—¡Hemos segado toda la pradera! —exclamó—. No puedes figurarte qué bueno es trabajar así. ¿Y qué has hecho tú? —añadió, olvidando completamente las impresiones de la víspera.
—¡Santo Dios, no sé qué pareces! —dijo Serguiéi, fijando en su hermano una mirada de descontento—. Pero, hombre, ante todo cierra la puerta, pues ya has dejado entrar lo menos una docena.
Serguiéi Ivánovich se refería a las moscas, que le causaban horror; para librarse de ellas, jamás abría las ventanas de su cuarto sino de noche, y cuidaba siempre de tener las puertas cerradas.
—Te aseguro que no he dejado entrar una sola —replicó Lievin—. ¡Si supieras qué bueno ha sido este día para mí! ¿Y cómo lo has pasado tú?
—Muy bien. Supongo que no quieres hacerme creer que has segado todo el día. Debes tener un apetito de lobo. Kuzmá te ha preparado la comida.
—No tengo ganas, he comido con los trabajadores. Ante todo, quiero ir a limpiarme.
—Muy bien; ya me reuniré contigo —dijo Serguiéi, encogiéndose de hombros—; pero despáchate —añadió sonriendo, recogió sus libros y se levantó para salir. De repente sintió mucha alegría y no le apetecía separarse de su hermano—. ¿Dónde estabas durante la lluvia?
—¿Qué lluvia? Apenas han caído cuatro gotas. Vamos, me alegro que hayas pasado bien el día. Enseguida vuelvo.
Poco después, los dos hermanos se hallaban en el comedor. Lievin, creyendo no tener apetito, se sentó a la mesa solamente para no ofender a Kuzmá; pero cuando hubo comenzado a comer, le pareció todo excelente.
Serguiéi Ivánovich lo miraba sonriendo.
—Se me olvidaba decirte que abajo hay una carta para ti —dijo—; Kuzmá, ve a buscarla y ten cuidado de cerrar bien la puerta.
La carta era de Oblonski, que escribía desde San Petersburgo. Konstantín leyó en voz alta:
—«Recibo una carta de Dolli, que está en el campo. Las cosas andan allí al revés; y como tú lo sabes todo, te agradecería que fueses a verla para ayudarla con tus consejos, pues la pobre mujer está sola. Mi suegra continúa en el extranjero con toda su gente.» Ciertamente iré a verla —dijo Lievin—, y tú deberías venir conmigo. ¿No te parece que es una buena mujer?
—Sus tierras no están lejos de aquí, según creo.
—A unas treinta
verstas
, o acaso cuarenta; pero el camino es muy bueno, y lo franquearemos rápidamente.
—Iré con gusto —dijo Serguiéi Ivánovich, sonriendo, pues solo la vista de su hermano le ponía alegre—. ¡Qué apetito tienes! —añadió, observando el rostro curtido de Lievin, inclinado sobre el plato.
—Esto es excelente. No puedes imaginarte hasta qué punto este régimen ahuyenta del cerebro muchas necedades. Quiero enriquecer la medicina con un nuevo término:
Arbeitscur
.
—No serás tú quien lo necesite.
—Pues te aseguro que es muy bueno para combatir las enfermedades nerviosas.
—La experiencia podrá demostrarlo. Has de saber que he querido ir a verte trabajar; pero el calor era tan insoportable, que me detuve en el bosque; desde aquí pasé al pueblo y encontré a tu nodriza, a la cual hice varias preguntas para saber cómo te juzgan los campesinos; he creído comprender que no te aprueban. «Ese no es asunto de los amos», me contestó la nodriza. Yo creo que el pueblo forma generalmente ideas muy precisas sobre lo que conviene hacer a los amos y parece que no le gusta verlos extralimitarse en sus atribuciones.
—Es posible; pero yo te aseguro que no he experimentado más vivo placer en toda mi vida. ¿Hago algún daño con esto?
—Vamos, veo que el día te ha satisfecho completamente.
—Sí, estoy muy contento; se ha segado toda la pradera y además he trabado conocimiento con un buen hombre que me interesa mucho.
—Pues si estás contento de tu día, yo lo estoy también del mío. Por lo pronto, he resuelto dos problemas de ajedrez, uno de ellos muy bonito, y además he pensado en nuestra conversación de ayer.
—¿Qué conversación? —preguntó Lievin, cerrando a medias los ojos después de comer, por efecto de una impresión de bienestar, y sin acordarse de la discusión de la víspera.
—He reflexionado que tienes en parte razón; la diferencia de nuestras opiniones consiste en que tú tomas el interés personal por móvil de nuestras acciones, al paso que yo pretendo que todo hombre, llegado a cierto desarrollo intelectual, debe tener por móvil el interés de todos; pero probablemente estás en lo cierto al decir que es preciso que la acción y la actividad se interesen en estas cuestiones. Tu naturaleza es
primesautiere
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, como dicen los franceses, y necesitas obrar enérgicamente o no hacer nada.
Lievin escuchaba sin comprender, o sin tratar de entender, temiendo que su hermano le dirigiese alguna pregunta por la que se reconociera la ausencia de su espíritu.
—¿No tengo yo razón, amigo? —dijo Serguiéi Ivánovich apoyándole la mano en el hombro.
—Seguramente; y además, yo no pretendo estar en lo firme —dijo Lievin, sonriendo infantilmente.
«¿Qué discusión hemos tenido? —pensó—. Evidentemente los dos teníamos razón, y más vale así. Ahora iré a dar mis órdenes para mañana.»
Se levantó, sonriente, estirando las piernas y se dispuso a salir.
—Si te apetece dar un paseo te acompaño —dijo Serguéi Ivánovich también sonriendo. No quería separarse de Konstantín, que desprendía frescura y energía—. Pasaremos además por la oficina, si quieres.
—¡Dios mío!—exclamó de pronto, tan vivamente que su hermano se alarmó.
—¿Qué hay? —le preguntó.
—¡La mano de Agafia Mijaílovna! —repuso Lievin, golpeándose la frente—. Se me había olvidado.
—Ya está mejor.
—¡Qué importa! Voy a verla, y estaré de vuelta antes de que te hayas puesto el sombrero.
Y bajó precipitadamente, haciendo resonar sus tacones en la escalera.
M
IENTRAS
que Stepán Arkádich iba a San Petersburgo a cumplir con ese deber natural en los funcionarios públicos, deber que nunca discuten por incomprensible que parezca a los otros, y que consiste en «presentarse al ministro»; y mientras se disponía al mismo tiempo, provisto de la cantidad necesaria, a pasar agradablemente algunos días en las carreras y otras partes, Dolli marchaba al campo, con el fin de reducir los gastos, a su propiedad de Iergushovo, perteneciente a su dote, y cuyo bosque había sido vendido la primavera anterior; se hallaba a cincuenta
verstas
del Pokróvskoie de Lievin.
La antigua mansión señorial de Iergushovo había desaparecido hacía largo tiempo, pues el príncipe se contentó con ensanchar una de las alas para formar una habitación conveniente.
Cuando Dolli era niña, veinte años antes, dicha parte del edificio tenía bastante capacidad, y no dejaba de ser cómoda; pero ya estaba ruinosa. Cuando Stepán Arkádich fue al campo para vender la madera, su esposa le rogó que viese la casa para arreglarla un poco, a fin de que se pudiese vivir en ella; y Stepán Arkádich, deseoso, como todo marido culpable, de proporcionar a su mujer una vida material tan cómoda como fuese posible, mandó vestir los muebles de cretona y dispuso que pusieran cortinas; también se limpió el jardín, se plantaron flores y se construyó un puentecillo por la parte del estanque; pero, en cambio, se descuidaron muchos detalles esenciales, como lo reconoció con dolor Daria Alexándovna. Stepán Arkádich olvidaba siempre que era padre de familia, y sus inclinaciones eran las de un soltero. De regreso a Moscú, anunció con orgullo a su mujer que la casa quedaba perfectamente arreglada, y le aconsejó que se trasladase a ella, esto convenía a Oblonski por varios conceptos: los niños se divertirían en el campo, los gastos disminuirían y, por último, él quedaría del todo libre. Dolli, por su parte, pensaba que era necesario que los niños respirasen aires más puros después de sufrir la escarlatina; y, además, dejaba en la ciudad, entre otros enojos, las cuentas pendientes de los abastecedores, que la molestaban de continuo. Por último, pensaba atraer a su casa a Kiti, a la cual habían recomendado baños fríos, y que debía volver a Rusia a mediados de verano. Kiti le escribió diciendo que nada le agradaría tanto como terminar la temporada en Iergushovo, aquel lugar tan lleno de recuerdos de la infancia para las dos.
El campo, visto por Dolli a través de sus impresiones de la juventud, le parecía desde luego un refugio contra todos los enojos de la ciudad; y aunque no hubiese elegancia, por lo menos esperaba encontrar comodidad y economía; pero cuando estuvo en Iergushovo pudo reconocer que se había forjado ilusiones.
Al día siguiente de su llegada llovió a torrentes, y el agua, filtrándose por el tejado, cayó en el pasillo y en la habitación de los niños; no se pudo encontrar una cocinera; de las nueve vacas que se hallaban en el establo, unas estaban preñadas y las otras eran demasiado jóvenes, de modo que no se podía obtener leche ni manteca; faltaban también gallinas y huevos, y no se encontraba ninguna mujer para limpiar los suelos. Como uno de los caballos era muy indómito, hasta el punto de no dejarse enganchar, se hubieron de suprimir los paseos en coche; en cuanto a los baños, no se podía pensar en ellos, pues los animales habían socavado las orillas del río, que estaban además, descubiertas, y hasta los paseos a pie eran peligrosos, atendido que por las cercas poco seguras del jardín se escapaba a cada momento el ganado, y había un toro temible al que se acusaba de varias fechorías. En la casa no se encontró un solo armario útil para las ropas, pues los pocos que había no se podían cerrar; en la cocina faltaban las ollas, en el lavadero, la caldera; y ni siquiera se encontró una tabla de planchar para alisar la ropa.
He aquí cómo Dolli, en vez de hallar el descanso que esperaba, se entregó a la desesperación, sin que le fuera posible contener sus lágrimas en aquel apuro. El intendente, un antiguo funcionario que le resultó agradable a Stepán Arkádich, y a quien este confió su nuevo cargo, no hizo aprecio de las quejas de Dolli, y se contentaba con responder:
—¡Es imposible obtener nada, porque esa gente es muy mala!
La posición hubiera sido intolerable si en casa de los Oblonski, como en las más de las familias, no hubiese habido una persona útil y de buena voluntad, a pesar de sus modestas atribuciones, como Matriona Filimónovna, que siempre solícita, calmaba a su señora, asegurándole que todo se arreglaría. Apenas llegada a la localidad, Matriona trabó conocimiento con la mujer del intendente, y desde los primeros días fue a tomar el té con ella y su esposo; allí se comenzó a discutir sobre los asuntos de la casa; se organizó un círculo con el alcalde y un tenedor de libros, y poco a poco se allanaron las dificultades de la vida. El tejado se reparó, se halló una cocinera, se compraron gallinas, las vacas comenzaron a dar leche, se compusieron las arcas, se arreglaron los armarios, se reparó el lavadero y no faltaron las planchas necesarias.
Hasta se halló medio de construir con tablas una barraca en la orilla del río, y Lilí pudo comenzar a bañarse; de modo que, al fin, la esperanza de vivir cómodamente, ya que no tranquila, llegó a ser una realidad para Dolli. Un periodo de calma con sus seis hijos era para la pobre mujer cosa rara; las inquietudes y los enojos la asediaban de continuo; pero tal vez a esto mismo debía que no se apoderasen de su ánimo las más negras ideas a causa de aquel esposo que no la amaba ya.
Por otra parte, si los niños la preocupaban por su salud o sus defectos, la distraían en cambio con sus alegrías. La soledad del campo contribuyó a que estas fueran más frecuentes, y aunque Dolli se acusara a menudo de parcialidad maternal, no podía menos de admirar la pequeña familia agrupada a su alrededor, diciéndose que era raro encontrar seis niños tan hermosos, cada cual por su estilo.
En tales momentos se juzgaba feliz y estaba orgullosa.
A
finales de mayo, cuando las cosas se arreglaron más o menos, Daria Alexándrovna recibió una carta de su marido, respondiendo a sus quejas acerca de las incomodidades en el campo. Oblonski le pedía perdón por no haberlo pensado todo y le prometía ir a la finca en cuanto tuviera una posibilidad. Sin embargo no hubo semejante posibilidad y hasta principios de junio Daria Alexándrovna vivió sola.
Durante la cuaresma de San Pedro, Dolli llevó a sus niños a comulgar. Aunque sus parientes y amigos extrañaban a veces su libertad de pensamiento en las cuestiones de fe, Dolli no dejaba de tener su religión, que apenas relacionada con los dogmas de la iglesia, semejábase singularmente a la metempsicosis, lo cual no impedía que Dolli hiciera cumplir estrictamente en su familia las prescripciones de la iglesia. No solo quería dar así el ejemplo, sino que obedecía a una necesidad de su alma. Inquieta por la idea de que sus hijos no hubiesen comulgado en todo el año, quiso hacerles cumplir con este deber.
Se habían adoptado con anterioridad las disposiciones necesarias para arreglar el traje de los niños, a los que se pusieron, después de bien lavados, botones nuevos y lazos de cintas. Terminados todos los preparativos, los hijos de Dolli, bien engalanados y radiantes de alegría, se reunieron un domingo en el zaguán, delante del vehículo que debía conducirlos, esperando a su madre para ir a la iglesia. Gracias a la protección de Matriona Filimónovna, el caballo indómito había sido reemplazado por el del intendente. Daria Alexándrovna se presentó vestida de blanco, y un momento después se emprendió la marcha.
Dolli se había vestido cuidadosamente, casi con emoción. En otro tiempo le gustaba engalanarse con elegancia a fin de agradar; pero ya había perdido el gusto a los adornos, obligándola esto a reconocer que su belleza había desaparecido. Sin embargo, aquel día, deseosa de no hacer sombra en el cuadro, junto a sus hijos, quiso esmerarse un poco, aunque no para embellecerse. Se miró en el espejo la última vez y se quedó contenta. Iba guapa. No tan guapa como antes, cuando deseaba ir guapa al baile, pero guapa para lo que iba a hacer ahora.
En la iglesia no había más que algunos campesinos y gente de la casa; pero Dolli observó la admiración que sus niños y ella producían al pasar. Tania, semejante a una mujercita, cuidaba de sus hermanos, y Lilí iba la última, haciendo gracia a todos por el asombro que manifestaba a cada paso cuando veía alguna cosa nueva; fue difícil no sonreír cuando después de haber comulgado, dijo:
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