—¿Y cómo sigue ahora Alexiéi Kirilovich?
—Esa guerra es la que nos ha salvado; yo no la entiendo y me infunde temor, tanto más cuanto que no la aprueban en San Petersburgo; mas no por eso doy menos gracias a Dios. Ese movimiento ha reanimado a mi hijo; su amigo Yashvin es quien le ha hecho entrar en deseos de acompañarlo a Serbia, aunque él va solo porque se ha arruinado en el juego. Los preparativos distrajeron bastante a mi hijo, y yo ruego a usted que hable con él, porque está muy triste; y para mayor disgusto tiene un dolor de muelas rabioso. Se alegrará de verlo, y si quiere usted decirle algo, lo encontrará paseando al otro lado de la vía.
E
NTRE
los fardos amontonados en el andén, Vronski andaba de un lado a otro como una fiera en su jaula, en un trecho donde apenas podía dar veinte pasos; con las manos en los bolsillos, pasó por delante de Serguiéi Ivánovich sin reconocerlo al parecer; pero este no era susceptible, tanto más cuanto que, a su modo de ver, cumplía con una gran misión. Era preciso reanimarlo a toda costa, y con esta intención Koznyshov se acercó al conde, que, fijando en él la vista, se detuvo y le ofreció cordialmente la mano.
Vronski se paró, fijo su mirada en Kóznishev y dando unos pasos hacía él, le estrechó la mano con mucha fuerza.
—Tal vez hubiera usted preferido no verme —dijo Serguiéi Ivánovich—; pero dispensará mi insistencia, porque tenía empeño en ofrecerle mis servicios.
—A nadie vería con más agrado que a usted —contestó Vronski—, aunque la vida tiene muy pocos atractivos para mí.
—Lo comprendo; pero tal vez le fuera útil a usted una carta para Rístich o Milán —repuso Koznyshov, admirado de la expresión de sufrimiento que se revelaba en las facciones del conde.
—¡Oh, no! —contestó este, haciendo un esfuerzo para comprender—. ¿Quiere usted que andemos un poco? Solo la vista de esos furgones me ahoga. Hablaba usted de darme una carta…, muchas gracias ¿La necesito acaso para dejarme matar? Tal vez les convenga a los turcos… —añadió sonriendo ligeramente, sin que desapareciese de sus ojos la expresión de dolor.
—Le sería más fácil a usted —dijo Serguiéi Ivánovich— trabar relaciones con hombres preparados para la acción, pero usted obrará como mejor le parezca. De todos modos, quería decirle que aplaudo su decisión, porque podrá usted realzar ante la opinión pública a esos voluntarios tan atacados.
—Mi único mérito —replicó Vronski— consiste en mi poco amor a la vida; en cuanto a la energía, sé que no me faltará; y es un alivio para mí aplicar a un objeto una existencia que me pesa ya. Alguien tal vez la necesitará.
Diciendo eso, Vronski hizo con la mandíbula un movimiento de impaciencia, provocado por un dolor de muelas que lo atormentaba sin cesar, impidiéndole incluso hablar como quería.
—Permítame usted pronosticarle que ahora entra en una nueva vida —repuso Serguiéi Ivánovich—, pues salvar a unos hermanos oprimidos es empresa en la cual se puede vivir o morir dignamente. Dios le concede a usted el triunfo devolviendo a su espíritu la calma que necesita.
—Sí, como un arma quizá valga aun para algo, pero como una persona, ya no soy más que una ruina —murmuró el conde lentamente, estrechando con fuerza la mano que le ofrecía Koznyshov.
Molestado por su dolor de muelas, Vronski guardó silencio y su vista se fijó maquinalmente en las ruedas de la locomotora, que se deslizaban con lentitud y regularidad; en el mismo instante su dolor físico cesó de pronto ante el recuerdo que en él despertaba la presencia de un hombre a quien no había visto desde su desgracia; y ella se le apareció de repente, o por lo menos, lo que de ella había quedado. Se presentó el momento en que, entrando como un loco en la caseta donde la transportaron, cerca de la vía, vio su cuerpo ensangrentado, casi desnudo, expuesto a las miradas de todos; la cabeza estaba intacta, con sus magníficas trenzas y sus ligeros rizos alrededor de las sienes; tenía los ojos medio cerrados y sus labios entreabiertos parecían a punto de proferir aún su terrible amenaza, prediciéndole, como en la última entrevista, «que se arrepentiría».
Y esto hizo evocar a Vronski el recuerdo de su primer encuentro en la estación también; pensó en la poética belleza y en los encantos de Anna cuando, llena de vida y juventud, buscaba la felicidad y estaba dispuesta a darla; y continuamente creía ver su irritada imagen animada de un implacable deseo de venganza; las alegrías del pasado quedaban envenenadas para siempre. Recordaba únicamente el triunfo de la amenaza de un arrepentimiento inútil. El dolor de muelas cesó y un sollozo estremeció todo su ser.
Después de una pausa, el conde, repuesto de su emoción, cambió algunas palabras con Koznyshov sobre el porvenir de Serbia; y como oyesen la señal de marcha, se despidieron afectuosamente.
C
OMO
Serguiéi Ivánovich no sabía a punto fijo cuán do iba a ponerse en camino, no había anunciado su llegada por telegrama, y debió contentarse con un mal vehículo, hallado en la estación, para emprender el viaje; de modo que su compañero y él no llegaron hasta mediodía a su destino, cansados y llenos de polvo.
Kiti, sentada en el balcón con su padre y su hermana, reconoció al punto a su cuñado y corrió al encuentro de los viajeros.
—Debería usted avergonzarse de llegar así sin avisarnos —dijo, presentando su frente a Serguiéi Ivánovich.
—Con esto les hemos ahorrado molestias y de todos modos hemos llegado estupendamente bien —respondió Serguéi Ivánovich—. Pero estoy tan cubierto de polvo, que me asusta acercarme. Andaba muy ocupado, y no sabía cuándo podría marcharme… Sigue usted como siempre —añadió sonriendo—: gozando de su tranquila felicidad, fuera de las corrientes vertiginosas, en este sereno remanso. Pues traigo aquí a nuestro amigo Fiódor Vasílievich, por fin se ha decidido a venir también.
—No me confunda usted con un negro —dijo Katavásov con una sonrisa—; cuando me haya lavado, ya verá que tengo cara humana.
—Kostia se alegrará mucho; ahora está en la granja, pero no tardará en volver.
—¡Siempre ocupado en sus asuntos, mientras que nosotros no hacemos más que hablar de la guerra de Serbia! Tengo curiosidad por saber la opinión de mi amigo en este asunto, pues sin duda no piensa como la generalidad.
—Yo creo que sí —contestó Kiti algo confusa, mirando a Serguiéi Ivánovich—. Voy a mandar que lo busquen. Por lo pronto, tenemos aquí a mi padre, que acaba de regresar del extranjero.
Y Kiti, aprovechándose de la libertad de movimientos de que tanto tiempo había estado privada, se apresuró a instalar a sus huéspedes, envió a buscar a su esposo y corrió en busca del anciano príncipe, que estaba en el terrado.
—Aquí está Serguiéi Ivánovich —dijo—, que ha llegado con el profesor Katavásov.
—¡Qué pesada será con este calor semejante compañía!
—Nada de eso, papá, es un hombre muy amable y Kostia lo aprecia mucho. Baja tú para hacerles un momento compañía —añadió Kiti dirigiéndose a su hermana—, y entretanto voy a buscar al niño, que no ha tomado alimento desde esta mañana y debe de estar impaciente. Estos señores han encontrado a Stepán en la estación.
El lazo que unía a la madre y al niño era tan íntimo aún que la primera adivinaba las necesidades del segundo sin que este las expresase.
—Déme usted al niño —dijo a la criada, con tanta impaciencia como la que este manifestaba ya.
Después de proferir un ligero grito, Mitia, que en su ansia por tomar el pecho no sabía cómo comenzar, la madre y el niño, tranquilos ya, respiraron libremente, y Kiti sonrió al observar la mirada casi picaresca que su hijo le dirigía, dilatando sus mejillas.
—Créame usted, Katerina Alexándrovna, madrecita mía —dijo la anciana Agafia Mijaílovna, que no se quería alejar nunca de la habitación del niño—, a mí me conoce la criatura muy bien.
—¡Imposible! —repuso Kiti sonriendo—. Si la conociera a usted, me conocería lo mismo a mí.
La joven madre, sin embargo, sabía muy bien hasta qué punto aquella criatura comprendía cosas ignoradas de los otros y que la misma Kiti no habría conocido a no ser por el tierno infante.
—Ya verá usted cómo me conoce cuando se despierte —dijo la anciana Agafia Mijaílovna.
—Bien, bien; pero ahora déjelo usted dormir.
A
GAFIA
Mijáilovna se alejó de puntillas, mientras la criada, sentada junto a su señora y provista de una rama de abedul, se ocupó en ahuyentar las moscas ocultas en las cortinas de muselina de la cuna.
Mitia, cerrando poco a poco los ojos, hacía con sus redondeados bracitos ademanes que inquietaban a Kiti, deseosa de abrazar a la criatura y al mismo tiempo de verla dormida.
Sobre su cabeza oía un murmullo de voces, y la risa sonora de Katavásov.
«Vamos —pensó Kiti—, ya se animan; pero es enojoso que Kostia no esté aquí; sin duda se habrá entretenido con las abejas; a veces me incomoda que vaya tan a menudo, aunque esto lo distrae. Ahora está mucho más alegre que en Moscú durante la primavera, me daba miedo verle tan sombrío. ¡Qué hombre tan raro!»
Kiti conocía la causa de la inquietud de su esposo, que se hacía desgraciado por sus continuas dudas; y aunque pensase, con su ingenua fe, que no hay salvación para el incrédulo, el escepticismo de aquel, cuya alma le era tan querida, no la inquietaba en manera alguna.
«¿Por qué lee —se preguntó— todos los libros de filosofía, donde nada encuentra? Puesto que desea la fe, ¿por qué no la tiene? Reflexiona demasiado, y si se absorbe en meditaciones solitarias, es porque no estamos a su altura. La visita de Katavásov lo agradará, porque es muy aficionado a discutir con él…» Los pensamientos de la joven esposa se fijaron entonces en sus huéspedes. «¿Les daremos una sola habitación —se preguntó— o preferirán estar separados?….» De repente, le acosó el temor de que la lavandera no hubiese llevado la ropa. «¡Con tal que Agafia Mijáilovna no haya dado ya la que ha servido! —pensó—. Será preciso asegurarme yo misma.»
Y continuando el hilo de sus pensamientos interrumpidos, se dijo: «Sí, Kostia es incrédulo, pero mejor lo quiero así que no semejante a la señora Shtal o a mí misma cuando me hallaba en Soden. Él no será nunca hipócrita».
Kiti recordó de pronto un rasgo de bondad de su esposo algunas semanas antes; Stepán Arkádich había escrito una carta de arrepentimiento a su esposa, suplicándole que le salvase el honor, vendiendo su tierra de Iergushovo para pagar sus deudas.
Dolli, aunque despreciaba a su marido, se desesperó; pero compadecida de él, se avino a ceder una parte de aquella finca; Kiti recordó la timidez con que Kostia le propuso un medio de ayudar a Dolli sin ofenderla, y consistía en ceder la parte a que tenían derecho en aquella propiedad.
«¿Puede ser incrédulo —se preguntó Kiti— un hombre que tiene tan buen corazón y que teme afligir aunque sea a un niño? Nunca piensa más que en nosotros; a Serguiéi Ivánovich le parece muy natural considerarlo como su intendente, lo mismo que su hermana; Dolli y sus hijos no tienen más apoyo que él; y hasta creo que es su deber sacrificar su tiempo a los campesinos, que sin cesar vienen a consultarle…»
«Sí —añadió mentalmente, tocando con sus labios la mejilla de su hijo antes de entregarlo a la criada—, lo mejor que puedes hacer, hijo mío, es parecerte a tu padre.»
D
ESDE
el día en que Lievin, junto al lecho de su hermano moribundo, había entrevisto el problema de la vida y de la muerte, a la luz de las nuevas convicciones, según él las llamaba, convicciones que desde los veinte a los treinta y cuatro años había reemplazado a las creencias de su infancia, la vida le parecía más terrible aún que la muerte. ¿De dónde venía? ¿Qué significaba? ¿Para qué la recibíamos? El organismo, su aniquilamiento, la indestructibilidad de la materia, las leyes de la conservación y el desarrollo de las fuerzas; todas estas palabras y las teorías científicas que con ellas se relacionan eran, sin duda, interesantes desde el punto de vista intelectual; pero ¿cuál sería su utilidad en el curso de la existencia?
Y Lievin, semejante al hombre que en tiempo frío se hubiera despojado de un abrigo de pieles para vestirse de muselina, sintió que estaba desnudo y destinado a perecer miserablemente.
Desde entonces, sin cambiar nada en su vida exterior y sin tener casi conciencia de ella, no pudo menos de experimentar el terror de su ignorancia, tristemente persuadido de que lo que él llamaba convicciones, lejos de contribuir a iluminarlo, le impedían adquirir los conocimientos que tanto necesitaba.
El matrimonio, sus alegrías y sus nuevos deberes borraron del todo estos pensamientos; pero se renovaron con creciente persistencia después del parto de su esposa, cuando estuvo en Moscú sin ninguna ocupación formal.
La cuestión se planteaba para él de este modo: «Si no acepto las explicaciones que el cristianismo me ofrece sobre el problema de mi existencia, ¿dónde encontraré otras?». Y estudiaba sus convicciones científicas tan inútilmente como si hubiera registrado un depósito de armas para buscar alimento.
Involuntaria e inconscientemente, buscaba en sus lecturas, en sus conversaciones y hasta en las personas que le rodeaban una relación cualquiera con el asunto que le absorbía.
Un hecho le preocupaba esencialmente. ¿Por qué los hombres de su sociedad, los más de los cuales habían dejado como él la fe por la ciencia, no parecían experimentar ningún padecimiento moral y vivían muy satisfechos y contentos? ¿Sería porque no eran sinceros o porque la ciencia respondía más claramente para ellos a esas espinosas cuestiones? Y Lievin estudiaba aquellos hombres y los libros que podían contener las soluciones tan deseadas.
Sin embargo, reconoció que había cometido un grave error al compartir con sus compañeros de la universidad la idea de que la religión no existía ya; aquellos a quienes más amaba, el anciano príncipe, Lvov, Serguiéi Ivánovich y Kiti, conservaban la fe de su infancia, esa fe que él mismo tuvo en otro tiempo; las mujeres en general, y todo el pueblo, la conservaban.
Después se convenció de que los materialistas, de cuyas opiniones participaba, no daban a estas ningún sentido particular, y lejos de explicarse estas cuestiones, sin la solución de las cuales la vida le parecía imposible, las dejaban para resolver otras que le parecían a él indiferentes, tales como el desarrollo del organismo, la definición mecánica del alma, etc.