Después, el champiñón de campo. Con su sombrero gris plateado que, cuando envejece, se llena de unas venas oscuras, como la cara de las ancianas. Y las setas de liebre. Se podían encontrar fácilmente. Pero ¿para qué? No saben a nada. ¡Ni siquiera vale la pena agacharse a cogerlas!
La abuelita sabía también qué debía hacer la gente cuando desconocía si las setas eran o no venenosas. En el agua de haberlas cocido se metían unas ramitas de perejil. Si el perejil no perdía su bonito color verde, entonces las setas eran buenas. Pero la abuelita añadió enseguida que eso sólo lo había oído, pero que jamás lo había probado. Ella no necesitaba perejil. Conocía muy bien las setas.
Porque, por ejemplo, ¿cómo era posible confundir el níscalo? ¡De ninguna manera! Con su sombrero marrón de piel sedosa y su tallo grueso y carnoso, no se parece a ninguna otra seta. ¡Sólo que es difícil de encontrar! La abuelita tuvo que viajar ocho kilómetros en autobús por culpa del níscalo. Fue a ver al médico de cabecera porque no veía bien. El médico movía la cabeza y la abuela le explicó que ya no descubría los níscalos en el bosque. Después de la lluvia, las mujeres llenaban cestas y se los llevaban a casa y ella apenas si podía recoger media cesta. Y es que esta seta se escondía detrás de las ramas secas y las hojas podridas. El médico se reía y la mandó al oculista de la ciudad. Allí la hicieron ponerse gafas.
A la abuela le gustaba mucho el níscalo. Hacía una sopa tan excelente que tendría que llevar al médico una cazuelita para que la probase. Los más pequeños los rebozaba. Cortados en aros y fritos a fuego lento, eran más apetitosos que la carne.
Para el invierno los secaba. Ponía el taburete delante de la puerta de la cocina y sobre éste la tabla de amasar. Las setas, cortadas en rodajas, se quedaban allí al sol. Les daba la vuelta dos veces al día y cuando ya crujían y se enroscaban por la sequedad, los ponía en saquitos de tela blancos. La boca del saquito se ataba con un cordel. Susi asentía sería igual que su saco de gimnasia. La abuelita colgaba el saquito con las setas en un clavo de la despensa.
La despensa de la abuela era casi tan grande como la cocina de los doctores. Hasta se levantó del sillón de mimbre para enseñar a Susi el tamaño que tenía la despensa: llegó hasta la cortina que tapaba su cama. Pues, sí. Era una despensa amplia y bonita…
La doctora entró en la cocina para prepararse un café. Le dijo riendo a la abuela:
—Pero olvida, madre, que la pared se agrietó. ¡Suerte que no le cayera encima! ¡Oyendo a mi madre, esa casucha se convierte en un castillo de cuentos de hadas!
Puso el café en la cafetera. Pidió a la abuela que lo vigilara y la avisara cuando estuviese hecho. Después volvió al cuarto.
La abuela juntó sus manos arrugadas, que poco antes revoloteaban entusiasmadas, y las dejó reposar en el regazo. Se quedó mirando hacia adelante y no dijo nada. La risa de la doctora flotaba todavía por allí. A Susi le hubiera gustado abrir las ventanas para que la risa se marchase, pero no se podía. La risa se había quedado pegada en la cara amarilla y triste de la abuela.
¡Con lo bonito que hubiera sido escuchar lo de la despensa!
SUSI estaba alegre por las Navidades. Por supuesto que estaba alegre. ¿Quién no se alegraba en Navidades? Soki le había explicado con excitación:
—He visto que mi madre ha comprado dos cajas de bombones de Navidad para adornar el abeto. Las escondió encima del armario. ¡Qué risa! ¡Como si fuese tan alto! En las cajas pone: «Color rosa».
Karcsú correteaba por las escaleras, arriba y abajo. Daba unos chillidos tan fuertes, que la señora Popperman sacó la cabeza por la ventana y le gritó:
—¡Ya verás, ya! ¡Se lo voy a decir a tu padre!
Karcsú se quedó quieto durante tres minutos. Antes de Navidades era mejor no provocar quejas. De otro modo, si no estaban debajo del árbol de Navidad los libros que había pedido, sería una buena excusa la de: «no te has portado bien, cariño mío».
Susi no sabía qué le regalarían para Navidades. Le había enseñado a su madre, en el escaparate de una tienda de juguetes de la Gran Avenida, un cuarto de muñecas que le gustaba mucho. Tenía hasta una lámpara de pie y una radio del tamaño de una caja de cerillas. A decir verdad, la madre no se entusiasmó demasiado, ya que dijo enseguida:
—Esto lo tendrías siempre desordenado. Pero después añadió:
—Ya veremos.
La verdad es que no anhelaba las Navidades por los regalos. Era porque se ponía alegre los días de fiesta. ¡Tres días que su madre no iría a trabajar a ningún sitio!
Ya una semana antes empezó a preguntar a la madre:
—¿Qué vas a preparar de comida?
—Todavía no lo sé.
—¿Y de dulces?
—Beiglis.
—¿Con nueces? —la voz de Susi se afinó como un hilito con la alegría. La madre dejó de coser y la miró:
—El martes nos vamos juntas a hacer las compras, ¿quieres?
—¿Y qué vamos a comprar? —Susi colocó una silla al lado de su madre y se arrodilló sobre ella. La madre, excepcionalmente, no dijo nada ya que estaban en casa de los Fehér, y allí los niños se arrodillaban siempre en todas las sillas.
—¿Qué quieres que compremos? —preguntó la madre mientras seguía cosiendo.
—¿Carne?
—Bueno, para la col. Haré gulasch con col agria. Podemos comprar también las chuletas para la carne rebozada.
Quedó de acuerdo con su madre en que el miércoles, el día de encender las velas del árbol, comerían carne asada: a mediodía, caliente con patatas y por la noche, fría con ensaladilla rusa. La madre no podía hacer la ensaladilla rusa, pero no importaba, la comprarían ya hecha. Doscientos gramos. El día siguiente comerían carne rebozada y el tercer día, col. Y beiglis. Muchísimos beiglis enrollados con muchas nueces y cocidos hasta que quedasen brillantes. Colocarían la tabla de amasar en la mesa de la cocina. La madre se ocuparía de la masa y ella mezclaría el relleno de nueces hervidas en leche con azúcar. Buscarían el libro de recetas de la madre. Allí estaba todo apuntado. Y la puerta de la cocina se llenaría de vaho…
La madre probó el vestido a la señora Fehér. Después, Susi se arrodilló de nuevo a su lado.
—Pero si ya hemos hablado de todo. Vete a jugar con los niños —la madre procuraba alejarla.
—Sí, pero… ¡es tan bonito planear! —contestó Susi. Y repitió otra vez, desde el principio, lo que iban a preparar para cada día.
—Y, ¿qué pasará con el abeto? —se acordó de repente Susi. ¡No había que dejarlo para el último momento! La señora Pitter ya lo había comprado la semana anterior.
—¡No te preocupes! —dijo la madre calmándola—. He pedido a la señora Kutas que nos lo compre. Ella tiene más tiempo.
A Susi no la alegraba en absoluto el que la señora Kutas se ocupase de su árbol. Pero la cosa no era grave, ¡tenían aún muchas cosas que comprar!
El lunes por la noche casi no se pudo dormir. Se estaba estrujando el cerebro. Pensaba en lo que podría decir su madre si, al día siguiente por la mañana, ella se llevaba el bolso de plástico. Como sólo tenían una cesta para la compra, y ella tenía que ayudar a llevar cosas… En el bolso de plástico sólo guardaba la madre las cosas para coser. Una vez metió Susi en él medio kilo de melocotones y su madre se enfadó mucho. También habría que decirle que al día siguiente se levantasen temprano para no poder comprar lo mejor… Habría que decirle… El cuerpo de Susi empezó a entumecerse con el sueño. Se durmió.
Cuando por la mañana abrió los ojos, la madre ya estaba vestida.
Susi se sentó aterrada en su cama.
—¿Por qué te has puesto la bata de trabajo? —preguntó. Por la voz parecía que iba a echarse a llorar.
Y empezó a llorar porque su madre contestó que no había podido terminar la bata de la abuela doctora, que le iba a regalar la señora por Navidades.
—Terminaremos a mediodía —dijo la madre para consolarla.
Se sentó en la cama de Susi, que seguía llorando, y quiso sacar un pañuelo de la bata gris. Pero no encontró más que un trozo de seda.
—¡Vámonos ya! Cuanto antes vayamos, antes terminaremos —y se puso en pie.
Cuando Susi terminó de lavarse y vestirse, ya tenía preparado el desayuno sobre la mesa de la cocina. Masticaba desesperada el pan con mantequilla, y eso que la madre le había puesto también miel del bonito bote de plástico. Cuando se vaciaba, su madre siempre se lo daba. Pero ya no le interesaban porque una vez, cuando tenía ya cinco reunidos, la madre se los había tirado. Cuando era Pequeña no le gustaba la miel. Se la comía sólo Para que se vaciase el bote lo antes posible. Pero siguió comiendo el pan con miel hasta que le empezó a gustar.
En aquel momento, ni siquiera notaba su sabor ¡Que terminarían a mediodía! ¿Cuándo había terminado su madre en algún sitio a mediodía?
Y Susi estaba segura de que aquel día tampoco.
El reloj colgado encima del odioso jabalí señalaba las tres, cuando se descubrió que a la abuela doctora no le gustaba que la bata fuera larga. Le gustaba que le llegase sólo hasta la mitad de la pierna. Su madre se quitaba los alfileres de la boca con una velocidad impresionante mientras le metía el bajo.
La abuela doctora dijo a Susi que se fuese con ella a la cocina. Había comprado un bonito libro donde estaban pintadas las setas y quería enseñárselo. Susi le contestó que no se iba y se metió en el rincón, al lado del jabalí.
—Todo el libro trata de las setas —procuraba animarla la abuela. Y hasta le sonreía.
—¡No me interesan las setas! —contestó Susi, con una voz tan seca que la tela que sostenía la madre se estiró por un momento.
—¡Cómo has cambiado! —contestó la abuela ofendida y, con sus pasos pesados, se fue a la cocina.
Susi esperaba que su madre le reprendiera.
Pero no le dijo ni una palabra. Se inclinó sobre la bata y, con puntos pequeños y rápidos, dobló el bajo.
¡Todavía pasó otra cosa terrible! Antes de marcharse, la abuela buscó un gran papel impermeable y un papel de envolver.
—Les doy beiglis, Rosita. ¡Que se los tomen con salud! —Y les empaquetó dos relucientes beiglis.
La madre no sabía cómo agradecérselo. Y, después, durante las fiestas, no comprendía por qué Susi no quería probarlos de ninguna de las maneras. ¡Y eso que nadie sabía hacer mejores beiglis que la abuela!
Terminaron alrededor de las cuatro. Primero corrieron a la confitería a comprar bombones y colgantes de chocolate para el árbol. En la tienda pequeñita se apretujaba mucha gente. A Susi no le importaba la aglomeración. Cuanta más gente había, más le gustaba comprar en la tienda. Si estaba vacía, podían mirarla hasta dos personas preguntando qué quería. Y, ¿quién puede decidirse así de rápido? Pero si estaba llena, había que esperar y, mientras tanto, mirar alrededor, pensar y elegir las cosas. La madre preguntó a Susi qué bombones quería para el abeto.
—Azules —contestó enseguida.
—No hay azules —informó la dependienta.
—Entonces de color rosa —susurró Susi a su madre.
—Tampoco hay de color rosa.
—Dénos blancos —dijo la madre resignada.
—También se han terminado ya —contestó con impaciencia la dependienta—. Verdes claros o mezclados.
La madre miró a Susi.
—¡Hagan el favor de decidirse! ¡Miren cuánta gente espera! —dijo, ya irritada.
¡Era terrible tener que decidirse tan pronto! Susi susurró:
—Verdes.
Naturalmente, cuando habían bajado la caja del estante, Susi ya se había arrepentido. Hubieran sido mejor los mezclados. En esos hay también azules y rosas. Pero no se atrevió a decir nada ¿Para que la dependienta les echase otra bronca?
Todavía pidió la madre colgantes de chocolate.
—No hay —contestó la dependienta.
—¿Nada? —preguntó la madre con esperanza.
—Nada de nada.
A Susi le parecía que la dependienta estaba saboreando las palabras.
Luego, tuvieron que correr a casa para dejar los paquetes. La madre sacó las patatas de la cesta de la compra. La podía llevar Susi.
Se fueron al mercado.
Susi estaba extasiada de felicidad. Algunas veces, iba al mercado con Soki al salir del colegio. No para comprar nada, sólo porque sí… Una vez, Soki se colocó delante de un puesto de verduras y dijo:
—Señora, tengo un conejo. ¿Podría darme, por favor, unas hojas de repollo?
Les dio un buen puñado. Lo olisquearon los dos y lo tiraron delante del mercado.
¿Cómo se le habría ocurrido a Soki esa tontería de que tenía un conejo? Sólo tenía una bicicleta, y tampoco le servía de mucho ya que no le dejaban usarla por el tráfico.
El mercado también hervía de gente.
—Primero compraremos la carne —decidió la madre y pidió chuletas.
—Le puedo dar un lomo magnífico, pero las chuletas se han terminado ya —dijo el carnicero.
La madre compró un kilo de lomo y costillas para la col.
Era una pena no tener que comprar nueces porque la abuela doctora les había dado ya los beiglis. Tampoco haría falta sacar la tabla de amasar. Col sí que había. Susi enseguida pudo comprobarlo.
Aún se apretujaron un poco más en la tienda de comestibles. Después se marcharon a casa. Entre las dos llevaban la cesta llenísima. La madre la llevaba por un asa y Susi por la otra. La madre pidió a Susi que, mientras ella empezaba a guisar, revisase los adornos del árbol del año anterior para ver si se había roto alguno o si había que comprar más. Pero Susi dijo que para eso sobraba tiempo y que prefería prestarle ayuda.
Lavó la carne, peló las patatas (porque su madre iba también a hacer albóndigas con la col), picó las cebollas… Se le cayeron lágrimas encima de la tablita de cortar. Y cuando la madre echó la cebolla en el aceite frito, ella se quedó allí para darle vueltas. Poco a poco se llenó la cocina con el buen olor. Estaba muy atenta a los trocitos dorados de la cebolla, que giraban en el aceite, para que no se quemase ninguno. Pero, con el rabillo del ojo, lanzaba también algunas miradas a la puerta. ¡El cristal estaba totalmente cubierto de vaho!
La madre quería mandar a Susi a la cama, pero ella no se dejó. Aún tenía que ver los adornos.
Los sacaron del estante más alto del armario, de detrás de las toallas de felpa. Allí estaba también la caja de zapatos con la foto de su padre.
Los adornos estaban en una cestita redonda. Cada uno en su papel de seda. Los envolvieron juntas el año anterior, el día de San Silvestre. Hasta los cubrieron con un paño blanco para que no se estropeasen. Y así fue. Estaban todos en perfecto estado: la estrella de plata que solían poner en la copa del árbol, los tres globos grandes y brillantes las tres setas pequeñitas, y esos dos adornos dorados con los laterales recortados, que por abajo terminaban en punta y a los que Susi, en su interior, llamaba: «las lágrimas». Si las lágrimas crecieran y se endurecieran, se convertirían en cosas brillantes, parecidas a esos adornos.