—No, sí que lo tiene. La forma en que ansiaban disparar, la manera en que su jefe se dejó llevar para dispararle a Peterus…
—Exactamente —dijo él—. Tenían experiencia como ladrones. Pero no eran refinados en su oficio.
—Un método sencillo para determinar el tipo de criminal es por a quién matan y cuándo —dijo Marasi, citando una línea de uno de sus libros de texto—. Los asesinos acaban ahorcados; robar solamente puede significar escapar a la muerte. Esos hombres, si hubieran sabido realmente lo que estaban haciendo, se habrían marchado rápidamente, alegres de no haber tenido que disparar.
—Así que eran hampones callejeros —dijo Waxillium—. Delincuentes comunes.
—Con armas muy caras —respondió Marasi, frunciendo el ceño—. Lo cual implica un patrocinador externo, ¿no?
—Sí —dijo Waxillium, ansioso—. Al principio, me sentí muy confuso. Estaba convencido de que todo era por los secuestros, que los robos eran solo una tapadera. Pero los hombres de anoche estaban verdaderamente interesados en lo que robaban. Me sorprendió. Juzgando por el precio del aluminio, y por cuánto han tenido que gastar para forjar esas armas, han invertido una fortuna para conseguir una cantidad menor en el robo de anoche. No tenía sentido.
—A menos que estemos tratando con dos grupos que trabajan juntos —dijo Marasi, comprendiendo—. Alguien ha subvencionado a los bandidos, permitiéndoles perpetrar esos robos. El grupo que subvenciona, sin embargo, exige que secuestren a ciertas personas, para que parezca una toma de rehenes aleatoria.
—¡Sí! El que los patrocina, sea quien sea, quiere a las mujeres secuestradas. Y los desvanecedores se quedan con lo que roben, o tal vez con un porcentaje. Todo está hecho para usar los robos como tapadera, pero es posible que los bandidos mismos no comprendan que están siendo utilizados.
Marasi frunció el ceño y se mordió el labio.
—Pero eso significa…
—¿Qué?
—Bueno, esperaba que esto hubiera casi acabado ya —explicó—. Considerabas que los ladrones eran menos de cuarenta, y Wayne y tú matasteis o incapacitasteis a una treintena.
—A treinta y uno —dijo él, absorto.
—Había dado por hecho que los restantes contarían sus pérdidas y huirían. Cabría pensar que matar a tres cuartas partes de un grupo debería ser suficiente para disolverlos.
—Así sería, en mi experiencia.
—Pero esto es diferente —dijo ella—. El jefe de los bandidos tiene un patrocinador externo que ofrece dinero y armas —frunció el ceño—. El jefe habló de «venganza», que yo recuerde. ¿Podría ser el jefe y el patrocinador a la vez?
—Es posible —dijo Waxillium—. Pero lo dudo. Parte de todo este asunto es que otro haga el trabajo peligroso por ti.
—De acuerdo —dijo ella—. Pero el jefe parece tener su propia ideología. Tal vez fue elegido por eso. Los delincuentes a menudo utilizan habilidades de racionalización básica para justificar lo que hacen, y un hombre que pudiera capitalizar eso (junto con la promesa de riquezas y montones de diversión pegando tiros) sería el intermediario ideal, como si dijéramos.
Waxillium sonrió de oreja a oreja.
—¿Qué? —preguntó ella.
—¿Te das cuenta de que me he pasado toda la noche para llegar a esas conclusiones? Tú acabas de llegar a ellas en… ¿cuánto? ¿Diez minutos?
Ella no le dio importancia.
—Podría decirse que tuve una pequeña ayuda por tu parte.
—Podría decirse que tuve una pequeña ayuda de mí mismo, técnicamente.
—Las voces que te susurran como resultado de la privación del sueño no cuentan, mi señor.
Él volvió a sonreír, y luego se levantó.
—Ven. Dime qué piensas de esto.
Llena de curiosidad, ella lo siguió hasta la parte delantera de la habitación, donde había advertido el montón de papel. Él le dio un tirón, revelando un papel de metro y medio de largo y varios palmos de ancho. Waxillium se arrodilló en el suelo, pero a ella le costó más trabajo con la falda. Así que tan solo se inclinó hacia delante y miró por encima de su hombro.
—¿Genealogías? —preguntó, sorprendida. Parecía que él había rastreado a cada mujer secuestrada hasta el Origen, empezando con sus nombres a la izquierda de la larga hoja, y luego trabajando hacia atrás. No estaban todos los parientes, pero sí incluía a los antepasados directos y unos cuantos nombres notables en cada generación para cada rehén.
—¿Bien? —preguntó él.
—Estoy empezando a sospechar que eres un poco raro, milord —dijo ella—. ¿Te has pasado toda la noche haciendo esto?
—Me llevó bastante tiempo, aunque el periódico de Wayne me dio una buena ventaja. Por fortuna, la biblioteca de mi tío tenía extensas fuentes genealógicas. Era un hobby suyo. ¿Pero qué te parece?
—Que menos mal que pronto vas a comprometerte, pues una buena esposa se habría encargado de que descansaras, en vez de dedicarte a escribir toda la noche a la luz de las velas. Es malo para la vista, ¿sabes?
—Tenemos electricidad —dijo él, señalando hacia arriba—. Además, dudo de que Steris se preocupe por mis hábitos nocturnos. No está en el contrato, ¿sabes?
Había un toque de amargura en su tono: débil, pero reconocible.
Ella había hecho el comentario para entretenerlo unos momentos y poder leer más nombres.
—Alománticos —dijo—. Has analizado los linajes en busca de poderes alománticos en su herencia. Todas convergen hacia el Lord Nacido de la Bruma. ¿No lo mencionó Wayne?
—Sí. Creo que quien está detrás de todo esto busca alománticos. Está creando un ejército. Escoge a la gente porque sospecha que son alománticos en secreto. El hecho de que no se sepa si lo son hace más difícil reconocer lo que está haciendo.
—Pero Steris no es alomántica. Lo prometo.
—Eso me preocupó durante un tiempo —dijo él—. Pero no es un tema importante. Verás, está escogiendo a personas que cree que es probable que sean alománticas, pero está destinado a equivocarse unas cuantas veces —Waxillium señaló el papel—. Esto me hace preocuparme por ella. Cuando el patrocinador descubra que no es lo que creía, correrá más peligro.
«Por eso has estado despierto toda la noche —advirtió ella—. Crees que no hay tiempo.»
Todo esto por una mujer a la que obviamente no amaba. Era difícil no estar celosa.
«¿Qué? —pensó—. ¿Habrías preferido que te secuestraran a ti? Chica estúpida.»
Advirtió que su propio nombre estaba en la lista.
—¿Tienes mi genealogía? —preguntó, sorprendida.
—Tuve que pedirla —dijo él—. Me temo que algunos funcionarios se enfadaron mucho en mitad de la noche. Eres muy rara.
—¿Cómo?
—Oh. Hum, me refiero en la lista. ¿Ves esto? Eres prima segunda de Steris.
—¿Y?
—Y, eso significa que eres… bueno, es difícil de explicar. Eres, esencialmente, prima en sexto grado del linaje principal. Todas las demás, incluyendo a Steris, estaban mucho mejor conectadas: tú tienes el linaje por parte de padre que diluye tus conexiones. Eso te convierte en un objetivo raro, comparado con las demás. Me pregunto si te eligieron porque querían llevarse a alguien al azar que rompiera la pauta y nos hiciera dudar.
—Es posible —dijo ella con cuidado—. Después de todo, no sabían que Steris estaba sentada con nosotros.
—Muy cierto. Pero… aquí es donde empieza la especulación. ¿Ves? Puedo encontrar un montón de motivos para que fueran a por Steris. La historia de los alománticos no es la única conexión: debido a la consanguineidad de la alta sociedad, hay muchas otras conexiones.
»De hecho, tal como yo lo veo, el factor alomántico es tenue. Si vas a entrenar a luchadores, ¿por qué llevarte solo a mujeres? ¿Por qué molestarte con alománticas, cuando tienes fondos y medios para robar todo este aluminio? Podrían haberse parado aquí y ser ricos. Y no puedo encontrar nada que indique, con certeza, que las otras mujeres que secuestraron fueran alománticas.
«Se llevan solo a mujeres», pensó Marasi, mirando las largas listas que conectaban con Lord Nacido de la Bruma. El alomántico más poderoso que jamás vivió. Una figura casi mitológica, alguien tenía los
dieciséis
poderes alománticos en un cuerpo. ¿Hasta qué punto pudo ser poderoso?
Y de repente, todo tuvo sentido.
—Herrumbre y Ruina —susurró.
Waxillium la miró. Probablemente lo habría visto, si no se hubiera agotado tanto durante la noche.
—La alomancia es genética —dijo ella.
—Sí. Por eso aparece tanto en estos linajes.
—Genética. Se llevan a todas las mujeres. Waxillium, ¿no lo es? No pretenden crear un ejército de alománticos. Pretenden
criar
uno. Se están llevando a las mujeres que tienen conexión más directa con el Nacido de la Bruma.
Waxillium se quedó mirando el gran papel, luego parpadeó.
—Por la lanza del Superviviente… —susurró—. Bueno, al menos esto significa que Steris no corre peligro inmediato. Es valiosa para él aunque no sea alomántica.
—Sí —dijo Marasi, asqueada—. Pero si tengo razón, entonces correrá un tipo distinto de peligro.
—En efecto —contestó él, abatido—. Tendría que haberme dado cuenta. Wayne nunca me dejará en paz cuando lo descubra.
—Wayne —dijo ella, advirtiendo que no había preguntado por él—. ¿Dónde está?
Waxillium comprobó su reloj de bolsillo.
—Debe estar al caer. Lo envié a crear una pequeña pillería.
Wayne subió las escalinatas de la comisaría del Cuarto Octante. Sentía las orejas demasiado acaloradas. ¿Por qué llevaban los guripas sombreros tan incómodos? Tal vez por eso estaban tan enfadados todo el tiempo, deambulando por la ciudad, molestando a gente respetable. Incluso después de unas pocas semanas en Elendel, Wayne sabía que eso era lo que hacían básicamente los alguaciles.
Malos sombreros. Un mal sombrero podía hacer que un hombre fuera muy desagradable, vaya si no.
Irrumpió a través de las puertas dobles, abriéndolas de golpe. La sala interior parecía básicamente una jaula grande. Una barandilla de madera separaba a la gente de los guripas, las mesas de detrás destinadas a comer u holgazanear y charlar. Su entrada hizo que unos cuantos guripas uniformados de marrón se irguieran de pronto y algunos echaran mano a la cadera para empuñar sus revólveres.
—¿Quién está al mando de este lugar? —gritó Wayne.
Los asombrados guripas se le quedaron mirando y luego se pusieron rápidamente en pie, alisaron sus uniformes y se colocaron los sombreros. Wayne llevaba también un uniforme. Lo había cambiado en una comisaría del Séptimo Octante. Había dejado una buena camisa como sustituta, un buen trato. Después de todo, la camisa era de seda.
—¡Señor! —dijo uno de los guripas—. ¡Es el capitán Brettin, señor!
—¿Y bien, dónde demonios está? —gritó Wayne. Había captado el acento adecuado de escuchar a unos cuantos guripas. La gente confundía la palabra «acento». Creían que los acentos eran algo que tenían los demás. Pero no era así. Cada persona tenía un acento individual, una mezcla de dónde había vivido, qué hacía para ganarse la vida, quiénes eran sus amigos.
La gente creía que Wayne imitaba acentos. No lo hacía. Los robaba. Eran lo único que todavía se permitía robar, viendo cómo había decidido hacer el bien en su vida y todas esas cosas.
Varios de los guripas, todavía confundidos por su llegada, señalaron hacia una puerta lateral. Otros saludaron, como si fuera lo único que sabían hacer. Wayne resopló a través de su grueso bigote falso y se encaminó a la puerta.
Hizo como si fuera a abrirla, pero entonces fingió vacilar y llamó.
Brettin apenas sería superior suyo en rango. «Una desgracia —pensó Wayne—. Aquí estoy, veinticinco años como alguacil, y sigo teniendo solo tres barras.» Tendría que haber sido ascendido hacía años.
Mientras alzaba la mano para volver a llamar a la puerta, esta se abrió, revelando el rostro delgado de Brettin. Parecía molesto.
—¿A qué viene tanto alboroto…? —se detuvo al ver a Wayne—. ¿Quién es usted?
—Capitán Guffon Trenchant —dijo Wayne—. Séptimo Octante.
Los ojos de Brettin se volvieron hacia las insignias de Wayne, luego hacia su rostro. Hubo un momento de confusión, y Wayne pudo ver el pánico en los ojos de Brettin. Estaba intentando decidir si debería recordar al capitán Guffon o no. La Ciudad era grande y, por lo que Wayne había oído, Brettin confundía siempre los nombres de la gente.
—Yo… por supuesto, capitán —dijo Brettin—. ¿Nos… ejem, conocemos?
Wayne sopló sus bigotes.
—¡Estuvimos en la misma mesa en la cena del presidente la primavera pasada!
Se sentía muy bien con este acento. Era una mezcla de lord séptimo hijo y capataz de una fragua, con una pizquita de capitán de canal. Al hablar le parecía como si tuviera algodón metido en la mitad de la boca y hubiera tomado prestada la voz de un perro furioso.
Pero ya llevaba semanas en la ciudad, escuchando en tabernas de diferentes octantes, visitando las vías férreas, charlando con gente en los parques. Había recogido buen número de acentos, añadiéndolos a los que ya había robado. Incluso viviendo en Erosión, había hecho viajes a la ciudad para captar acentos. Aquí se encontraban los mejores.
—Yo… oh, claro —dijo Brettin—. Sí. Trenchant, ahora lo reconozco. Ha pasado tiempo.
—No importa —farfulló Wayne—. ¿Qué es eso de que tiene prisioneros de la banda de los desvanecedores? ¡Buen acero, hombre! ¡Tuvimos que enterarnos por los periódicos!