Anatomía de un instante (38 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Anatomía de un instante
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Consiguió la amistad de Camilo Alonso Vega, y en 1968 fue nombrado gobernador civil de Segovia; consiguió la amistad de Rosón —o al menos consiguió rebajar la desconfianza que le inspiraba—, y en 1969 fue nombrado director general de Radiotelevisión Española; consiguió la amistad de muchos gerifaltes del franquismo, y en 1975 fue nombrado ministro. Era irresistible, pero estos episodios de pura picaresca no sólo constituyen una parte de su negra leyenda verdadera, sino también una demostración de que pocos políticos dominaban como él la endogamia envilecida del poder franquista y de que pocos estaban dispuestos a llegar tan lejos como él para sacarle partido. Por eso la persona que en cierto modo mejor retrató al Suárez de esta época fue Francisco Franco, que era quien mejor conocía la lógica del poder franquista porque era quien la había creado. Los dos hombres apenas coincidieron a lo largo de su vida más que en actos de carácter protocolario, en alguno de los cuales, sin embargo, el joven político se hizo notar con alguna declaración disonante; quizá debido a ello, y sin duda a las dotes de psicólogo que le habían servido para detentar la jefatura del estado durante cuarenta años, Franco creyó reconocer en Suárez el talante del traidor en ciernes, y en una ocasión, siendo Suárez jefe de Radiotelevisión Española, después de que ambos charlaran un rato en el palacio de El Pardo el dictador le comentó a su médico personal: «Este hombre es de una ambición peligrosa. No tiene escrúpulos».

Franco acertó: la ambición de Suárez acabó siendo letal para el franquismo; su falta de escrúpulos también. Ambas cosas no explican por sí solas, sin embargo, su ascenso fulgurante en los años sesenta y setenta. Suárez era un trabajador a tiempo completo, y su talento político era indudable: tenía curiosidad, escuchaba más que hablaba, aprendía rápido, resolvía los problemas por la vía más simple y más directa, renovaba sin contemplaciones los equipos de políticos que heredaba, sabía reunir voluntades contrapuestas, conciliar lo inconciliable y detectar lo muerto en lo que aún parecía vivir; además, no desaprovechaba una sola oportunidad de demostrar su valía: como si en verdad hubiese sellado un pacto con el diablo, ni siquiera desaprovechaba oportunidades que hubieran podido arruinar la carrera de cualquier otro político. El 15 de junio de 1969, siendo todavía gobernador civil de Segovia, cincuenta y ocho personas murieron sepultadas bajo los cascotes de un restaurante situado en la urbanización de Los Ángeles de San Rafael; la tragedia fue el producto de la avaricia del propietario del restaurante, pero lo normal es que hubiera salpicado políticamente a Suárez, sobre todo en un momento en que la batalla que en el interior del régimen libraban falangistas y opus deístas estaba llegando a su punto álgido; Suárez consiguió no obstante salir reforzado de la catástrofe: durante semanas los periódicos no cesaron de elogiar la serenidad y el coraje del gobernador civil, quien según repitieron las crónicas llegó al lugar de los hechos poco después del derrumbamiento, se hizo cargo de la situación y se puso a sacar heridos de los escombros con sus propias manos, y a quien poco después el gobierno condecoró por su comportamiento con la Gran Cruz del Mérito Civil.

Meses antes del desastre de Los Ángeles de San Rafael ocurrió un hecho que cambió la vida del futuro presidente: conoció al futuro Rey. En ese momento Suárez ya tenía la convicción de que el príncipe Juan Carlos era el caballo ganador en la carrera inminente del posfranquismo —la tenía por Herrero Tejedor, por el almirante Carrero, por López Rodó, la tenía sobre todo por una razón y un instinto políticos que eran en él la misma cosa—, así que apostó su capital entero al Príncipe; éste, por su parte, también apostó por Suárez, necesitado como estaba de la lealtad de jóvenes políticos dispuestos a dar la batalla a su lado contra el poderoso sector de viejos franquistas inflexibles que desconfiaban de su capacidad para suceder a Franco. Ésa fría la tarea a la que Suárez se consagró de forma casi exclusiva durante los seis años siguientes, porque sabía que dar la batalla por convertir al Príncipe en Rey era dar la batalla por el poder, aunque también porque, igual que sabía detectar lo que estaba muerto en lo que aún parecía vivir, sabía detectar lo que ya estaba vivo en lo que parecía muerto. Por lo que respecta al Rey, desde el principio sintió una enorme simpatía por Suárez, pero nunca se engañó sobre él: «Adolfo no es ni del Opus ni falangista —dijo en alguna ocasión—. Adolfo es adolfista». Poco después de conocer al Príncipe —y en parte debido al empeño de éste—, fue nombrado director general de Radiotelevisión Española; en ese cargo permaneció cuatro años a lo largo de los cuales sirvió con beligerante fidelidad la causa de la monarquía, pero ésta fue además una etapa importante en su vida política porque en ella descubrió la potencia novísima de la televisión para configurar la realidad y porque empezó a sentir la cercanía y el hálito auténtico del poder ya preparar su asalto al gobierno: visitaba con mucha frecuencia la Zarzuela, donde le entregaba al Príncipe las grabaciones de sus viajes y actos protocolarios que emitían de forma regular los informativos de la primera cadena, despachaba cada semana con el almirante Carrero en la sede de Presidencia, en Castellana 3, donde era acogido afectuosamente y donde recibía orientaciones ideológicas e instrucciones concretas que aplicaba sin titubeos, cultivaba con mimo a los militares —que lo condecoraron por la generosidad con que acogía cualquier propuesta del ejército— e incluso a los servicios de inteligencia, con cuyo jefe, el futuro coronel golpista José Ignacio San Martín, llegó a entablar una cierta amistad. Fue también en esta época, hacia el final de su mandato en Radio televisión, cuando el sexto sentido de Suárez registró un casi invisible desplazamiento del centro de poder que a poco tardar resultaría sin embargo determinante: aunque Carrero Blanco continuaba representando la seguridad de que a la muerte de Franco continuaría el franquismo, López Rodó empezaba a perder influencia y en cambio afloraba como nuevo referente político Torcuato Fernández Miranda, a la sazón ministro secretario general del Movimiento, un hombre frío, culto, zorruno y silencioso cuya altiva independencia de criterio provocaba las suspicacias de todas las familias del régimen y el agrado del Príncipe, que había adoptado a aquel catedrático de derecho constitucional como primer consejero político. Suárez tomó nota del cambio: dejó de frecuentar a López Rodó y empezó a frecuentar a Fernández Miranda, quien, aunque quizá secretamente lo despreciaba, públicamente se dejó querer, sin duda porque estaba seguro de poder manejar a aquel joven falangista sediento de gloria. La intuición de Suárez resultó acertada, y en junio de 1973 Carrero fue designado presidente del gobierno —el primero nombrado por un Franco que continuó reservándose los poderes de jefe del estado— y Fernández Miranda sumó a la jefatura del Movimiento la vicepresidencia del gabinete, pero Suárez no consiguió el ministerio que ya creía merecer, y ni siquiera convenció a Fernández Miranda para que lo consolara con la vicesecretaría del Movimiento. La decepción fue enorme: a consecuencia de ella Suárez dimitió de su cargo en Radiotelevisión buscando refugio en la presidencia de una empresa estatal y en la de la organización juvenil cristiana YMCA.

Durante los dos años y medio siguientes Suárez se mantuvo alejado del poder, y su carrera política pareció estancarse; en algún momento pareció incluso que tocaba a su fin. Dos muertes violentas contribuyeron a esta impresión pasajera: en diciembre de 1973 el almirante Carrero moría en un atentado de ETA; en junio de 1975 Herrero Tejedor moría en un accidente de tráfico. El asesinato de Carrero fue providencial para el país porque la desaparición del presidente del gobierno que debía preservar el franquismo facilitó el cambio de la dictadura a la democracia, pero, dado que con Carrero perdía a un protector poderoso, para Suárez pudo ser catastrófico; la muerte de Herrero Tejedor pudo ser aún peor: con ella se diría que Suárez quedaba definitivamente al raso, desprovisto también del amparo del hombre a cuya sombra había desarrollado casi toda su carrera política y que sólo tres meses antes del accidente lo había nombrado vicesecretario general del Movimiento. Suárez se sobrepuso a aquel doble contratiempo porque para cuando ocurrió ya se sentía demasiado seguro de sí mismo y de contar con la confianza del Príncipe como para dejarse derrotar por la adversidad, así que dedicó aquel paréntesis en su ascensión política a hacer dinero con negocios dudosos, convencido con razón de que era imposible prosperar políticamente en el franquismo sin gozar de una cierta fortuna personal («No soy ministro porque ni vivo en Puerta de Hierro ni estudié en el Pilar», dijo alguna vez en aquellos años); también lo dedicó a estrechar su relación con Fernández Miranda —y, a través de él, con el Príncipe— y a organizar la Unión del Pueblo Español (UDPE), una asociación política creada en la estela del mínimo impulso liberalizador promovido por el sustituto del almirante Carrero al frente del gobierno, Carlos Arias Navarro, e integrada por ex ministros de Franco y por jóvenes cuadros del régimen como el propio Suárez. Por lo demás, en una época en que la muerte de Franco tras cuarenta años de gobierno absoluto aparecía a la vez como un hecho portentoso e inmediato y en que cada crisis de salud del dictador octogenario dejaba al país temblando de incertidumbre, Suárez cultivó de forma magistral la ambigüedad necesaria para preparar su futuro fuera cual fuera el futuro de España: por un lado, no perdía oportunidad de proclamar su fidelidad a Franco y a su régimen, y el 1 de octubre de 1975, acompañado de otros miembros de la UDPE, asistió en la plaza de Oriente a una manifestación multitudinaria de apoyo al general, acosado por las protestas de la comunidad internacional a raíz de su decisión de ejecutar a varios miembros de ETA y el FRAP; por otro lado, sin embargo, prodigaba en público y en privado declaraciones a favor de abrir el juego político y crear cauces de expresión para las distintas sensibilidades presentes en la sociedad, lugares comunes del potaje político de la época que a los franquistas les sonaban como osadías inofensivas o añagazas para ingenuos y que a los partidarios de terminar con el franquismo podían sonarles como afirmaciones todavía reprimidas del deseo de un futuro democrático para España. Es probable que ni en un caso ni en otro —ni cuando se declaraba indudablemente franquista ni cuando se declaraba incipientemente demócrata— Suárez dijera la verdad, pero es casi seguro que, igual que un ser transparente cuyo secreto más recóndito consiste en que carece de secreto o igual que un histrión virtuoso declamando su papel sobre un escenario, él siempre se creía lo que decía que por eso todo el que le escuchaba acababa creyendo en él.

La muerte de Franco —cuya capilla ardiente visitó en compañía de la plana mayor de UDPE después de hacer cola durante horas junto a miles de franquistas bañados en lágrimas relanzó definitivamente su carrera política. Tras ser proclamado Rey, Juan Carlos cedió a la presión de la franja más dura del franquismo confirmando en la presidencia del gobierno a un franquista duro como Arias Navarro, pero consiguió que Fernández Miranda ocupase la presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino —los otros dos organismos principales de poder— y también que, gracias a Fernández Miranda, Arias nombrase a Suárez ministro secretario general del Movimiento. Era un cargo que llevaba años codiciando, apto para satisfacer la ambición del más ambicioso, pero Suárez era más ambicioso que el más ambicioso, y no se conformó con él. En teoría su cometido en aquel gobierno que debía conducir al posfranquismo era casi ornamental (los ministerios fuertes los ocupaba gente de más edad y con mucho más empaque, prestigio y experiencia política, como Manuel Fraga y José María de Areilza): Suárez no ignoraba que había sido colocado allí como ayuda de cámara o como chico de los recados del Rey; no obstante, volvió a coger al vuelo la oportunidad que se le presentaba y, sobre todo a medida que Arias demostraba ser un presidente torpe, dubitativo e incapaz de amortizar su descomunal hipoteca franquista, aprovechó la desunión y la ineficacia de un gobierno sobrepasado por una oleada de conflictos sociales que eran en realidad movilizaciones políticas para arrebatarles el primer plano a sus colegas de gabinete: en marzo de 1976, en ausencia de Manuel Fraga, ministro de la Gobernación, Suárez manejó con destreza la crisis provocada en Vitoria por la muerte de tres obreros a manos de la policía, cosa que evitó que el presidente Arias decretase el estado de excepción con objeto de reprimir lo que a ojos del gobierno parecía a punto de degenerar en un brote revolucionario; en junio de ese mismo año defendió en las Cortes, con un discurso brillante en el que abogaba por el pluralismo político como vía para conseguir la reconciliación entre los españoles, un tímido intento de reforma patrocinado por el gobierno. El intento fracasó, pero su fracaso supuso para Suárez un éxito mucho mayor de lo que hubiera supuesto su éxito. No es un contrasentido: en aquel momento, seis meses después de la proclamación de la monarquía, el Rey y su mentor político, Fernández Miranda, ya habían comprendido que para que el primero conservara el trono debía renunciar a los poderes o a gran parte de los poderes que había heredado de Franco, convirtiendo la monarquía franquista en una monarquía parlamentaria; también habían concebido un proyecto de reforma más profundo y ambicioso que el apadrinado por el gobierno, sabían que Arias Navarro ni podría ni querría ejecutarlo y el discurso en las Cortes de Suárez terminó de persuadirlos de que el joven político era la persona adecuada para hacerlo. O más bien terminó de persuadir al Rey, porque Fernández Miranda hacía ya tiempo que estaba persuadido de ello, mientras que el monarca no acababa de ver claro que aquel chisgarabís servicial y ambicioso, que aquel gallito falangista, simpático, trapacero e inculto —que tan útil le resultaba como ayuda de cámara o chico de los recados— fuese el personaje idóneo para llevar a cabo la tarea sutilísima de desmontar sin descalabros el franquismo y montar sobre él alguna forma de democracia que asegurara el porvenir de la monarquía. Fue Fernández Miranda quien, con su retórica de lector de Maquiavelo y su ascendiente intelectual sobre él, convenció al Rey de que al menos para sus propósitos de entonces aquellas características personales de Suárez no eran defectos sino virtudes: necesitaban a un chisgarabís servicial y ambicioso porque su servilismo y su ambición garantizaban una lealtad absoluta, y porque su falta de relevancia y de proyecto político definido o de ideas propias garantizaban que aplicaría sin desviarse las que ellos le dictaran y que, una vez realizada su misión, podrían prescindir de él tras agradecerle los servicios prestados; necesitaban a un gallito falangista con su temple porque sólo un gallito falangista con su temple, joven, duro, rápido, flexible, decidido y correoso, sería capaz de aguantar primero las embestidas feroces de los falangistas y los militares y de mantenerlos a raya después; necesitaban aun tipo simpático porque debería seducir a medio mundo y a un tipo trapacero porque debería embaucar al otro medio; y en relación a su falta de cultura, Fernández Miranda era lo bastante culto para saber que la política no se aprende en los libros y que para aquella empresa la cultura podía ser una rémora, y lo bastante perspicaz para haber advertido ya que Suárez poseía como ningún otro político de su generación ese don transitorio o esa comprensión exacta y sin razones de lo que en aquel momento estaba muerto y lo que estaba vivo o esa familiaridad con los hechos significativos —con lo que encaja y no encaja, con lo que puede y no puede hacerse, con cómo y con quién y con qué costes puede hacerse— que Ortega llamaba intuición histórica y Berlín llamaba sentido de la realidad.

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