Tenía que haber otra docena de desvanecedores abajo. Demasiados para dispararles sin poder verlos. Una bala le rozó el muslo. Se volvió y esquivó, saltó sobre los cuerpos de los caídos y corrió por el pasillo. Las balas lo persiguieron, el suelo saltó hecho pedazos, los hombres gritaban desde abajo mientras le disparaban con todo lo que tenían.
Alcanzó la puerta del fondo del pasillo. Estaba cerrada con llave. Una buena dosis de peso aumentado, junto con un poco de impulso con el hombro, lo solventó. Se abrió paso y se encontró en una pequeña habitación sin ventanas ni otras puertas.
Un hombre pequeño y calvo se acurrucaba en un rincón. Una mujer de pelo dorado y con un vestido arrugado estaba sentada en un banco al fondo, los ojos enrojecidos, el rostro demacrado. Steris. Parecía completamente aturdida cuando Wax irrumpió a través de la puerta rota, los faldones del gabán de bruma agitándose a su alrededor. Wax empujó hacia el pasillo algunos de los clavos del suelo, haciendo que las tablas se agitaran y atrayendo gran parte de los disparos.
—¿
Lord Waxillium
? —dijo Steris, sorprendida.
—En la mayor parte —respondió él, con un respingo—. Puede que me haya dejado un dedo o dos en ese pasillo.
Miró al hombre del rincón.
—¿Quién es usted?
—Nouxil.
—El armero —dijo Wax, lanzándole una escopeta.
—La verdad es que no soy muy bueno disparando —respondió el hombre, con aspecto aterrado. Unas cuantas balas atravesaron el suelo entre ambos. Los desvanecedores habían advertido que los habían engañado. Sabían lo que estaba buscando.
—No importa si dispara bien o no —dijo Wax, alzando la mano vacía hacia la pared del fondo y abriéndola con un empujón de peso aumentado—. Lo que importa es si sabe nadar o no.
—¿Qué? Pues claro que sé. ¿Pero por qué…?
—Agárrese fuerte —dijo Wax mientras más disparos brotaban a su alrededor. Empujó la escopeta que el armero tenía en las manos, lanzándolo por la abertura y proyectándolo unos diez metros hacia el canal.
Wax se giró y agarró a Steris cuando esta se levantaba.
—¿Y las otras chicas? —preguntó.
—No he visto a ninguna de las otras cautivas —respondió ella—. Los desvanecedores dieron a entender que las habían enviado a alguna parte.
«Maldición», pensó él. Bueno, había tenido suerte de encontrar aunque fuera a Steris. Empujó levemente los clavos del suelo, impulsándolos a los dos hacia el techo. Mientras se acercaban, se aprovechó del hecho de que no importaba lo pesado que fuera un objeto cuando se trataba de caer. Todos los objetos caían al mismo ritmo. Eso significaba que aumentar su peso muchas veces no afectaría a su movimiento.
Alzó la escopeta y disparó una andanada concentrada de perdigones al techo. Entonces los empujó con brusquedad, pues con su peso aumentado el empujón no lo movió mucho, mientras que cuando era más liviano, un empujón lo afectaba grandemente.
El resultado fue que continuó su impulso hacia arriba, pero el empujón abrió un agujero en el techo. Se volvió increíblemente liviano y empujó con más fuerza los clavos de abajo. Los dos atravesaron el agujero, impelidos quince o veinte metros al aire. Giró en la noche, los faldones del gabán de bruma extendidos hacia fuera, la humeante escopeta agarrada con fuerza en un brazo, Steris en el otro. Las balas de abajo dejaban surcos en la bruma que danzaba a su alrededor.
Steris soltó un gritito y se agarró a él. Wax extrajo todo el peso que le quedaba, vaciando sus mentes de metal por completo. Eran cientos y cientos de horas de peso, suficientes para hacerlo aplastar las piedras del pavimento si intentaba caminar sobre ellas. Al extraño modo de la feruquimia, no se hizo más denso: las balas podían atravesarlo fácilmente si lo alcanzaban. Pero con este increíble aumento de peso, su habilidad para empujar se volvió increíble.
Usó ese peso para empujar hacia abajo con todo lo que tenía. Abajo había numerosas líneas de metal. Clavos. Pomos. Armas. Efectos personales.
El edificio tembló, luego onduló, después se hizo pedazos cuando cada clavo de su estructura fue lanzado hacia abajo como impulsado por una ametralladora. Hubo un estrépito enorme. El edificio se desplomó contra el túnel del ferrocarril sobre el que estaba construido.
El peso desapareció de él en un instante, agravado sobre sí mismo en ese momento, sus mentes de metal agotadas a la vez. Wax dejó que la gravedad se apoderara de él, y cayó a través de las brumas, con Steris abrazada. Aterrizaron en mitad del caos al pie del túnel ferroviario. Por todo el suelo había troncos aplastados y fragmentos de muebles.
En la salida del túnel había tres desvanecedores, boquiabiertos. Wax alzó la escopeta y la amartilló con alomancia, luego los abatió. Eran los únicos que todavía estaban de pie. Todos los demás habían quedado aplastados en el túnel.
—¡Oh, Superviviente de las Brumas! —exclamó Steris, las mejillas coloradas, los ojos como platos, los labios abiertos mientras lo abrazaba. No parecía aterrorizada. Si acaso, parecía excitada.
«Eres una mujer extraña, Steris», pensó Wax.
—¿Te das cuenta de que has renunciado a tu llamada, Waxillium? —gritó una voz desde el interior del negro túnel. Era Miles—. Eres un ejército en ti mismo. Has desperdiciado la vida que tomaste.
—Tenga esto —le dijo Wax en voz baja a Steris, tendiéndole la escopeta. La amartilló. Quedaba un cartucho—. Sujétela con fuerza. Quiero que corra hacia la comisaría. Está en la Quince y Ruman. Si uno de los desvanecedores la persigue, dispare.
—Pero…
—No espero que le dé —dijo Wax—. Estaré atento al sonido del disparo.
Ella trató de decir algo más, pero Wax se agachó para poner su centro de masa bajo ella, y luego cuidadosamente empujó la escopeta hacia arriba hasta su torso. La usó para lanzarla hacia arriba y fuera del pozo. Ella aterrizó torpemente, pero a salvo, y vaciló solo un momento antes de echar a correr entre las brumas.
Wax se hizo a un lado, asegurándose de que el fuego no recortaba su silueta. Desenfundó una Sterrion y cogió algunas balas. Recargó mientras se agachaba.
—¿Waxillium? —llamó Miles desde el interior del túnel—. Si has acabado de jugar, quizá te gustaría venir a zanjar las cosas.
Wax se arrastró hasta la boca del túnel, luego entró. Las brumas lo habían llenado, dificultando la visión… cosa que también entorpecería a Miles. Avanzó con cautela hasta que vio la luz del gran taller al fondo, donde los incendios seguían ardiendo.
Con esa luz, pudo distinguir tenuemente la silueta de una figura que estaba de pie en el túnel, apuntando con un arma a la cabeza de una mujer esbelta. Marasi.
Waxillium se detuvo, el pulso acelerado. Pero no, esto era parte del plan. Era perfecto. Excepto…
—Sé que estás ahí —dijo la voz de Miles. Otra figura se movió, lanzando unas antorchas improvisadas a la oscuridad.
Con una gélida sensación de horror, Waxillium advirtió que Miles no era el que sujetaba a Marasi. Estaba demasiado atrás. El hombre que retenía a Marasi era el que se llamaba Tarson, el brazo de peltre de sangre koloss.
Con el rostro iluminado por la temblorosa luz de la antorcha, Marasi parecía aterrorizada. Waxillium sintió los dedos resbalosos en la culata del revólver. El brazo de peltre se encargaba de mantener a Marasi entre él y el lado del túnel donde estaba Waxillium, la pistola apoyada en su nuca. Era fornido y duro, pero no muy alto. Solo tenía veintitantos años: como todos los de sangre koloss, continuaría haciéndose más alto durante toda su vida.
Fuera como fuese, en este momento, Waxillium no podía apuntarlo.
«Oh, Armonía —pensó—. Está volviendo a suceder.»
Algo se agitó en la oscuridad cercana. Waxillium dio un salto y casi disparó hasta que vio el contorno de la cara de Wayne.
—Lo siento —susurró Wayne—. Cuando la agarraron, pensé que era Miles, Y por eso…
—No importa —dijo Waxillium en voz baja.
—¿Qué hacemos ahora?
—No lo sé.
—Tú siempre lo sabes.
Waxillium guardó silencio.
—¡Puedo oíros susurrar! —exclamó Miles. Avanzó y arrojó otra antorcha.
«Solo unos pasos más», pensó Waxillium.
Miles se detuvo, observando las reptantes brumas con lo que parecía ser desconfianza. Marasi gimió. Luego intentó zafarse, como había hecho en el banquete de bodas.
—Nada de eso —dijo Tarson, sujetándola con cuidado. Disparó un tiro justo delante de su cara, luego volvió a ponerle la pistola en la nuca. Ella se detuvo.
Waxillium alzó su revólver.
«No puedo hacer esto. No puedo ver morir a otra. No por mi mano.»
—Muy bien —exclamó Miles—. Bien. ¿Quieres ponerme a prueba, Wax? Voy a contar hasta tres. Si llego a tres, Tarson dispara, no habrá más advertencias. Uno.
«Lo va a hacer —advirtió Waxillium. Sintiéndose indefenso, culpable, abrumado—. Lo va a hacer de verdad.» Miles no necesitaba ningún rehén. Si amenazarla no hacía que Waxillium saliera, no se molestaría con ella.
—Dos.
Sangre en los ladrillos. Un rostro sonriente.
—¿Wax? —susurró Wayne, urgente.
«Oh, Armonía, si alguna vez te he necesitado…»
—Tr…
—¡Wayne! —gritó Waxillium, incorporándose.
La burbuja de velocidad se alzó. Tarson dispararía en unos instantes. Miles tras él, apuntando furioso. La luz de las antorchas detenida. Era como ver de nuevo una explosión avanzando lentamente. Waxillium alzó su Sterrion, y descubrió que su brazo estaba increíblemente firme.
También estaba firme el día que le disparó a Lessie.
Le había disparado con esta misma arma.
Sudando, tratando de desterrar las imágenes de su cabeza, intentó encontrar un buen ángulo de tiro para alcanzar a Tarson. No había ninguno. Oh, podía alcanzarlo, pero no en un sitio donde lo hiciera caer inmediatamente. Y si Waxillium no acertaba bien, el hombre le dispararía a Marasi por reflejo.
La cabeza era el mejor sitio para abatir a un brazo de peltre. Pero Waxillium no podía ver la cabeza. ¿Podría disparar el arma? El rostro de Marasi estaba de por medio ¿A las rodillas? Podría alcanzar una rodilla. No. Un brazo de peltre ignoraría la mayoría de las heridas. Si el daño no era inmediatamente letal, aguantaría en pie, y dispararía.
Tenía que ser en la cabeza.
Waxillium contuvo la respiración. «Esta es el arma más precisa que he disparado jamás —pensó—. No puedo quedarme aquí, inmóvil. Tengo que actuar.»
«Tengo que hacer algo.»
El sudor le corría por la barbilla. Alzó la mano ante él con un rápido movimiento, y luego apuntó con la Sterrion a un lado, desviada de Marasi o Tarson. Disparó.
La bala salió de la burbuja en un instante, luego llegó al tiempo más lento. Se desvió, como hacían siempre las balas cuando se disparaban desde dentro de una burbuja de velocidad. La vio volar, juzgando su nueva trayectoria. Avanzaba lentamente, girando mientras cortaba el aire.
Wax apuntó con cuidado, esperó varios angustiosos instantes. Luego preparó su acero.
—Déjala caer cuando avise —susurró.
Wayne asintió.
—Ahora.
Wax disparó y empujó.
La burbuja de velocidad cayó.
—… es! —exclamó Miles.
Una pequeña lluvia de chispas explotó en el aire mientras la segunda bala de Wax, impulsada con increíble velocidad por su empujón de acero, alcanzó a la otra en el aire y la desvió a un lado: detrás de Marasi, en la cabeza de Tarson.
El brazo de peltre cayó inmediatamente, la pistola resbaló al suelo, los ojos mirando aturdidos hacia arriba. Miles se quedó boquiabierto. Marasi parpadeó, luego se dio media vuelta, llevándose las manos al pecho.
—Ah, rayos —dijo Wayne—. ¿Tenías que darle en la cabeza? Era mi sombrero de la suerte lo que llevaba puesto.
Miles se recuperó de la sorpresa y alzó el revólver para apuntar a Wax, que se volvió y disparó primero, alcanzándolo en la mano y haciéndole soltar la pistola. Wax le volvió a disparar, lanzándola hacia la otra sala.
—¡Deja de hacer eso! —gritó Miles—. Hijo de…
Wax le disparó en la boca, haciéndolo retroceder un paso y escupir trozos de diente. Miles seguía llevando los restos desgarrados de los pantalones.
—Alguien debería de haber hecho eso hace siglos —murmuró Wayne.
—No durará —respondió Wax, disparándole de nuevo a Miles en la cara para mantenerlo desorientado—. Es hora de que te marches, Wayne. El plan secundario sigue en marcha.
—¿Seguro que los tienes a todos controlados, socio?
—Tarson era el último.
«Y será mejor que no me equivoque…»
—Coge mi sombrero si tienes oportunidad —dijo Wayne, marchándose mientras Wax le disparaba de nuevo a Miles en la cara. Apenas le molestó, y el hombre semidesnudo saltó hacia delante. Hacia Marasi. Miles estaba desarmado, pero había muerte en sus ojos.
Wax se abalanzó, arrojándole la pistola vacía a Miles, y sacando luego un puñado de balas. Las empujó hacia el antiguo vigilante. Una le rozó el brazo, otra le atravesó el estómago y salió por el otro lado, pero ninguna se alojó de un modo que Wax pudiera empujar para hacer retroceder a Miles.
Lo alcanzó antes de que llegara a Marasi. Los dos cayeron en tromba al sucio suelo, bajo las brumas que flotaban a poca altura.
Wax agarró a Miles por el hombro y empezó a darle puñetazos. «Solo… mantenlo… entretenido…»
Miles mostró una sonrisa de diversión a pesar de todas las molestias. Recibió los puñetazos, mientras la mano de Wax se magullaba en el proceso. Wax podía golpear hasta que los nudillos se le rompieran y su mano quedara reducida a pulpa ensangrentada, y Miles no estaría peor.
—Sabía que irías a por la chica —dijo Wax, llamando la atención de Miles—. Hablas mucho de justicia, pero en el fondo, no eres más que un insignificante criminal.
Miles bufó y se libró de Wax de una patada. El dolor ardió en el pecho de Wax mientras era arrojado a una zona fangosa del túnel y el agua fría chapoteaba a su alrededor, empapando su gabán de bruma.
Miles se levantó, limpiándose la sangre del labio que se había roto y luego curado.
—¿Sabes lo que es triste de verdad, Wax? Que te entiendo. He sentido lo mismo que tú, he pensado lo mismo que tú. Pero siempre estaba esa lejana insatisfacción por dentro. Como una tormenta en el horizonte.
Wax se puso en pie y le dio un puñetazo en el riñón. Ni siquiera provocó un quejido. Miles lo agarró por el brazo, retorciéndolo, haciendo que su hombro ardiera de dolor. Wax jadeó, y Miles le dio una patada tras la rodilla, enviándolo de nuevo al suelo.