Ana, la de Tejas Verdes (13 page)

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Authors: L. M. Montgomery

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Ana, la de Tejas Verdes
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Cuando tuvo los platos limpios, el pan amasado y las gallinas alimentadas, Marilla recordó haber visto un desgarrón en su chal de encaje negro al quitárselo el domingo por la tarde, cuando regresara de la Sociedad de Ayuda. Decidió remendarlo.

El chal estaba en una caja, dentro del arcón. Al sacarlo, la luz, cruzando por entre los ramajes que cubrían su ventana, incidió sobre algo prendido en el chal; algo que chispeaba con tonos violáceos. Marilla lo cogió: ¡era el broche de amatista!

—¡Por todos los santos! ¿Qué significa esto? Aquí está el broche y yo pensaba que estaba en el fondo de la laguna de Barry. ¿Qué quiso decir esa chiquilla cuando afirmó que lo sacó y lo perdió? Confieso que me parece que «Tejas Verdes» está embrujado. Ahora me acuerdo que el domingo por la tarde dejé el chal un minuto sobre el mueble. Supongo que el broche se enganchó.

Marilla se trasladó a la buhardilla, broche en mano. Ana había llorado hasta agotarse y miraba tristemente por la ventana.

—Ana Shirley —dijo solemnemente Marilla—. Acabo de encontrar mi broche colgando de mi chal de encaje negro. Ahora quiero saber qué significa esa historia que me has contado esta mañana.

—Usted me dijo que me obligaría a quedarme aquí hasta que confesara —contestó Ana tristemente—, de manera que decidí confesar pues deseaba ir a la excursión. Pensé la confesión anoche después de acostarme y traté de hacerla lo mejor que pude. La repetí muchas veces para no olvidarla. Pero como a fin de cuentas usted no me dejó ir a la excursión, mi trabajo fue inútil.

Marilla tuvo que reírse, pero su conciencia la atormentaba.

—¡Ana, eres imposible! Pero yo estaba equivocada; ahora lo veo. Nunca debí haber dudado de tu palabra, pues sé que no mientes. Desde luego no estuvo bien de tu parte confesar algo que no habías hecho; hiciste muy mal. Pero yo te llevé a ello. De manera que si me perdonas, Ana, yo te perdonaré y empezaremos de nuevo. Y ahora, prepárate para la excursión.

Ana saltó como un cohete.

—Oh, Marilla, ¿no es demasiado tarde?

—No son más que las dos. Apenas si habrán terminado de reunirse y todavía pasará una hora antes de que tomen el té. Lávate la cara, péinate y ponte el vestido. Te prepararé la cesta. Hay bastantes provisiones en casa. Jerry te llevará en el coche hasta el lugar.

—¡Oh, Marilla —gritó Ana, volando al lavabo—, hace cinco minutos me sentía tan triste que deseaba no haber nacido y ahora no me cambiaría por un ángel!

Aquella noche volvió a «Tejas Verdes» una Ana agotada y completamente feliz, en un estado de beatitud imposible de describir.

—Oh, Marilla, he pasado unos momentos perfectamente idílicos. Idílico es una nueva palabra que he aprendido hoy. Se la escuché a Mary Alice Bell. Es expresiva, ¿no? Todo ha sido hermoso. Tomamos un té espléndido y luego el señor Harmon Andrews nos llevó en bote por el Lago de las Aguas Refulgentes, de seis en seis. Jane Andrews estuvo a punto de caerse por la borda. Se inclinó a coger unas flores, y si el señor Andrews no la coge por el cinturón, hubiera caído, ahogándose probablemente. Me hubiera gustado ser yo. Hubiese sido una experiencia tan romántica estar a punto de ahogarse. Sería algo hermoso para contar. No tengo palabras para describir los sorbetes. Marilla, le aseguro que fue sublime.

Aquella noche, Marilla contó todo el episodio a Matthew, mientras zurcía las medias.

—Estoy de acuerdo en que cometí un error —concluyó cándidamente—, pero he aprendido la lección. No puedo menos que reírme cuando recuerdo la «confesión» de Ana, aunque no debiera hacerlo, ya que se trata de una mentira. Pero peor hubiera sido lo contrario, y soy algo responsable de ello. Esa chiquilla es difícil de comprender en ciertos aspectos. Pero creo que resultará buena. Y hay algo muy cierto: ninguna casa en la que esté será jamás triste.

CAPÍTULO QUINCE
Tormenta en el colegio

—¡Qué día tan espléndido! —dijo Ana exhalando un suspiro—. ¿No es simplemente maravilloso vivir en un día así? Compadezco a la gente que todavía no ha nacido. Por supuesto, podrá tener días buenos, pero nunca uno como éste. ¿Y no es aún más espléndido tener un sendero tan adorable para ir a la escuela?

—Es muchísimo más bonito que ir por el camino; es tan polvoriento y caluroso —dijo Diana mientras espiaba dentro de su cesta y calculaba mentalmente cuántos trozos le tocarían si dividía entre diez niñas las tres jugosas y sabrosísimas tortas de frambuesa que llevaba.

Las niñas de la escuela de Avonlea siempre compartían sus comidas, y quien hubiera comido tres tortas de frambuesa o las compartiera sólo con su mejor amiga hubiera merecido para siempre el estigma de «horrible mezquina». Y así, después que la torta era repartida entre diez, lo que se recibía era tan poco que resultaba un tormento.

El camino de la escuela
era
muy bonito. Ana pensó que losviajes de ida y vuelta de la escuela con Diana no podían ser mejorados ni con la imaginación. Ir por el camino principal eramuy poco romántico; pero ir por el Sendero de los Amantes ypor Willowmere y por el Valle de las Violetas y el Camino delos Abedules, sí lo era. El Sendero de los Amantes comenzabamás allá del huerto de «Tejas Verdes» y se extendía hasta los bosques al terminar la granja de los Cuthbert. Era el camino por donde se llevaban a pastar las vacas y se transportaba la madera en el invierno. Ana lo había denominado el Sendero de los Amantes después de pasar un mes en «Tejas Verdes».

—No es que los amantes realmente caminen por ahí —le explicó a Marilla—, pero Diana y yo estamos leyendo un libro perfectamente magnífico y en él hay un Sendero de los Amantes. De manera que también nosotras quisimos tener uno. Y es un nombre muy bonito, ¿no le parece? ¡Tan romántico! Podemos imaginarnos amantes paseándose por él. Me gusta ese sendero; por allí se puede pensar en voz alta sin que la gente te tome por loca.

Cada mañana, Ana descendía por el Sendero de los Amantes hasta el arroyo. Allí se encontraba con Diana y las dos niñas subían por el sendero bajo el arco de los abedules —«¡los abedules son árboles tan sociables!», decía Ana; «siempre están susurrando y murmurándonos cosas»—, hasta que llegaban a un rústico puente. Allí dejaban el sendero y cruzaban el campo del señor Barry por la parte de atrás, pasando por Willowmere. Después de Willowmere venía el Valle de las Violetas, un pequeño hoyuelo verde a la sombra de los inmensos árboles del señor Andrew Bell.

—Por supuesto, ahora no hay violetas allí —le dijo Ana a Marilla—, pero dice Diana que hay millones en primavera. Oh, Marilla, ¿puede imaginárselas? Realmente quita el aliento. Lo llamé el Valle de las Violetas. Diana dice que nunca vio una capacidad como la mía para poner bellos nombres a todos los lugares. Es agradable tener inteligencia para algo, ¿no es cierto? Pero Diana inventó El Camino de los Abedules. Quiso hacerlo, de modo que la dejé; pero estoy segura de que yo podría haber hallado algo más poético que eso. Cualquiera puede pensar un nombre así. Pero El Camino de los Abedules es uno de los lugares más hermosos del mundo, Marilla.

Lo era. Otras personas aparte de Ana habían pensado así al dar con él. Era una estrecha senda llena de recovecos que bajaba de una gran colina justo entre los bosques del señor Bell, donde la luz llegaba a través de tantas pantallas color esmeralda, que era tan impoluta como el corazón de un diamante. En toda su extensión se hallaba guarnecida por delgados abedules de blancos troncos y flexibles ramas; helechos y estrellas, lirios, ramilletes escarlatas y cerezos silvestres crecían a lo largo; siempre había en el aire un delicioso aroma y en lo más alto de los árboles el canto de los pájaros y el murmullo y la risa de los vientos del bosque. De vez en cuando, si uno se quedaba quieto, se podía ver saltar un conejo por el camino, cosa que, en el caso de Ana y Diana, sucedía muy raras veces. Abajo en el valle, la senda desembocaba en el camino principal y desde allí hasta el colegio no quedaba más que la Colina de los Abetos.

La escuela de Avonlea era un blanco edificio de aleros bajos y anchas ventanas amueblado con cómodos y antiguos pupitres que llevaban esculpidos en las tapas las iniciales y jeroglíficos de escolares de tres generaciones. Las aulas estaban en el fondo y tras ellas había un oscuro bosque de pinos y un arroyo donde todas las niñas sumergían sus botellas de leche para mantenerlas frescas hasta la hora del almuerzo.

Marilla había visto con recelo comenzar las clases de Ana el primer día de septiembre. ¡Era una niña tan extraña! ¿Armonizaría con los otros niños? ¿Y cómo iba a arreglárselas para quedarse callada durante las horas de clase? Sin embargo, las cosas fueron mejor de lo que Marilla temió. Ana regresó a su casa aquella tarde de muy buen humor.

—Creo que me va a gustar el colegio —anunció—. Aunque el maestro no me parece tan bueno. Se pasa todo el tiempo atusándose el bigote y mirando a Prissy Andrews. Prissy ya es mayor, como usted sabe. Tiene dieciséis años y está estudiando para el examen de ingreso en la Academia de la Reina, de Charlottetown. Tillie Boulter dice que el maestro
se muere
por ella. Es muy hermosa, tiene el cabello castaño rizado y se comporta muy elegantemente. Se sienta en el banco que hay al fondo del aula, y él también se sienta allí la mayor parte del tiempo, para explicarle sus lecciones, según dice. Pero Ruby Gillis dice que le vio escribiendo algo en la pizarra de Prissy y que cuando ella lo leyó se puso tan roja como una remolacha y se rió; y Ruby Gillis dice que no cree que fuera nada relacionado con la lección.

—Ana Shirley, que no te vuelva a oír hablar así de tu maestro —dijo Marilla bruscamente—. No vas a la escuela para criticarlo. Creo que él puede enseñarte algo a ti. Y es tu obligación aprender. Y quiero que comprendas bien que no debes venir a casa contando cosas como ésas. Eso es algo que no puedo aceptar. Espero que hayas sido una buena niña.

—Claro que lo fui —dijo Ana, complacida—. Y tampoco me resultó tan difícil como se imaginaba. Me senté junto a Diana.Nuestro banco está al lado de la ventana y podemos ver el Lago de Aguas Refulgentes. Hay un montón de niñas en la escuela y jugamos magníficamente a la hora de comer. ¡Es tan hermoso tener un grupo de niñas con quienes jugar! Pero, por supuesto, Diana me gusta más que ninguna y siempre será así.
Adoro
a Diana. Estoy muchísimo más atrasada que las otras. Todas están en el quinto texto y yo sólo en el cuarto. Me siento algo triste por esa razón; pero ninguna de ellas tiene tanta imaginación como yo, como pronto averigüé. Hoy tuvimos lectura, geografía, historia nacional y dictado. El señor Phillips dijo que mi ortografía es horrible y alzó mi pizarra llena de correcciones para que todo el mundo pudiera verla. Me sentí tan mortificada, Marilla; supongo que podría haber tenido mejores modos con una extraña. Ruby Gillis me dio una manzana y Sophia Sloane me pasó una encantadora postal color rosa con «¿Puedo verte en casa?» escrito en ella. Tengo que devolvérsela mañana. Y Tillie Boulter me dejó usar su anillo toda la tarde. ¿Puedo quedarme con alguno de esos alfileres de perla que hay en el viejo alfiletero del desván, para hacerme un anillo? Y, ¡oh, Marilla!, Jane Andrews me dijo que Minnie MacPherson le dijo que había escuchado a Prissy Andrews decirle a Sara Gillis que yo tenía una nariz muy bonita. Marilla, es el primer piropo que me han hecho en toda mi vida; no puede imaginarse lo que me hizo sentir, Marilla, ¿tengo realmente una nariz bonita? Sé que usted me dirá la verdad.

—Está bastante bien —dijo Marilla secamente. Secretamente pensó que la nariz de Ana era verdaderamente muy linda; pero no tenía intenciones de decírselo.

De esto hacía ya tres semanas y hasta entonces todo había ido bien. Y aquella fresca mañana de septiembre, Ana y Diana corrían alegremente por el Camino de los Abedules, sintiéndose dos de las niñas más felices de Avonlea.

—Espero que Gilbert Blythe estará hoy en la escuela —dijo Diana—. Pasó todo el verano en Nueva Brunswick, en casa de sus primos y regresó el sábado por la noche. Es
terriblemente
guapo, Ana. Y molesta a las niñas una barbaridad. Te aseguro que nos atormenta.

La voz de Diana indicaba que prefería ser atormentada antes que no verlo.

—¿Gilbert Blythe? —dijo Ana—. ¿No es el nombre que está escrito en la pared del porche junto al de Julia Bell con un gran letrero que dice «Atención»?

—Sí —respondió Diana sacudiendo la cabeza—, pero estoy segura que Julia no le gusta mucho. Le he oído decir a Gilbert que estudiaba la tabla de multiplicar con sus pecas.

—¡Oh, no me hables a mí de pecas! —imploró Ana—. No es de buen tono teniendo yo tantas. Pero creo que escribir esas cosas en las paredes es lo más tonto del mundo. Me gustaría que alguien se atreviera a escribir mi nombre junto al de un muchacho. Desde luego —se apresuró a agregar— que nadie lo hará.

Ana suspiró. No quería que escribieran su nombre; pero resultaba algo humillante el saber que no había ningún peligro de que algo parecido ocurriera.

—Tonterías —dijo Diana, cuyos ojos negros y satinadas trenzas habían causado tales estragos en los corazones de los escolares de Avonlea que su nombre aparecía escrito en las paredes del porche una media docena de veces con el consabido «Atención»—. Sólo es una broma. Y no estés tan segura de que no escriban tu nombre. Charlie Sloane
se muere
por ti. Le ha dicho a
su madre
, ¿entiendes?, que eres la niña más inteligente de la escuela. Eso es mejor que ser bonita.

—No, no lo es —dijo Ana, femenina en el fondo—. Preferiría ser guapa antes que inteligente. Y, además, odio a Charlie Sloane. No puedo soportar a un muchacho con ojos saltones. Si alguien anota mi nombre junto al de él,
nunca
lo perdonaría, Diana Barry. Pero
está
bien ser la primera de la clase.

—De ahora en adelante tendrás a Gilbert en tu clase. Y te advierto que él está acostumbrado a ser el mejor alumno. Está apenas en el cuarto texto, aunque casi tiene catorce años. Hace cuatro años su padre estuvo muy enfermo y tuvo que ir a Alberta a reponerse, y Gilbert le acompañó. Estuvieron allí tres años, y Gilbert apenas fue a la escuela hasta que regresaron. No te será muy fácil seguir siendo la mejor de la clase, Ana.

—Me alegro —dijo Ana rápidamente—. No podía sentirme muy orgullosa de ser mejor que niñitos de nueve o diez años. Ayer me distinguí por saber deletrear «ebullición». Josie Pye era la primera de la clase y, fíjate, miró de reojo en el libro. El señor Phillips no lo vio porque estaba mirando a Prissy Andrews, pero yo sí. Le dirigí una mirada de helado desdén y se puso tan colorada como una cereza, deletreándola mal.

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