Amos y Mazmorras I (3 page)

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Authors: Lena Valenti

Tags: #prose_contemporary

BOOK: Amos y Mazmorras I
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—¡Lion! —exclamó Leslie, divertida—. ¡No la molestes!
—Tu hermana me acosa —contestó él sin darle importancia.
—Me largo —repuso Cleo, limpiándose los labios con la manga de la americana negra. Entró en el coche como un cohete y encendió el motor.
—¡Estás muy guapa! ¡Ha sido un placer verte, Cleo! —gritó Lion levantando la mano, despidiéndose de ella y rodeando el hombro de su hermana Leslie como si representara una escena feliz y hogareña de
La casa de la pradera
.
Cleo dio la vuelta con el coche, levantó la mano al pasar delante de él y le enseñó el dedo corazón.
—Lo mismo digo, cretino —repuso entre dientes, observando cómo su hermana y su jefe se hacían más pequeños cuanto más se alejaba.
Lo peor de su visita a Washington no fue su monumental cagada con el doctor Stewart.
Lo peor fue dejar que Lion la besara.
Por favor, iba a soñar con ese beso todas las noches.
Qué patética era.
 
Capítulo 2

 

 

Un año después

 

—¿
Por
qué no mira en el jardín del vecino? Seguro que Sansón estará montando a la Chihuahua del señor Spencer.
—Señora Macyntire, por el amor de Dios... —Cleo apoyó la frente sobre la mesa de su oficina de Nueva Orleans mientras escuchaba la perorata diaria de la anciana—. Ha crecido la población mundial de perros callejeros gracias a su querido bulldog.
—No digas ordinarieces, jovencita.
—No lo hago, señora —se frotó la cara con la mano libre—. Pero cada día me llama diciendo que Sansón no está y que ha desaparecido. Y cada noche Sansón regresa a su casa para que lo alimente y lo ponga a dormir en la cama.
—Sí, pero un día te llamaré, y Sansón habrá desaparecido de verdad. Es un perro muy mayor y le puede suceder cualquier cosa.
—Señora, créame: mientras haya perras en el mundo, Sansón será inmortal.
Toc toc
. Llamaron a la puerta de su despacho.
—Teniente Connelly. —El oficial Tim Buron alzó la mano para despedirse de su superior. Ya había acabado su turno diario.
Cleo puso los ojos en blanco y deletreó con los labios: «dispárame. ¡Dispárame!».
El rostro sonrojado del rubísimo y bueno de Tim se iluminó con una sonrisa.
—¿Es la señora Macyntire? —susurró señalando al teléfono.
Cleo asintió cansada.
Tim soltó una risita y le dijo:
—Suerte.
Cleo lo despidió con un gesto de su barbilla. Mantuvo la conversación con la anciana cinco minutos más, hasta que localizó al perro a través del chip y le dijo en qué esquina estaba: en la calle Perdido con Union.
—Oh, ahí está la caniche de Margaret —convino la mujer emocionada.
—¿No me diga? —preguntó fingiendo asombro—. Pues, ¡hala! ¿Ya está más tranquila?
—Sí, bonita, gracias. Que Dios te bendiga...
—Y a usted, señora Macyntire. Y a Sansón.
—Y a los Estados Uni...
—Amén —bizqueó.
Después de colgar el teléfono, se levantó y repasó los informes de la denuncia por malos tratos que recaía sobre Ben Fleur, y de la pequeña red de camellos adolescentes que asediaban los institutos de De La Salle, Cabrini y Ben Franklin. Cleo y el jefe de policía, Magnus, ya habían repasado las zonas de acción de los grupos. Y mañana habían previsto dar con el facilitador de las pastillas de éxtasis: el capo.
Y, al final, clavó la vista con tristeza en la nota que le había dejado Magnus en la pantalla de su ordenador: «Billy Bob está fuera».
—Joder... ¿Cómo puede ser, Martha? —se preguntó, sin poder creerse que ese maltratador estuviera libre de nuevo porque su mujer había retirado los cargos.
Había cosas que no podía controlar; y el miedo y la estupidez de las personas, eran dos de ellas.
Salió de su despacho y condujo con su
Mini
hasta su casa, en la calle Tchoupitoulas. No podía decir ese nombre sin partirse de risa y pensar que quien le puso el nombre adoraba los «Tchoupitos».

 

 

 

Nueva Orleans era una ciudad más bien tranquila. Después de haber sido parcialmente destruida por el Katrina, responsable de la muerte de más de la mitad de la población, los ciudadanos tomaron conciencia de todo aquello que les rodeaba, y desde que se levantaron de la tragedia, la ciudad vivía en una relativa y sana paz.
Obviamente, no quería decir que fuera una ciudad de santos, ni mucho menos. Menos mal que estaba el Barrio Francés, una zona preciosa y muy popular, repleta de casas de todos los colores y ambiente muy nocturno, en la que había clubes y restaurantes donde siempre sonaba de fondo el inmortal jazz... Y en el que cada tres pasos también te encontrabas un club de
striptease
o un burdel camuflado. Ella, siempre que pasaba por ahí, se decía: «Bienvenida al Barrio Francés, donde te pueden tocar lo que quieras: el saxo o el sexo». Seguía habiendo vicio y alcohol, los jóvenes se encargaban de alimentar las peleas de barrios y cometer algún que otro robo ocasional... Pero no. Nueva Orleans no era el Bronx.
Sí, no le faltaba el trabajo. No obstante, echaba de menos esas emociones fuertes que soñaba experimentar desde pequeña. Las mismas que te recordaban que estabas viva. Y perseguir a Sansón o vigilar a un grupo de chavales en fase de experimentación no era nada arriesgado, ni nada por lo que pudieran darle una medalla al honor.
A Leslie sí que se la darían en algún momento; y Cleo se emocionaba solo de pensarlo.
Seis meses atrás la habían ascendido, eso sí. Magnus, el actual capitán de policía, la promovió de sargento a teniente. ¿Por qué? Porque había detenido a Billy Bob a punto de matar a su mujer, Martha, a golpes.
Sus padres estaban tan orgullosos de ella que no cabían en sí de la emoción.
Pero a Cleo le costaba fingir que se sentía bien y feliz. Para que la entendáis: adoraba su pueblo, su ciudad. Pero ansiaba estar en Washington, donde se gestaban la mayor parte de las decisiones estatales. Tal vez pecara de ambiciosa, pero esa era su naturaleza de superhéroe. Y hacerle la maniobra de Heimlich al viejo Luke porque por enésima vez se había tragado la boquilla de su pipa de madera no era nada por lo que poder tirar cohetes. Sí. Había salvado una vida. Pero... ¿no había algo más?
¡Pues sí! Por eso, en una semana, realizaría de nuevo las oposiciones para entrar en el FBI. Lo haría todo de maravilla y no se dejaría embaucar por el maldito Stewart. No. Esta vez diría aquello que el viejo Gollum anhelaba oír.

 

 

 

Tchoupitoulas Street

 

Su casa era una preciosa chocita de cuatro habitaciones con jardín trasero y porche delantero. Las casas en Nueva Orleans son las típicas casitas que veis en las películas: de maderita, grandes, amplias, y de muchos colores; complejos residenciales donde casi todo el mundo se conoce. Cleo regentaba una de esas viviendas. La llamaban híbrida, de madera y ladrillo, y estaba barnizada de colores blancos y azules, con macetas de madera llenas de flores de muchas tonalidades. El suelo interior era de parqué claro, y las paredes estaban pintadas de colores neutrales.
Cleo vivía sola, acompañada de un pequeño camaleón al que llamaba Ringo, como el de la película. Lo dejaba salir del terrario y lo soltaba por el porche, entre las plantas y las cañas de bambú. Así decía que el pobre animal hacía algo de ejercicio.
El porche estaba decorado por un conjunto de butacas y sillones de mimbre de color marrón oscuro, con cojines blancos y rojos.
En el jardín tenía un pequeño jacuzzi bitermal. Cuando quería, y sus necesidades lo solicitaban, era de agua fría o caliente, y lo utilizaba tanto para el verano como para el invierno. A Cleo le encantaba tomarse los mojitos nocturnos entre burbujas, la música de Enya y el sonido de los grillos durante algunos de esos pocos sábados noche en los que libraba.
Magnus, su guapísimo capitán de policía, siempre insistía en autoinvitarse cuando ella tenía fiesta. Y cuando decía guapísimo, se refería a un mulato altísimo de ojos turquesa y espaldas de acero. Pero Cleo consideraría un gravísimo error mantener más que una estricta relación profesional con su jefe. Por ese motivo, y muy educadamente, siempre lo rechazaba. Aun así, si había una palabra que definía a Magnus, esa era la perseverancia; por tanto, el hombre no dejaba de intentarlo una y otra vez.
¿Qué veía en ella? Solo él lo sabría.
Subió a su habitación y se quitó la ropa de calle para colocarse su pantalón corto, su top y los guantes Adidas rosas y negros de boxeo. Recogió su pelo en una cola alta y roja. Después de su jornada laboral le gustaba desahogarse con el saco de pie Lonsdale que tenía en el jardín.
Un puñetazo arriba, dos seguidos al centro... ¡patada! Y volvía a repetir.
Ejecutaba sus movimientos al ritmo de
Give me something for the pain
de Bon Jovi, cuando la música de sus cascos cesó y dio paso a la llamada de su madre, Darcy.
—Mamá.
—Hola, cielo. ¿Cómo estás?
—Igual que este mediodía cuando me has preguntado qué comía —dio un salto y pateó el saco con la pierna derecha.
—Cariño... ¿sabes algo de Leslie?—preguntó con voz temblorosa—. Nunca había estado tantos días sin decirnos nada. Ella siempre nos habla, de un modo o de otro, y tu padre y yo estamos preocupados.
Cleo se detuvo y se quedó con la vista fija en el saco rojo. Hacía tres días que su hermana no se ponía en contacto con ella para nada. Tenía su teléfono desconectado y no lo podían rastrear. No había modo de localizarla, y la verdad era que Cleo estaba tan preocupada por ella que no quería pensar demasiado.
Leslie aparecería. Llamaría. Como siempre acababa haciendo.
Sin embargo, entre hermanas había una especie de conexión especial. Ellas siempre la habían tenido. Y a Cleo se le hacía un agujero en el estómago cuando esa intuición negativa sobre la salud y el bienestar de su hermana sacudía todas sus sinapsis. No quería pensar en negativo, pero Leslie ni siquiera le había mandado un
mail
con la cuenta falsa que se había creado.
—No, mamá. No sé nada. Pero no te preocupes. Leslie es muy lista y siempre sale de todos los líos en los que se mete.
—Tu hermana es una agente infiltrada del FBI, Cleo. Sus líos no son líos cualesquiera —contestó más dura de lo que había pretendido sonar.
—¿Y los míos sí?
—Oh, señor, Cleo... Sabes que no es eso lo que he querido decir —se disculpó su madre—. No podría estar más orgullosa de las dos.
Cleo exhaló el aire y se apretó el puente de la nariz.
—Lo sé, mamá. Yo también estoy nerviosa por esta ausencia demasiado larga de la tonta de Leslie. Pero seguro que no le sucede nada. Ya sabes cómo son las misiones encubiertas.
—No, cariño, no tengo ni pajolera idea. Empiezas a hablarme como papá. Él se cree que soy una eminencia en rangos policiales y estatales, pero soy una humilde ignorante. Sé que tú y Les os ponéis en peligro porque habéis sacado el mismo cerebro que vuestro padre y su misma inconsciencia. Pero no me hables de misiones encubiertas porque visualizo a Les vestida de camuflaje y no me sienta nada bien.
No. L no estaría así. Pero, dado que desconocía la naturaleza de la misión en la que estaba involucrada, no sabía qué tipo de vestimenta llevaba.
Cleo sonrió y se quitó los guantes.
—Mira, mamá. En cuanto sepa algo de ella te aviso, ¿vale?
—Vale, cielo. ¿Ya te has ligado al grandullón moreno con nombre de helado?
Subió los escalones del jardín y se metió dentro del salón.
—Mi jefe se llama Magnus, mamá. El helado se llama Magnum.
—Sí, Tom Selleck, qué guapo era... ¡Oh, por Dios, Bill!
—¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó ascendiendo la escalera de dos en dos escalones. Entró en su habitación para encender el agua de la ducha.
—Me he olvidado de cerrar la puerta del horno...
—¿La misma que papá te repite una y otra vez que cierres cuando la has acabado de usar?
—¡Me cago en todo lo que...! —se oía decir a su padre de fondo—. ¡Mi espalda!
—Sí, creo que sí —contestó Darcy con voz contrita—. Te dejo, cielo. Llámame en cuanto sepas algo.
—Sí, mamá.
—Te quiero.
—Te quiero.
Se desnudó y se metió bajo la alcachofa de la ducha, que destilaba chorros constantes de agua caliente. Mmm... Su champú olía a fresa y era tan cursi que le encantaba. ¿Dónde se había visto que una teniente disfrutara de esas chucherías de mujeres? ¿Dónde? En la ducha de Cleo.
Rauda y veloz, se medio secó el pelo y cubrió su cuerpo con su pantalón azul corto y la camiseta que utilizaba para dormir en la que rezaba: «El cuerpo de la policía está así de bueno».
Con una ensalada y un par de pechugas a la plancha, se sentó sobre su viejo sofá con
chaise longue
y puso una de sus películas favoritas: pero apenas la miraba porque no dejaba de revisar su teléfono.
Tres días eran demasiado para Leslie.
¿En qué estaría metida? ¿Por qué no se ponía en contacto con ella?
Si tuviera el teléfono de Lion a lo mejor podría hablar con él y preguntarle, aunque oír su voz la llevara a momentos de
frappuccinos
y besos robados.
—No vayas por ahí, amigo —le dijo a su cerebro. No tenía pilas para su pequeño Don Consuelo. Y si no había pilas, no había pensamientos calenturientos.
Lion Romano... «Basta. Basta. No vayas hacia la luz, Cleo».
Dio un sorbo a su té de melocotón helado y con el portátil sobre las piernas revisó el correo.
Ni rastro de su hermana.
Estaba tentadísima de llamar a su amiga Margaret, la
hacker
que trabajaba para la policía de New Orleans, y pedirle que localizara la última IP desde la que Leslie se conectó y le envió el último mail.

 

De: L
Para: C
Loquita, estoy bien.
No tengo mucho tiempo para escribir, pero me alegra comunicarte que estamos a punto de cerrar el caso. Ya te contaré. Un beso muy fuerte, nenita.

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