuesta; cuando termina de hacerlo el Rey no sabe aún que su antiguo secretario es el Iíder del golpe —ni siquiera es probable que lo sospeche—, pero sí que intenta conseguir con el golpe lo que no pudo conseguir sin el golpe. Tal vez porque desconfía del ascendiente que Armada conserva todavía sobre él, o porque no quiere que le recuerde las conversaciones en que discutieron la posibilidad de que ocupara la presidencia del gobierno, o porque piensa que su actual secretario sabrá manejarlo mejor que él, el Rey le pide a Armada que espere un momento y le entrega el teléfono a Fernández Campo. Los dos amigos vuelven a hablar, sólo que ahora son rivales antes que amigos, y los dos lo saben: Fernández Campo sospecha que Armada intenta sacar partido del golpe; Armada sabe que Fernández Campo teme su capacidad de influir sobre el Rey —por eso lo responsabiliza de que hace unas horas el monarca no le permitiera entrar en la Zarzuela— e intuye cómo reaccionará cuando le anuncie que la única salida practicable al golpe es un gobierno bajo su presidencia. La intuición de Armada se confirma o él siente que se confirma: después de volver a hablar de riesgos, de sacrificios personales y del bien de la Corona y de España, Armada le expone a Fernández Campo la propuesta de Milans y el secretario del Rey lo interrumpe. Es un disparate, dice. Yo también lo creo, miente Armada. Pero si no queda más remedio estoy dispuesto… Fernández Campo vuelve a interrumpirlo, le repite que lo que dice es un disparate. ¿Cómo se te ocurre que los diputados van a votarte a punta de metralleta?, pregunta. ¿Cómo se te ocurre que el Rey va a aceptar un presidente del gobierno elegido por la fuerza? No hay otra solución, contesta Armada. Además, nadie me elegirá por la fuerza. Tejero obedece a Milans, así que en cuanto yo llegue al Congreso le cuento la idea de Milans y él aparta a sus hombres y me deja hablar con los líderes de los partidos y hacerles la propuesta; pueden aceptarla o no, nadie los obligará a nada, pero te aseguro que la aceptarán, Sabino, incluidos los socialistas: he hablado con ellos. Todo es perfectamente constitucional; y aunque no lo fuera: ahora lo importante es sacar a los diputados de allí y solucionar la emergencia; luego ya habrá tiempo de entrar en sutilezas jurídicas. Lo que seguro que no es constitucional es lo que está pasando ahora en el Congreso. Fernández Campo deja hablar a Armada, y cuando Armada termina de hablar le dice que todo lo que dice es una locura; Armada insiste en que no es una locura, y Fernández Campo zanja la discusión negándole el permiso para acudir al Congreso en nombre del Rey.
Unos minutos más tarde la discusión se repite. Entretanto han llegado al Cuartel General del ejército noticias de que Tejero desea o acepta hablar con Armada, y en la Zarzuela surgen voces partidarias de permitir la gestión del antiguo secretario real —si fracasa, habrá fracasado él; si triunfa, al menos pasará el peligro de un baño de sangre—, pero lo que hace que Armada vuelva a hablar con la Zarzuela es el regreso al palacio de Buenavista del general Gabeiras, jefe del Estado Mayor del ejército. Armada le expone a su superior inmediato el plan de Milans; convencido de que se trata de un buen plan y de que nada se pierde con que Armada intente llevarlo a cabo, esperando ser más persuasivo que su subordinado Gabeiras llama de nuevo a la Zarzuela. Habla con el Rey y con Fernández Campo, y a los dos les reitera las razones de Armada, pero los dos vuelven a rechazarlas; luego Armada se pone al teléfono y habla con Fernández Campo, que le dice otra vez que lo que propone es un disparate, y después con el Rey, que por toda respuesta se limita a preguntarle si se ha vuelto loco. La disputa se prolonga, van y vienen las llamadas desde el Cuartel General a la Zarzuela y Armada insiste y Gabeiras insiste y tal vez las voces de la Zarzuela insisten y sin duda insisten Milans y los capitanes generales y los generales que apoyan a Armada y Gabeiras en el palacio de Buenavista, y por fin, casi al mismo tiempo que llega a la Zarzuela el equipo móvil de televisión que debe grabar el mensaje real, el Rey y Fernández Campo acaban cediendo. Es una locura, le repite Fernández Campo a Armada por enésima vez. Pero no puedo impedirte que vayas al Congreso; si quieres hacerlo, hazlo. Tiene que quedar claro que vas por tu cuenta, eso sí, y sólo para liberar al gobierno y a los diputados: no invoques al Rey, propongas lo que propongas es cosa tuya y no del Rey, el Rey no tiene nada que ver con esto. ¿Está claro? Eso es todo lo que Armada necesita, y cuando faltan veinte minutos para la medianoche, con la única compañía de su ayudante, el comandante Bonell, el general sale del palacio de Buenavista en dirección al Congreso. Varios generales, incluido Gabeiras, se han ofrecido a acompañarlo, pero Armada ha exigido ir solo: su doble juego no admite testigos; ha recibido de Gabeiras permiso para ofrecerle a Tejero, a cambio de la libertad de los diputados, un avión con que salir del país hacia Portugal y dinero con que financiar un exilio transitorio; ha hecho la pantomima de pedirle a Milans que le pida a Tejero una contraseña que le franquee la entrada al Congreso (y Milans le ha dado de parte de Tejero la misma contraseña que Armada probablemente le dio a Tejero dos días atrás: «Duque de Ahumada»); ha hecho la pantomima de despedirse de los generales del Cuartel General blandiendo un ejemplar de la Constitución (y los generales lo han despedido a su vez con la certeza o la esperanza de que regresará convertido en presidente del gobierno). El Cuartel General se halla sólo a unos cientos de metros de la Carrera de San Jerónimo, así que apenas unos minutos después de salir de él en coche oficial Armada llega a las proximidades del Congreso, entra en el hotel Palace y habla con el grupo de militares y civiles que gestionan el cerco a Tejero, entre ellos los generales Aramburu Topete y Sáenz de Santamaría y el gobernador civil de Madrid, Mariano Nicolás: Armada ofrece confusas explicaciones sobre su embajada, pero aclara que está allí a título individual, no institucional; por lo demás, las noticias que trae son tan alarmantes —según él, cuatro capitanes generales respaldan a Milans— y la confianza de sus interlocutores en su prestigio es tan grande que todos le urgen a que entre a negociar cuanto antes con Tejero, quien reclama su presencia desde hace tiempo. Así lo hace, y a las doce y media de la noche, mientras la noticia de que se dispone a pactar con los golpistas el final del secuestro se difunde entre los militares, periodistas y curiosos que pululan por el hotel Palace y sus inmediaciones, Armada llega a la verja del Congreso con la única compañía del comandante Bonell.
Lo que ocurre a continuación es uno de los episodios centrales del 23 de febrero; también uno de los más problemáticos y debatidos. A la entrada del Congreso el general Armada da la contraseña a los guardias civiles que la custodian: «Duque de Ahumada». Es una cautela superflua, porque durante toda la tarde y la noche numerosos militares y civiles han entrado y salido del Congreso con casi total libertad, pero los guardias avisan al capitán Abad y éste avisa al teniente coronel Tejero, que acude de inmediato y se cuadra ante el general, sin duda aliviado por la llegada de la autoridad militar esperada y el líder político del golpe. Luego, seguidos por el capitán Abad y por el comandante Bonell, los dos hombres caminan hacia la puerta del edificio viejo del Congreso, la que da entrada al hemiciclo donde aguardan los diputados. Según Tejero, Armada se disculpa por el retraso, afirma que ha habido ciertos problemas que por fortuna ya se han resuelto y que, tal y como le explicó el sábado por la noche, en aquel punto concluye su misión: ahora él se encargará de negociar con los líderes parlamentarios y de conseguir que le propongan como presidente de un gobierno de unidad. Tejero pregunta entonces qué ministerio ocupará en ese gobierno el general Milans, y acto seguido Armada comete el mayor error de su vida; en vez de mentir, en vez de eludir la pregunta, dejándose llevar por su arrogancia natural y su instinto de mando contesta: