Alexis Zorba el griego (43 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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Una gran estrella fugaz rayó el cielo; Zorba se sorprendió y abrió los ojos como si por vez primera contemplara tal fenómeno.

—¿Viste esa estrella? —me preguntó.

—Sí.

Callamos.

De improviso, Zorba alargó desmesuradamente el delgado cuello, hinchó el pecho y lanzó un grito salvaje y desesperado. Y al instante el grito canalizó en humanas palabras y de las entrañas de Zorba surgió un viejo canto monótono, impregnado de tristeza y de soledad. Como si se hendiera el corazón de la tierra, se derramó el sutilísimo veneno oriental y yo sentí que se desmenuzaban en mí todas las fibras que me ligaban aún a la virtud y a la esperanza:

Iki kiklik bir tependé otiyor

Otme dé, kiklik, benim dertim yetiyor.

amán! amán!

El desierto; finas arenas hasta el horizonte; aire vibrador, rosado, azul, amarillo; las sienes abiertas, doloridas; el alma lanza un grito enloquecido y se regocija porque ningún otro grito hace eco al que ella lanza. Se me llenaron los ojos de lágrimas.

En la colina cantan dos perdices;

¡No cantes, oh, perdiz; mi propia pena basta,

amán, amán!

Calló Zorba; con rápido ademán se pasó un dedo por la frente para enjugarse el sudor. Luego se inclinó y clavó la mirada en el suelo.

—¿Qué canto turco es ése, Zorba? —le pregunté al cabo de largo rato.

—Es el canto del camellero. Lo entona el camellero al cruzar el desierto. Años hacía que lo tenía olvidado y esta noche...

Alzó la cabeza; la voz le salía áspera: tenía la garganta seca.

—Patrón, es hora de que te acuestes. Mañana has de levantarte con el alba, si te propones embarcarte en Candía. ¡Buenas noches!

—No tengo sueño —le respondí—. Me quedaré contigo. Es la última velada que pasamos juntos.

—Precisamente por eso es preciso darle pronto término —exclamó y puso boca abajo el vaso vacío, lo que indicaba que no quería beber más. Así, decidido, como los valientes apartan de sí el tabaco, el vino, el juego. Con energía y resolución de
palícaro
.
[21]

»Mi padre, sí, te lo aseguro, era un
palícaro
de los buenos. No me mires a mí; yo no soy nada, comparado con él, ni a la suela de los zapatos le llego. Él era de aquellos viejos griegos que dejaron memoria de sus hazañas. Si te apretaba la mano, te trituraba los huesos. Yo hablo a veces, muy de cuando en cuando; mi padre no hablaba: rugía, relinchaba y cantaba: en rara ocasión salía de sus labios una palabra verdaderamente humana. Pues bien: él sufría el embate de todas las pasiones, pero las tajaba a sablazos. Gustábale echar humo como una chimenea; un día se levanta y se dirige a labrar su campo; llega, se recuesta en el cerco, mete mano a la faja para sacar la tabaquera y armar un cigarrillo antes de dar comienzo a la labor: saca la tabaquera, pero la halla vacía; había olvidado llenarla antes de salir de casa. El despecho lo irrita sobremanera; brama; corre hacia el pueblo (como adviertes, la pasión le turbaba el seso); pero de repente, mientras corría, (¡si te digo yo que el hombre es un misterio!), se avergüenza de la debilidad que mostraba, se detiene, desgarra en mil pedazos con los dientes la tabaquera, la patea, le escupe:

»¡Cochina! ¡Cochina! —bramaba—. ¡Basura!

»Y desde ese instante hasta el fin de sus días no volvió a llevar jamás un cigarrillo a la boca. ¡Así proceden los hombres que son hombres, patrón; buenas noches!

Se levantó, cruzó la playa a largas zancadas, sin volver una vez la cabeza. Llegó así al borde del mar y se tendió en la arena.

No volví a verlo. Antes que cantaran los gallos llegó el arriero. Monté en una mula y partí. Sospecho, aunque de ello no tenga certeza, que quizás se hallaba oculto en algún lugar esa mañana para presenciar mi partida; pero no acudió a decir las consabidas palabras de adiós, a provocar enternecimiento y lloriqueos, a sacudir las manos y el pañuelo y a cruzar vanas promesas. La separación se produjo como por un tajo de sable.

En Candía me entregaron un telegrama. Lo tomé en las manos temblorosas y lo miré largo rato. Sabía lo que me anunciaba; veía con tremenda certidumbre las palabras que en él había escritas, letra por letra. Me asaltó el deseo de rasgarlo sin abrirlo. ¿Para qué leer lo que yo ya sabía? Pero ¡ay! poca confianza ponemos en nuestra alma. La razón, práctica tendera, se mofa del alma como nos mofamos de las viejas agoreras y de las brujas. Y también de las ancianas damas de alcurnia un tanto chifladas. Abrí, pues, el telegrama. Veníame desde Tiflis. Por un momento bailaron las letras ante mi vista, sin que pudiera ver las palabras que formaban. Poco a poco recobraron la inmovilidad y leí:

En la tarde de ayer, a consecuencia de una pulmonía, falleció Stavridaki.

Transcurrieron cinco años, cinco largos años de terror, durante los cuales el tiempo corrió desenfrenado: las fronteras geográficas entraban en danza, los Estados se desplegaban y se contraían como acordeones. Zorba y yo nos vimos arrastrados por la borrasca; de tanto en tanto, los primeros años, recibía una esquelita suya.

Una vez, desde el Monte Atos, me envió una tarjeta postal con la imagen de la Virgen, Guardiana de la Puerta, de grandes ojos tristes y barbilla enérgica; debajo de la Virgen, Zorba había escrito con su pesada y gruesa pluma que rompía el papel: "Aquí no hay medio de realizar negocios, patrón. Si hasta a las pulgas tienen herradas los monjes. ¡Me largaré de aquí pronto!" Unos días después, otra postal: "No puedo ir de monasterio en monasterio con el loro a cuestas, como vendedor de feria; se lo regalé a un curioso tipo de monje que le enseñó a un mirlo a cantar el
Kyrie Eleison
. ¡Canta el muy pillo como un verdadero monje, dejándote boquiabierto! Le enseñará a cantar a nuestro pobre loro. ¡Las cosas que llevará vistas en su vida este pícaro! ¡Por el momento, aquí lo tienes convertido en
Pater Loro
! Te abraza cordialmente Pater Alexis, santo anacoreta."

Seis o siete meses más tarde, recibí desde Rumania una tarjeta postal en que se veía a una rolliza dama de amplio escote: "Todavía vivo; como
mamaliga
, bebo vodka, trabajo en pozos petrolíferos, sucio, hediondo, cual rata de albañal. ¡No importa! En estos lugares se halla cuanto el corazón y el estómago puedan exigir. Un verdadero paraíso para un hombre de mi índole. Ya me entiendes, patrón: buena vida, gallina en el puchero, una pollita, además. ¡Dios sea loado! Te abraza cordialmente Alexis Zorbesco, rata de albañal."

Corrieron dos años; recibí otra esquela, procedente de Servia esta vez: "Vivo aún; hace un frío de mil demonios, por lo que me he visto forzado a casarme. Mira a la vuelta y verás sus morros; una real moza. Se le ha hinchado algo el vientre, pues ¿sabes? anda preparándome un Zorbita. A su lado, yo, con el traje que me regalaste; la sortija que ves en el dedo es la de la pobrecilla Bubulina, ¡todo ocurre en este mundo! ¡Haya paz su alma! Ésta que aquí ves se llama Liuba. La capa de cuello de zorro que luzco es parte de la dote de mi mujer, que me trajo, además, una yegua y siete marranos. Y dos niños de sus primeras nupcias, pues olvidé decirte que es viuda. Descubrí en la montaña, muy cerca de aquí, una mina de cobre. Ya logré engatusar a un capitalista. Paso muy buena vida, como un bajá. Te abraza cordialmente Alexis Zorbietch, ex viudo."

Al dorso, la tarjeta traía una fotografía de Zorba, floreciente, con traje de recién casado, gorro de pieles, bastoncillo de barbilindo, amplia capa flamante. Tomada de su brazo una bonita eslava de no más de veinticinco años, yegüita briosa de ancas amplias, de ojos provocadores, revoltosa, calzada con altas botas y provista de abundante pechuga. Al pie de la fotografía, otras grandes letras puestas por Zorba a golpe de azada: "Yo, Zorba, y el asunto interminable: la mujer; ésta se llama Liuba."

Durante todos esos años estuve viajando por tierras extranjeras. Llevaba también yo un asunto interminable; pero no lucía el mío opulentos pechos, ni me traía en dote capas de pieles ni marranos.

Un día, en Berlín, recibí un telegrama:

"Encontré magnífica piedra verde. Ven inmediatamente. Zorba."

Era en tiempo en que Alemania padecía hambre. Había caído tan bajo el marco que para comprar lo más insignificante —un sello de correos, por ejemplo— os veíais obligados a llevar millones en valijas. Hambre, frío, ropas harapientas, zapatos rotos, muy empalidecidas las antes rubicundas mejillas germanas; al soplo de la brisa, cual hojas secas, caían los hombres en las calles. A los niñitos les daban un trozo de goma para que lo chuparan y cesaran en sus llantos. Por la noche, la policía montaba guardia en los puentes del río, para evitar que las madres se arrojaran al agua con sus pequeñuelos.

Era pleno invierno; nevaba. En la habitación contigua a la que yo ocupaba, un profesor alemán, orientalista, para entrar en calor tomaba el largo pincel, al modo trabajoso que se usa en extremo Oriente, y esforzábase por copiar en chino algunos viejos poemas de aquel país, o alguna sentencia de Confucio. La punta del pincel, el codo alzado y el corazón del sabio habían de formar un triángulo.

—Al cabo de unos minutos —me decía satisfecho—, me sudan los sobacos y entro en calor.

En tales días de amargura, llegábame el telegrama de Zorba. En un principio me irrité: millones de hombres se envilecen y flaquean porque no tienen siquiera un mendrugo para sostén de su alma y de sus huesos, y he aquí un telegrama que te invita a recorrer miles de kilómetros para ver una hermosa piedra verde... ¡Maldita sea la belleza! exclamé. Pues carece de corazón y no la aflige el dolor humano.

Pero enseguida quedé pasmado: la indignación se aventaba y advertía yo que al llamado inhumano de Zorba hacíale eco otro inhumano llamado en mi interior. También dentro de mí un pájaro silvestre tendía las alas, dispuesto a alzar el vuelo.

Sin embargo, no salí. De nuevo faltóme el ánimo. No quise escuchar el divino y feroz clamor que en mí se levantaba; no emprendí la acción generosa e insensata. Presté oídos a la voz prudente, humana, de la lógica, y tomé la pluma para explicarle a Zorba la razón de mi conducta.

Me contestó:

"Sin que sea faltarte al respeto, patrón, te diré que tienes alma de cagatinta. ¡Desdichado, se te brinda la oportunidad de ver una vez en tu vida una hermosa piedra verde y la desdeñas! A fe que algunas veces, cuando no tenía cosa mejor que hacer, he cavilado acerca de si habrá o no habrá infierno. Pues ayer, en cuanto recibí tu carta, exclamé: ¡No cabe duda de que existe un infierno adonde van a parar los cagatintas como tú!"

Desde entonces no volvió a escribir. Nuevamente, acontecimientos terribles se interpusieron entre nosotros; el mundo seguía tambaleándose como un ebrio, la tierra se desgarró, las amistades y preocupaciones personales cayeron al abismo.

A menudo hablábales a mis amigos de aquella alma superior; admirábamos el andar firme y altivo, despreocupado de la razón, de aquel hombre inculto. Las alturas espirituales que nos cuestan años y fatigas alcanzar, las escalaba Zorba de un brinco. Decíamos, entonces: "Zorba es una gran alma." A veces el brinco lo llevaba más alto que aquellas alturas y entonces decíamos: "Zorba está loco."

Así transcurría el tiempo, suavemente envenenado por los recuerdos. Pesaba también en mi alma la otra sombra, la de mi amigo; no se apartaba de mí, pues yo no me apartaba de ella.

Pero con nadie hablaba de esa sombra. Conversaba con ella a escondidas, y gracias a ella me sentía reconciliado con la muerte. Era un puente oculto que me unía con la otra orilla. Cuando el alma de mi amigo cruzaba el puente, veíala agotada y pálida; sin fuerzas para estrecharme la mano.

A veces pensaba con espanto que quizás a mi amigo no le haya alcanzado el tiempo en la tierra para sublimar en libertad la esclavitud del cuerpo, para preparar y fortalecer el alma de modo que en el instante postrero no la dominara el pánico de la muerte y quedara aniquilada. Quizás, pensaba, faltóle tiempo para inmortalizar lo que en él podía ser inmortalizado.

Pero de cuando en cuando recobraba fuerzas —¿él las recobraba o se las daba yo al recordarlo con intensificada ternura?— y acudía entonces rejuvenecido y exigente y hasta me parecía oír el rumor de sus pasos en la escalera.

Ese invierno había cumplido yo solo una peregrinación a las altas montañas de Engadina, donde alguna vez en compañía de mi amigo y de una mujer muy querida, habíamos vivido horas deleitables.

Dormía en el mismo hotel en que entonces nos alojamos. La luz de la luna penetraba por la abierta ventana y sentía en el sueño que con ella entraban las montañas, los pinos cubiertos de nieve y la plácida noche azul.

Experimentaba indecible contentamiento, como si el sueño fuera profundo mar, tranquilo y transparente, y yo estuviera acostado en su seno, inmóvil y feliz, con tan delicada sensibilidad que si una barca surcara la superficie a miles de brazadas por encima de mí, me hubiera cortado el cuerpo. De pronto, cayó una sombra sobre mi sueño. Comprendí quien era. Resonó su acento, cargado de reproche:

—¿Duermes?

Yo le contesté con igual tono:

—Mucho te hiciste esperar; hace meses que no oigo el sonido de tu voz. ¿Por dónde vagabas?

—Estoy incesantemente a tu lado; eres tú quien me olvida. No siempre hallo fuerzas para llamarte y tú tratas de abandonarme. ¡Bien está el claro de luna y los árboles cubiertos de nieve y la vida en la superficie de la tierra; pero, por favor, no te olvides de mí!

—Nunca me olvido de ti, bien lo sabes. En los primeros días que siguieron al de tu partida, corría por abruptas montañas fatigando mi cuerpo hasta rendirlo; pasaba noches enteras en vela pensando en ti. Hasta compuse unos poemas para desahogar la pena de mi alma; pero eran mezquinas poesías que no me traían alivio alguno. Una de esas poesías comienza así:

Mientras te ibas, al lado de Caronte, yo admiraba su estatura y la tuya, el paso ágil de ambos al hollar el áspero sendero.

Eran como dos patos salvajes que al rayar el alba despiertan y alzan el vuelo.

Otra poesía, también inconclusa, era para decirte:

¡Aprieta los dientes, oh, amigo muy querido,

para que no pueda huir de ti el alma!

Sonrió amargamente. Inclinó el rostro hacia mí y me estremeció la palidez de su semblante. Miróme largamente con las órbitas huecas, donde faltaban los ojos. Solamente había en ellas dos pizquitas de tierra.

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