Al este del Edén (35 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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—En Sacramento hacen las cosas muy bien.

Y mientras cabalgaban juntos, Horace le contó cómo hacían las cosas en Sacramento.

Era muy buen día para montar a caballo. Al penetrar en la cañada de Sánchez, estaban maldiciendo la poca caza que había en los últimos tiempos. En comparación con otros años, la agricultura, la caza y la pesca habían empeorado mucho:

—¡Cristo! Ojalá no hubiesen matado a todos los osos pardos. En el ochenta y ocho, mi abuelo mató uno, allá arriba, en Pleyto, que pesaba novecientos kilos —aseguró Julius.

El silencio cayó sobre ellos cuando penetraron bajo los robles, un silencio que se extendía a todo el lugar. No se oía el menor sonido ni se advertía ningún movimiento.

—Me gustaría saber si ha terminado de reparar la vieja casa —dijo Horace.

—Creo que no. Rabbit Holman trabajaba en ella y me ha dicho que Trask los despidió. Les dijo que no volviesen.

—Se dice que Trask tiene mucho dinero.

—Supongo que está en una posición muy desahogada —respondió Julius—. Sam Hamilton le está abriendo cuatro pozos. A menos que también lo haya despedido.

—¿Cómo sigue el señor Hamilton? Tendría que haber ido a visitarlo.

—Este bien. Con sus cosas, como siempre.

—No tendré más remedio que ir a visitarlo —aseguró Horace.

Lee apareció en la escalinata para recibirlos.

—Hola, Ching Chong. ¿Está e! jefe? —preguntó Horace.

—Está
enfelmo
—contestó Lee.

—Me gustaría verlo.

—No puede
sel.
Está
enfelmo.

—Bueno, basta ya —cortó tajante Horace—. Dígale que el
sheriff
Quinn desea verlo.

Lee desapareció, para regresar a los pocos minutos.


Ende
—dijo—. Yo me
encalgo
del caballo.

Adam yacía en el gran lecho donde habían nacido los mellizos. Estaba recostado sobre unos almohadones, y un montón de toscos vendajes le cubrían la tetilla izquierda y el hombro. La habitación olía a ácido fénico.

Horace le contaría más tarde a su esposa:

—Y si en alguna parte ha estado la muerte todavía respirando, era allí, sin duda.

Las mejillas de Adam estaban hundidas y su nariz afilada. Los ojos parecían salírsele de las órbitas, ocupar toda la parte superior de su rostro, y brillaban de fiebre, con expresión intensa y miope. Con su huesuda mano derecha retorcía nerviosamente la colcha.

—¿Cómo le va, señor Trask? —preguntó Horace—. Me han dicho que está usted herido.

Hizo una pausa, esperando una respuesta. Como ésta no llegó, prosiguió:

—Entonces se me ocurrió darme una vueltecita por aquí, para ver cómo le iba. ¿Cómo ocurrió?

Una expresión desencajada se dibujó visiblemente sobre el rostro de Adam, quien se estremeció ligeramente en el lecho.

—Si le duele hablar en voz alta, puede susurrármelo —añadió Horace, para ayudarlo.

—Sólo me duele cuando respiro hondo —dijo Adam con voz queda—. Estaba limpiando el revólver y se me disparó.

Horace miró a Julius y luego otra vez a Adam. Éste advirtió la mirada y sus mejillas se enrojecieron un poco.

—Sí, eso suele ocurrir —repuso Horace—. ¿Tiene ahí el revólver?

—Creo que Lee se lo llevó.

Horace se dirigió a la puerta.—Venga acá, Chíng Chong. Vaya a buscar el revólver.

A los pocos instantes, Lee le tendía el revólver agarrándolo por el cañón. Horace lo examinó, hizo girar el tambor, sacó las balas y olió el casquillo de latón vacío de la bala disparada.

—Hay más heridos por limpiar estos condenados revólveres que cuando se apunta con ellos. Tendré que hacer un informe para el tribunal del distrito, señor Trask. No le molestaré mucho. ¿Por casualidad estaba usted limpiando el cañón con la baqueta cuando se le disparó el revólver y le hirió en el hombro?

—Así es, señor —respondió Adam con prontitud.

—Y al limpiarlo —continuó preguntando Horace—, ¿no le había dado la vuelta al tambor?

—Eso es.

—¿Y estaba usted metiendo y sacando la baqueta con el cañón apuntando hacia usted y el revólver amartillado?

Adam dejó escapar un jadeo entrecortado. Horace prosiguió:

—En ese caso, la baqueta le habría atravesado y la explosión le hubiera destrozado la mano izquierda.

Los claros ojos de Horace no se apartaban del rostro de Adam. Tras una pausa, preguntó con dulzura:

—¿Qué sucedió, señor Trask? Dígame qué pasó en realidad.

—Ya se lo he dicho, señor. Fue un accidente.

—¿No querrá que ponga en el informe lo que me ha contado? El
sheriff
creerá que estoy loco. ¿Qué ocurrió?

—Verá usted, yo no estoy muy acostumbrado a manejar armas de fuego. Puede que no sucediera de esa manera, pero lo que sí sé es que estaba limpiándola y se me disparó.

Horace suspiró y se acercó lentamente a la cabecera de la cama, desde donde Adam le miraba con atención.

—Hace poco que ha llegado procedente del este, ¿no es eso, señor Trask?

—En efecto, de Connecticut.

—Supongo que allí ya no usan mucho las armas de fuego.

—No mucho.

—¿No hay caza?

—Un poco.

—Entonces, usted debe de estar más acostumbrado a manejar escopetas de caza.

—Así es. Pero no he cazado apenas.

—Supongo también que usted casi no habrá visto un revólver, y en ese caso es natural que no supiese manejarlo.

—Sí, así es —respondió Adam con diligencia—. Pero, verá usted, aquí casi todo el mundo lleva uno…

—Claro, cuando usted llegó, se compró ese cuarenta y cuatro, porque todo el mundo usa revólver y usted quería aprender a manejarlo.

—Me pareció lo más práctico.

Julius Euskadi permanecía de pie con todos los músculos en tensión; su rostro y su actitud denotaban una extremada atención; escuchaba, pero no decía palabra.

Horace suspiró y apartó la vista de Adam. Dirigió una mirada a Julius y volvió a fijarse en sus manos. Depositó el revólver sobre el tocador, y a su lado, con mucho cuidado, las balas, envueltas en un pañuelo.

—Oiga usted —dijo—. Soy alguacil desde hace poco tiempo. Me imaginaba que lo iba a pasar muy bien y que en pocos años podría presentarme al puesto de
sheriff.
Pero no tengo el suficiente coraje. Veo que no es cosa de broma.

Adam te observaba con nerviosismo.

—No creo que nadie me haya tenido miedo hasta la fecha. Rabia, sí, pero no miedo. Es algo muy vil que hace que me sienta muy mal.

Julius dijo con algo de irritación:

—Vaya usted al grano, hombre. No puede dimitir en este preciso momento.

—¡A la mierda si no puedo! Lo haría si quisiera —respondió Horace airado—. Bien, señor Trask, usted sirvió en la caballería de los Estados Unidos. El armamento de caballería consiste en carabinas y revólveres. Usted… —Se interrumpió y tragó saliva—. ¿Qué ocurrió, señor Trask?

Los ojos de Adam se abrieron desmesuradamente, y estaban humedecidos y enrojecidos.

—Fue un accidente —murmuró.

—¿Nadie lo presenció? ¿Estaba su esposa con usted cuando ocurrió?

Adam no replicó, y Horace observó que había cerrado los ojos.

—Señor Trask —dijo—, me hago cargo de que usted está enfermo. Estoy tratando de darte toda clase de facilidades. ¿Por qué no prueba a descansar un poco mientras hablo unos minutos con su esposa?

Esperó un momento y luego se volvió hacia Lee, que permanecía apostado ante la puerta.

—Ching Chong, dígale a la señora que le estaría muy agradecido si pudiera concederme unos minutos.

Lee ni se inmutó. Adam contestó sin abrir los ojos.

—Mi esposa ha salido a hacer una visita.

—¿No estaba ella aquí cuando ocurrió el hedió? —Horace miró a Julius y observó una curiosa expresión en los labios de éste. Sus comisuras se plegaban ligeramente en una sonrisa sardónica. Horace comprendió de inmediato que Julius se le había adelantado. Hubiera sido un buen
sheriff

.
Dígame —prosiguió—: esto es muy interesante. Su esposa tuvo un niño, mejor dicho, dos, hace quince días, y ahora dice usted que se halla de visita. ¿Llevó con ella a los niños? Me pareció oírlos hace un momento. —Horace se inclinó hacia el lecho y tocó el dorso de la crispada mano derecha de Adam—. Detesto tener que hacer esto, pero ya no puedo evitarlo. ¡Trask! —exclamó alzando la voz—. Quiero que me diga lo que ocurrió. Esto no es ninguna tontería, sino la ley. ¡Maldita sea, o abre usted ahora mismo los ojos y me lo cuenta o le juro que le llevaré ante el
sheriff,
aunque se encuentre usted herido!

Adam abrió los ojos; tenía la mirada perdida, como la de un sonámbulo. Y su voz sonó monocorde, sin el menor énfasis ni emoción. Era como si pronunciase perfectamente las palabras en una lengua que no comprendía.

—Mi esposa se ha ido —respondió.

—¿Adonde?

—No lo sé.

—¿Qué quiere decir?

—No sé adonde ha ido.

Julius intervino, hablando por vez primera.

—¿Por qué se ha ido?

—No lo sé.

Horace repuso enfadado:

—Vaya con cuidado, Trask. Está jugando con fuego y no me gusta nada lo que estoy pensando. Tiene que saberlo.

—Le repito que no sé por qué se ha ido.

—¿Estaba enferma? ¿Se comportaba de forma extraña?

—No.

Horace se volvió hacia Lee:

—Ching Chong, ¿sabe usted algo acerca de esto?

—Yo fui a King City. Volví a medianoche.
Encontlé señol Tlask
en el suelo.

—Entonces, ¿usted no estaba aquí cuando ocurrieron los hechos?

—No,
señol.

—Muy bien, Trask, entonces tendré que continuar con usted. Corra un poco esa cortina, Ching Chong, para que entre algo de luz. Así está mejor. Ahora voy a seguirle la corriente para ver hasta dónde llegamos. Dice usted que su esposa se ha ido. ¿Ella le disparó?

—Fue un accidente.

—De acuerdo, fue un accidente; pero ¿tenía ella el revólver en la mano?

—Fue un accidente.

—No me lo está poniendo usted muy fácil, señor Trask. Bien, admitamos que se ha ido y que tenemos que encontrarla, como si se tratase de un juego de niños. Es usted quien plantea las cosas de ese modo. ¿Cuánto tiempo hace que se habían casado?

—Cerca de un año.

—¿Cómo se llamaba ella antes de casarse con usted?

Hubo una larga pausa, y, por último, Adam dijo quedamente:

—No puedo decirlo. Se lo he prometido.

—Tenga cuidado. ¿De dónde provenía ella?

—No lo sé.

—Señor Trask, usted tiene ganas de dar con sus huesos en la cárcel. Descríbanos a su esposa. ¿Era muy alta?

A Adam se le iluminaron los ojos.

—No, más bien menuda y delicada.

—Así me gusta. ¿De qué color tenía el cabello? ¿Y los ojos?

—Era muy hermosa.

—¿Era?

—Es.

—¿Alguna marca en particular?

—No, por Dios. Sí, una cicatriz en la frente.

—Usted no sabe cómo se llamaba, de dónde vino, ni adonde ha ido, y por si fuera poco es incapaz de describirla. ¿Piensa que soy idiota?

—Ella guardaba un secreto, y le prometí que nunca le preguntaría. Tenía miedo de alguien —respondió Adam.

Y de improviso, Adam rompió a llorar. Todo su cuerpo se sacudía por efecto de los sollozos, y su respiración era entrecortada y convulsiva. Era un llanto desesperado.

Horace sintió lástima de él.

—Vamos a la otra habitación, Julius —le dijo, dirigiéndose hacia el salón—. Ahora, Julius, dígame qué opina usted. ¿Cree que está loco?

—No lo podría asegurar.

—¿Cree que él la ha matado?

—Ésa es la impresión que me da.

—A mí también —contestó Horace—. ¡Dios Santo! —Se precipitó hacia el dormitorio para regresar con el revólver y las balas—. Me los había olvidado —dijo a modo de excusa—. No duraré mucho en mi cargo.

—¿Qué piensa hacer? —le preguntó Julius.

—No tengo la menor idea. A pesar de que le dije que no quería ponerlo en la nómina, le ruego que levante la mano derecha.

—No deseo pronunciar ese juramento, Horace. Lo que quiero es ir a Salinas.

—No tiene elección, Julius. Me veré obligado a arrestarlo si se niega a levantar su condenada mano.

Julius levantó de mala gana la mano derecha y repitió sin el menor entusiasmo la fórmula de juramento.

—Esto me pasa por haberle acompañado —dijo—. Mi padre me arrancará la piel a tiras. Bueno, ¿qué hacemos ahora?

—Voy a buscar al
sheriff,
necesito su consejo. Me gustaría que Trask me acompañara, pero no quiero moverlo —respondió Horace—. Tendrá usted que quedarse a hacerle compañía, Julius; lo siento. ¿Lleva revólver?

—Diablos, no.

—Pues tome éste, y aquí tiene mi estrella.

Desprendió la insignia de su camisa y se la tendió.

—¿Cuánto tiempo cree que va a tardar?

—Volveré lo antes posible. ¿Conocía usted a la señora Trask, Julius?

—No.

—Ni yo tampoco. Tendré que decirle al
sheriff que
Trask no sabe cómo se llama, ni nada. Y que no es muy alta y que es bonita. ¡Valiente descripción! Me parece que voy a dimitir antes de ver al
sheriff,
porque estoy seguro de que me matará en cuanto se lo diga. ¿Cree usted que él la ha asesinado?

—¿Cómo diablos quiere usted que lo sepa?

—No se enfade, hombre.

Julius tomó el revólver, volvió a poner las balas en el tambor y lo sopesó en la mano.

—Tengo una idea. ¿Quiere escucharla, Horace?

—¿A usted qué le parece?

—Sam Hamilton la conocía, fue él quien la ayudó a traer a los niños al mundo, según me ha contado Rabbit. Además, la mujer de Hamilton cuidó de la parturienta. ¿Por qué no va a verlos, ya que Se viene de paso, y así podrá saber cómo era ella realmente?

—Me parece que esta estrella le corresponde más a usted que a mí —dijo Horace—. Es una idea excelente. Iré a verlos.

—¿Quiere que husmee por ahí?

—No, lo único que quiero es que lo vigile para evitar que huya o que intente suicidarse. ¿Entendido? Cuide de él.

2

Alrededor de la medianoche, Horace montó en un tren de carga en la estación de King City. Se sentó en la cabina del maquinista y llegó a Salinas a primeras horas de la mañana. Salinas era la capital del condado y su población crecía rápidamente. Se calculaba que pronto sobrepasaría la cifra de los mil habitantes. Era el mayor municipio existente entre San José y San Luis Obispo, y todos le auguraban un brillante futuro.

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