Authors: Danielle Ganek
—Para demostrar que la tiene, digo.
—Pero, ¿lo importante en una feria de arte no es vender obras de arte? ¿Para qué exponerla si la obra ya está vendida?
—La mayoría de las piezas que se exponen en la feria ya se han vendido antes de llegar allí —explico. Es una pregunta que también tuvieron que responderme a mí cuando empecé en este mundillo—. Pero aun así, los marchantes quieren tener un estand respetable que represente su visión artística. Si no, no volverán a invitarlos.
Cuando se va de la galería, repaso la historia desde el principio. Comienzo aquel día en que Jeffrey Finelli entró por la puerta con su queso. Después viene su pelea con Simon y su utilización de la palabra «sanguijuela». Luego la muerte de Finelli la noche de la inauguración, y el interés repentino que eso generó. La sobrina que heredó su talento artístico pero no el retrato que él le pintó. La astuta condesa que ha sabido manipular el mercado para sacarle partido a las obras que tiene. Y ahora el cuadro reaparece en Basilea tan sólo tres meses después.
Al recordar la primera vez que vi el retrato de Lulú y la manera en que me ha cambiado a lo largo de estos últimos meses, noto que vuelve a fluir mi savia creativa. Me siento como me sentía al entusiasmarme con un cuadro que quería pintar. Me produce un subidón muy diferente de los que he logrado recrear artificialmente.
Marco el número del reportero. Sí que tengo una historia para él. Mientras aporreo las teclas de mi teléfono, me voy haciendo a la idea de que después de todo sí que soy la persona que ha descrito. «En pleno ascenso». Para cuando empieza a sonar el teléfono, estoy bastante segura de que voy a ser la próxima Marian Goodman. Soy fácil de convencer. Sobre todo si la que me convence soy yo misma.
—Sí que tengo una historia para ti —le digo al reportero cuando contesta. Es obvio que una galerina atrevida y en pleno ascenso habla así cuando cuenta la historia que hay detrás de un cuadro. Siento que el ansia creativa se apodera de mí. La historia que hay detrás del cuadro, ésa es la clase de historia que me gusta.
—Espera un segundo —dice—. Voy a coger un bolígrafo.
Para cuando vuelve a ponerse al teléfono, estoy completamente metida en mi papel de narradora. Vagamente me doy cuenta de que dejar a un lado mi acostumbrada discreción en presencia de un reportero seguramente no es muy buena idea, pero parece que algo se ha desatado dentro de mí. Se me pasa el nerviosismo en cuanto empiezo a hablar.
—Mi historia comienza, como a menudo comienzan las buenas historias —le digo, creando el principio del cuento—: con un muerto.
Rebusco en lo más hondo de mi alma creativa y saco un personaje que ofrecerle a este reportero. La galerina en pleno ascenso. Alguien que siempre sabe cómo anda el tema. La chica detrás del escritorio de hormigón y metal que siempre, siempre está atenta a todo.
—Su muerte resulta sospechosa —prosigo. Es como ser demasiado rica o demasiado delgada: no creo que se pueda ser demasiado creativa—. El marchante es inglés, o eso dice. Su acento es sospechosamente variable. Es hetero. O gay. Nadie lo sabe con seguridad. Pero viste muy bien.
—Simon Pryce, tu jefe —aclara el reportero—. ¿Cuánto hace que trabajas ahí?
—Más de cinco años —contesto—. Pero son más bien años de perro.
—Entonces, treinta y cinco años —dice. Parece que le está gustando mi historia.
Continúo donde lo dejé.
—La policía no cree que haya habido juego sucio.
—¿Crees que hay administradores de fondo de inversión en el ajo? —pregunta el escritor, muy interesado.
—No. —Lo digo con mucho énfasis. Me estoy trabajando la caracterización del marchante como malo de la peli—. Yo le echo la culpa al marchante.
Me estoy calentando. Me gusta esto de contar historias. Le cuento lo de la demanda repentina que surge por los cuadros de Finelli, sobre todo por
Lulú conoce a Dios
, y que todo forma parte del vil plan del marchante. Todo el mundo está de acuerdo. Ese cuadro es una locura. Desprende un intenso poder de inspiración.
—Y ahora viene la parte más extraña —le susurro al teléfono—. Simon pagó por los cuadros por adelantado.
—¿En serio? —pregunta el reportero—. Normalmente, la cosa no funciona así.
—Exacto. Y hay un problema —digo—. El artista le regaló el cuadro a su sobrina, a la que hacía años que no veía —digo—. La chica del cuadro. Tiene los ojos de su tío. Y su talento.
A continuación le cuento lo de Lulú y la llamada de teléfono sorpresa.
—Hay hasta una taimada condesa, que le dice a la joven musa que no queda ninguna obra de su tío que ella pueda heredar. Pero la condesa ha ocultado los cuadros.
Le relato cuánta gente esperaban poder llevarse este cuadro en concreto a casa.
—No sólo coleccionistas. Dane O’Neill también andaba detrás de él. Y entonces entró en juego Pierre LaReine. Cuanto más subía el precio, más gente lo quería.
El reportero me hace un montón de preguntas sobre Simon y LaReine y también sobre mí. Sus preguntas parecen vagas, pero mis respuestas van directamente al grano. Supongo que me dejo llevar un poco por mi reciente fantasía de convertirme en comentarista del mundillo del arte, porque mis respuestas se van volviendo cada vez más coloridas.
Sólo cuando ya llevo demasiado tiempo hablando vuelvo a sentir el mismo nerviosismo antes de empezar a hablar. De repente me doy cuenta.
—No piensas escribir sobre las galerinas de Chelsea.
Silencio al otro extremo de la línea. Pero tan breve que casi puedo imaginarme que en realidad no ha ocurrido.
—Estoy entrevistando a mucha gente, intentando echarle una mirada desde dentro a la escena del arte contemporáneo en Nueva York. Estamos en plena burbuja, ya sabes.
—Entonces, ¿no es un perfil específico?
—Es más bien un pastiche.
Por «pastiche» entiendo que después de todo no soy una mujer en pleno ascenso dentro del mundillo de las galerías de Chelsea. Qué alivio.
El reportero me está explicando que el mercado del arte ha cambiado mucho con todo el dinero nuevo que se está invirtiendo últimamente, bla, bla, bla, cuando Zach entra en la galería. Me giro hasta colocarme de espaldas a la puerta. La verdad es que no tengo ganas de verlo. Bueno, sí que quiero verlo, pero no ahora. No en este contexto.
Me tapo la oreja para escuchar mejor a Michael Genner a través del teléfono. Zach se inclina sobre mi escritorio y coge un trozo de papel. Siento su presencia en el perímetro de mi corazón. Olvídate de lo de ser mordaz: me decido a ser amistosa y profesional. Eso es. Estate quieto, estúpido corazón.
En el papel escribe: «¿Hamburguesa esta noche?».
«Ocupada», garabateo bajo sus palabras. No es mentira. Voy a salir con Azalea y unos amigos después de la inauguración. Genner está diciendo algo bastante predecible sobre los administradores de fondos de inversión y cómo han conseguido inflar la burbuja, y yo intento concentrarme.
«Mañana por la noche», escribe Zach.
«OCUPADA». Tampoco eso es mentira. Mañana por la noche he quedado con Lulú para comer comida china y jugar al
backgammon
, cosa que hacemos todas las semanas. Le acerco la nota a Zach por encima del escritorio y me doy la vuelta en la silla hasta darle la espalda. Estoy intentando escuchar al reportero. Creo que Zach debería irse.
—Llámame si se te ocurre algo que quieras añadir —dice el reportero antes de colgar—. Estoy buscando coleccionistas de los que van a las exposiciones de los doctorandos en Bellas Artes para hablar con ellos.
Cierro el móvil, pero no me doy la vuelta enseguida. Primero, respiro hondo. Creí que había superado lo de Zach. Como de costumbre, me equivocaba.
—El jueves por la noche, entonces —dice Zach cuando me giro. Ha ido hasta el centro de la galería y está examinando una de las acuarelas.
—Estoy ocupada —digo. No pienso volver a salir con él tan sólo para que pueda averiguar cuánto sé sobre los demás finellis. Si quiere enterarse de lo que planea hacer Lulú, que la llame.
—Sábado, diecisiete de julio —me suelta, en broma.
—Seguro que estaré ocupada —le digo, sintiéndome tremendamente orgullosa de mí misma.
Y entonces se me escapan las siguientes palabras:
—No entiendo cómo puedes pedirme que salga contigo cuando estás saliendo con ella. —Nada amistoso. Y definitivamente, nada profesional.
—¿Con ella? ¿Con quién? —dice, mientras una sonrisa se dibuja lentamente sobre su cara.
—Ya sabes quién —contesto. Me estoy calentando. ¿Se puede saber qué hace, sonriéndome así?
—McMurray —dice Zach, aún sonriendo—. Jamás habría pensado que fueses celosa.
—¿Celosa? —estoy tan indignada que se me escapa la saliva de la boca—. Esto no tiene nada que ver con los celos. Tiene que ver con la ética. Está mal por tu parte invitarme a cenar cuando tienes novia.
Ahora se echa a reír. Es contagioso, sí, como siempre, pero no me dejo contagiar.
—No tengo novia —dice.
—¿Ahora me mientes? Lo último que oí fue que Alexis y tú ibais a casaros en la Galería LaReine en otoño.
—¿De dónde has sacado esa información? —pregunta, con el mismo tono de broma. Vuelve a acercarse a mi escritorio—. Tienes que buscarte mejores fuentes. Nunca llegarás a ser nadie en el mundillo del arte si no tienes acceso a información veraz.
Me pongo en pie frente a él cuando rodea el escritorio. Él es mucho más alto, y cuando levanto la mirada hacia su cara me siento casi diminuta.
—¿Y quién dice que quiera llegar a ser alguien en el mundillo del arte?
—Alexis y yo somos amigos. Colegas —dice—. Eso es todo.
—No es eso lo que he oído —digo. Me queda muy petulante, porque deseo que sea verdad.
Zach extiende el brazo y me empuja la barbilla hacia arriba con un dedo.
—¿Por eso has estado tan rara últimamente?
—Has sido tú el que ha estado raro. No salgo con chicos que están comprometidos.
—No estoy comprometido —dice—. Aún.
Nos quedamos así unos segundos, su mano bajo mi barbilla, los ojos fijos en los del otro.
—Eh, ¿vas a ir a Venecia? —me pregunta, dejando caer la mano y desviando la mirada.
—Por supuesto.
—Salgo pasado mañana —dice, mirándome de nuevo—. Voy a Corea con un cliente y después a Tokio. ¿Podemos vernos en Venecia? ¿Podemos cenar juntos allí?
Asiento con la cabeza. Me besa suavemente en la mejilla. Es tan sólo un ligero roce de sus labios contra mi piel, pero siento una descarga eléctrica.
*
Aquella noche, en la inauguración, más que andar doy saltos. Hasta Simon nota mi alegría.
—Mézclate, mézclate —dice—. Las acuarelas parecen hechas para ti, haz que parezcan sexy.
Hago todo lo que puedo, y consigo que el tío de «hay que ser uno mismo» se sienta como un campeón por haber sido uno de los primeros compradores de Finelli. Estoy a punto de sugerirle que continúe con su racha de suerte comprando uno de los cuadros de Tokuno cuando Meredith, Julia y Alexis entran en la galería. Las tres llevan el mismo vestido, o variaciones sobre el mismo, una columna negra con tirantes.
Se arremolinan en torno a mí, ignorando a Zapatillas Naranja hasta que les digo que es un nuevo coleccionista.
—Fue lo suficientemente inteligente como para subirse pronto al carro de Finelli —les digo—. Está haciéndose con una colección maravillosa.
En un momento, Alexis se lo lleva hábilmente a un lado.
—¿Por qué me dijisteis que Alexis estaba saliendo con Zach? —les pregunto a Julia y a Meredith en cuanto Alexis se aleja. He preguntado demasiado rápido. Meredith y Julia me observan con cara de cotillas. ¿Por qué tanto interés? Por qué.
—Sólo eran amigos —dice Meredith. Agita la mano, desdeñosa, como si fuese una noticia ya pasada.
—Dijiste que estaban planeando su boda —le recuerdo.
Julia suelta un resoplido muy femenino.
—Ella sí. El no.
—Ella esperaba que llegase a ser algo más —explica Meredith, sin dejar de observarme con atención.
—Ella está deseando tener algo más —dice Julia, sorprendentemente maliciosa. Señala a Alexis—. Y algunos hombres ofrecen más MÁS que otros. Aunque, lo cual resulta muy poco práctico, estén casados.
Meredith me mira directamente a los ojos; es la interrogadora profesional.
—¿Estás interesada?
—Por supuesto que no —protesto. Una vez más, demasiado—. Jamás saldría con nadie del mundillo del arte.
—Tienes toda la razón. Yo tampoco —añade Julia.
Meredith no dice nada. Se acuesta con un marchante que está casado. ¿Qué iba a decir?
—Creí que pensaban hacer negocios juntos —digo. Fue esa parte la que hizo que me pareciera todo tan lógico.
—Ella se hizo ilusiones —dice Meredith—. Quiso convencerle de que invirtiera algún dinero para que ella pudiera entrar en el negocio. El problema es que Zach no tiene dinero.
—Una vez se dio cuenta de que no tenía dinero, Alexis supo que Zach no estaba hecho para ella —añade Julia, aunque resulta innecesario—. Pobre Zach.
*
Aquella noche me permito sumergirme en una fantasía romántica en la que Zach y yo aparecemos en una góndola en Venecia, deslizándonos sobre el Gran Canal. La parte de la góndola es un poco cursi, así que intento reemplazarla con otra historia en la que Zach me tira sobre la cama. Esa también me gusta, sobre todo la parte en la que, por la mañana, cubiertos tan sólo con las sábanas, abrimos las contraventanas y desayunamos en una terraza que da al canal. Me he enamorado de Zach, me doy cuenta, estúpidamente. El que, por lo visto, yo no haya tenido ni voz ni voto en este asunto resulta humillante, por no decir algo peor. Pero no puedo dejar de pensar en él.
Para sacármelo de la cabeza, echo mano de la libreta que me regaló Lulú. El ansia creativa que se despertó en mí esta misma mañana aún no se ha aplacado. Empiezo a escribir. Dejo que mi mano se deslice sobre las páginas. Me gusta. Solía sentirme igual de bien al poner el pincel sobre el lienzo después de un tiempo sin pintar, como aquella noche en el estudio de Jeffrey en Florencia. Por ahora, me engaño a mí misma pensando que siempre será igual de agradable.
La Bienal de Venecia. Venecia, Italia
Un año sí, un año no, todos los que forman parte de la escena artística a nivel internacional viajan a Venecia a principios de junio para asistir a la Bienal. Los países participantes montan pabellones en los jardines en los que se exponen obras de arte, y a lo largo del verano y el otoño acuden miles de personas de todo el mundo para admirarlas. Para los marchantes, los coleccionistas, los críticos, los empleados de los museos y sus juntas directivas, que componen lo que podría denominarse como la «pandilla del arte», sólo hay un momento para visitar la Bienal de Venecia, y ese momento es la inauguración. La inauguración tiene lugar, de forma muy conveniente, la semana antes de que dé comienzo Arte Basilea.