—¡No puedo levantarme!
Olive me asestó su terrible mirada.
—¡Levántate! —me ordenó. Tu padre ha trabajado durante todo el día y ha pasado la noche sin pegar ojo. Se ha llenado de deudas por tu causa. Así es que, ¡levántate!
Y yo me levanté.
«Deuda» era una palabra muy fea y, para Olive, su significado era peor. Una factura no pagada después del quince de cada mes era ya una deuda. Esa palabra tenía para ella una resonancia desagradable en extremo, e incluso le parecía deshonrosa. Olive, que creía firmemente que su familia era la mejor del mundo, no permitía, con algo de esnobismo, que fuese mancillada por las deudas. Aquel sentimiento de repulsión por las deudas arraigó tan hondo en sus hijos, que incluso hoy, con unas pautas económicas diferentes en las que el endeudamiento forma parte de la vida, yo me encuentro intranquilo cuando se tarda más de dos días en pagar una factura. Olive nunca aceptó el pago a plazos cuando tal sistema llegó a ser popular: cualquier cosa comprada a plazos no te pertenecía y, por lo tanto, era una deuda. Ella ahorraba para comprar las cosas que deseaba, lo que significa que los vecinos poseían los nuevos artículos por lo menos dos años antes que nosotros.
Olive estaba dotada de un gran valor. Acaso requiere valor criar a los hijos. Y tengo que contar lo que hizo durante la primera guerra mundial. Las ideas de mi madre no tenían un ámbito internacional. Su primera frontera la constituía la geografía de su familia, la segunda su pueblo, Salinas, y finalmente había una línea punteada, no muy claramente definida, que eran los límites de la comarca. Así es que nunca creyó demasiado en la guerra, ni cuando la Tropa C, nuestra milicia de caballería, fue llamada, embarcó los caballos en un tren y partió para el mundo exterior.
Martin Hopps vivía a la vuelta de la esquina. Era un hombre bajo, robusto y pelirrojo. Su boca era ancha y sus ojos estaban enrojecidos. Era casi el muchacho más tímido de Salinas. Dar los buenos días le ponía tan enfermo que lo dejaba medio desvanecido. Pertenecía a la Tropa C porque en el cuartel había un campo de baloncesto.
Si los alemanes hubiesen conocido a Olive y hubiesen tenido sensibilidad, hubieran procurado no interponerse en su camino y no disgustarla. Pero, o bien no la conocían o bien eran estúpidos. Cuando mataron a Martin Hopps, perdieron la guerra, porque esto enloqueció a mi madre y la revolvió contra ellos. Ella había querido a Martin Hopps, un hombre que jamás había hecho daño a nadie. Cuando lo mataron, Olive le declaró la guerra al Imperio alemán.
Empezó a buscar un arma. El tejer gorros militares y calcetines no era lo suficientemente mortífero para ella. Durante un tiempo se embutió en un uniforme de la Cruz Roja, y se reunió en el cuartel con otras damas trajeadas de modo parecido, dedicándose a enrollar vendas y a desenrollar reputaciones. Eso estaba muy bien, pero no alcanzaba directamente al corazón del káiser. Olive quería sangre a cambio de la vida de Martin Hopps. Encontró por fin el arma deseada en los Bonos de la Libertad. En su vida había vendido nada, a no ser algún que otro pastel de cabello de ángel para la Cofradía del Altar en el sótano de la iglesia episcopal; pero, por desgracia, comenzó a vender bonos y puso la mayor ferocidad en su tarea. Creo que la gente temía no comprárselos, y cuando lo hacían, Olive daba a aquella acción un aire bélico, como si estuviese clavando una bayoneta en el estómago de Alemania.
A medida que sus ventas alcanzaban cifras astronómicas y seguían en alza, el Ministerio de Finanzas comenzó a reparar en esta nueva amazona. Primero llegaron tres comunicados encomiásticos, y luego auténticas cartas, firmadas por el secretario de Finanzas y sin ningún sello de goma. Nos sentíamos orgullosos, pero no tanto como cuando empezaron a llegar premios: un casco alemán (demasiado pequeño para que ninguno de nosotros pudiese llevarlo), una bayoneta y un pedazo mellado de metralla, montado sobre un pedestal de ébano. Y ya que lo más que podíamos hacer nosotros en un conflicto bélico era desfilar armados con fusiles de madera, la guerra que realizaba nuestra madre parecía justificamos. Y entonces se sobrepasó a sí misma y a todos los que podían imitarla en aquella parte del país: cuadriplicó sus ya fabulosas cifras, y se le concedió el mejor premio de todos: un paseo en un avión militar.
¡Qué orgullosos estábamos! Aunque, por otro lado, era un honor que no podíamos comprender. Pero, mi pobre madre… Debo decir que hay ciertas cosas de la existencia en las que mi madre no creía, a pesar de cualquier evidencia posible que demostrase lo contrario. Una de ellas era un Hamilton malo y la otra, el aeroplano. A pesar de haberlos visto, no creyó por ello un ápice más en su existencia.
A la luz de lo que hizo me he esforzado por imaginar cómo debió de sentirse. Su alma debía de hallarse atenazada por el terror, porque, ¿cómo se puede volar en algo que no existe? Como castigo, el vuelo hubiera sido cruel y desusado, pero constituía un premio, un don, un honor y una distinción. Debió de mirarnos a los ojos, que resplandecían de adoración, y debió de comprender que estaba atrapada. Negarse a ir hubiera significado una terrible decepción para la familia. Se veía acorralada, sin ninguna salida posible, a no ser la muerte. Desde el momento en que decidió montar en aquel objeto inexistente, pareció no tener otra idea sino la de que no sobreviviría a esa experiencia.
Olive redactó su testamento, lo cual le ocupó mucho tiempo, y luego fue a consultar con un abogado para comprobar si era legal. Seguidamente, abrió su cajita de palo de rosa, en la que guardaba las cartas que su esposo le había escrito cuando la cortejaba y también después. Nunca supimos que le había escrito versos, pero así fue. Ella encendió un fuego en la chimenea y quemó todas las cartas. Eran suyas y no quería que nadie las viese. Se compró todo un equipo de ropa interior. Sentía horror ante la idea de que la hallasen muerta llevando ropa interior remendada o, lo que es peor, sin remendar. Creo que quizá vio la boca ancha y retorcida de Martin Hopps y sus ojos llenos de turbación fijos en ella, y le pareció que de alguna manera le estaba pagando por su vida robada. Era muy bondadosa con nosotros y fingió no darse cuenta de una fuente mal lavada que dejaba una mancha de grasa sobre el mantel.
Se había dispuesto que su apoteosis tuviese lugar en el hipódromo de Salinas, que es donde estaban también las instalaciones para los rodeos. Nos llevaron al hipódromo en un automóvil del ejército, y nos sentíamos más solemnes y brillantes que en unos buenos funerales. Nuestro padre trabajaba en la refinería de azúcar Spreckles, a ocho kilómetros del pueblo, y dijo que no podía dejar el trabajo, o quizá no quiso, por temor a no poder soportar la emoción. Pero Olive había tomado sus disposiciones para que el avión tratase de volar hasta la refinería de azúcar antes de estrellarse.
Comprendo ahora que los varios cientos de personas que se reunieron en aquel lugar acudieron simplemente para ver el aeroplano, pero entonces pensábamos que vinieron para rendir honores a mi madre. Olive no era una mujer alta y por aquellos años había empezado a ganar peso. Tuvimos que ayudarla a bajar del coche. Probablemente estaba agarrotada de miedo, pero su pequeño mentón no temblaba.
El aeroplano se hallaba en el campo en torno al cual corría la pista del hipódromo. Era terriblemente pequeño y endeble: un biplano de cabina abierta y fuselaje de madera, sujeto con cuerdas de piano, y con las alas cubiertas de lona. Olive se sentía aturdida. Se dirigió al lado del avión como una vaca al matadero. Sobre el vestido, que ella estaba convencida que sería su mortaja, dos sargentos le pusieron un chaquetón, luego otro acolchado, y por fin una chaqueta de aviador, y con cada pieza que le ponían, ella parecía más redonda. Con esto, un casco de cuero y unos anteojos, se completó su indumentaria, y con el botoncillo de su nariz y sus mejillas sonrosadas, estaba realmente graciosa. Tenía el mismo aspecto que una pelota provista de anteojos. Los dos sargentos la subieron a pulso hasta la carlinga, y la introdujeran en ella, que se llenó por completo. Mientras le ponían las correas, volvió de repente a la vida y comenzó a agitar frenéticamente la mano para llamar la atención. Uno de los soldados subió junto a ella, escuchó lo que le dijo, fue a buscar a mi hermana Mary y la llevó junto al aeroplano. Olive pugnaba por desembarazarse del grueso y acolchado guante de aviador de la mano derecha. Por último, consiguió desembarazarse de ambos guantes, se quitó su anillo de prometida adornado con un pequeño diamante y se lo entregó a Mary. Se aseguró firmemente el aro de matrimonio, se volvió a poner los guantes y se acomodó en el asiento mirando frente a sí. El piloto se encaramó en la carlinga delantera y uno de los sargentos empujó con el hombro la hélice de madera. El pequeño aparato se puso en marcha, dio una vuelta y emprendió veloz carrera campo abajo, hasta que se elevó bamboleante, mientras Olive tenía el rostro vuelto hacia delante, posiblemente con los ojos cerrados.
Nosotros la seguimos con la mirada y vimos cómo el avión se alejaba y ascendía, dejando un ominoso silencio tras él. El Comité de los Bonos del Tesoro, los amigos y parientes, así como los simples espectadores, no pensaron ni por un momento en abandonar el campo. El aeroplano se había convertido en una motita en el cielo, en la dirección de Spreckles, hasta que por último desapareció.
Transcurrieron quince minutos antes de que volviéramos a verlo, volando serenamente y muy alto. Entonces, ante nuestro horror, pareció tambalearse y caer. Cayó, en efecto, durante un tiempo interminable, se recuperó, ascendió y rizó el rizo. Uno de los sargentos se puso a reír. Por unos momentos el aeroplano permaneció equilibrado, pero luego pareció volverse loco. Hizo el barril, dio vueltas «Immelman», rizó el rizo hacia dentro y hacia fuera, adquirió la posición invertida y voló sobre el campo cabeza abajo. Advertíamos la bolita negra del casco de nuestra madre. Uno de los soldados dijo con tranquilidad:
—Seguramente se habrá desmayado. Ya no es una mujer joven.
El aeroplano aterrizó con bastante seguridad y se dirigió a nuestro grupo. El motor se paró y el piloto saltó de la carlinga, moviendo la cabeza en signo de perplejidad.
—Es la mujer más endiablada que he visto nunca —comentó.
Se encaramó junto a Olive, estrechó su mano lacia y se marchó a toda prisa.
Se necesitaron cuatro hombres y mucho tiempo para sacar a Olive de la carlinga. Estaba tan envarada que no conseguían doblarla. La llevamos a casa y la metimos en cama, de donde no se levantó durante dos días.
Se fue sabiendo poco a poco lo que había pasado, parte por lo que dijo el piloto y parte por lo que contó Olive, pero fue necesario confrontar ambas historias antes de hallarles un sentido. Emprendieron el vuelo y describieron tres círculos alrededor de la refinería de azúcar Spreckles, según habían convenido, a fin de que nuestro padre pudiese verlos. Pero entonces, al piloto se le ocurrió hacer una broma inofensiva. Gritó algo, con rostro convulso. Olive no entendió nada a causa del zumbido del motor. El piloto paró el motor y gritó: «¿Acrobacia?». Era una especie de broma. Olive contempló su rostro cubierto por los anteojos y el viento tomó la palabra y la cambió. Lo que oyó Olive fue: «Desgracia».
Bueno, pensó, ya está aquí lo que esperaba. Había llegado el momento de morir. Rebuscó en su mente para ver si había olvidado algo: el testamento ya estaba hecho, las cartas quemadas, llevaba ropa interior nueva, en la casa ya había comida suficiente para la cena, no recordaba si había apagado la luz de la habitación posterior. Todo ello lo pensó en un segundo. También pensó que todavía quedaba una oportunidad de salvación. Aquel joven militar estaba, por lo que se veía, muy asustado, y el sentir temor era lo peor que podía ocurrirle si es que aún quería dominar la situación. Si ella permitía que el pánico se apoderase también de ella, sólo contribuiría a asustar más al piloto.
Por lo tanto, decidió infundirle valor. Sonrió animosamente y asintió para estimularlo, y entonces el mundo pareció hundirse. Cuando terminaron de rizar el rizo, el piloto volvió de nuevo a mirar atrás y gritó: «¿Más?».
Olive era incapaz de oír nada, pero su mentón no temblaba y estaba determinada a animar al piloto para que no tuviese demasiado miedo antes de estrellarse contra el suelo. Así es que sonrió y asintió de nuevo. Al final de cada pirueta él miraba atrás, y ella seguía animándolo. Más tarde, él no se cansaba de repetir:
—Es la mujer más endiablada que he visto. Casi arranqué los mandos, pero ella quería más. ¡Dios mío, qué piloto hubiera sido!
Adam vivía tranquilo como un gato satisfecho en su guarida. Desde la entrada hasta el pequeño barranco que se abría bajo un roble gigante, que hundía sus raíces en un curso de agua subterráneo, alcanzaba a ver, por encima de las tierras que se extendían junto al río, hasta un llano de aluvión, y luego hasta las colinas redondeadas del lado occidental. Era un lugar muy hermoso, incluso en verano, cuando el sol caía implacablemente sobre él. La línea de sauces y sicómoros que se alzaban a ambas orillas del río lo cruzaban por la mitad, y los pastos de las colinas occidentales tenían un color amarillo pardusco. Por alguna razón, las montañas del oeste del valle Salinas están cubiertas por una capa de tierra más gruesa que las del lado oriental y eso hace que la hierba allí sea más rica. Quizá los picos almacenan la lluvia y la distribuyen de una manera más equitativa, o tal vez, puesto que tienen más bosques, atraen mayor cantidad de lluvia.
En la propiedad de Sánchez, ahora de Trask, había muy pocas tierras destinadas a cultivos, pero Adam veía mentalmente el trigo creciendo alto y espigado y los campos de verde alfalfa cercanos al río. A sus espaldas oía el ruidoso martilleo de los carpinteros que había traído de Salinas para reformar el viejo caserón de Sánchez. Adam había decidido vivir en la vieja casa. En aquel lugar deseaba enraizar su dinastía. La casa estaba desvencijada, los viejos suelos agrietados y los marcos de las ventanas arrancados. Con madera de excelente calidad, de pino resinoso y de pino rojo aterciopelado al tacto, se hizo un techo nuevo, de largas tablas de ripia. Los viejos y gruesos muros fueron enjalbegados con varias capas de lechada, hecha con cal disuelta en agua salada, que, al secarse, parece poseer una luminosidad propia.
Adam quería una residencia permanente. Un jardinero podó los antiguos rosales, plantó geranios, desbrozó el huerto e hizo pasar el agua del manantial por una serie de pequeños canales a través de todo el jardín. Adam previó que aquel lugar sería muy agradable para él y sus descendientes. En un cobertizo, y protegido por cubiertas de lona, guardaba el pesado mobiliario enviado desde San Francisco y acarreado desde King City.