A la izquierda de la escalera (10 page)

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Authors: Maria Halasi

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: A la izquierda de la escalera
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¡Una cinta! ¡Cómo se reiría Karcsú!

En un principio pensaba discutir, pero después se le ocurrió algo mejor. La madre le pondría la cinta y ella se la quitaría en la escalera. No estaba bien engañar a su madre, pero ¿qué otra cosa podía hacer? La madre nunca entendería que no podía presentarse ante Karcsú con una cinta en el pelo.

Aquel día, la madre volvió antes, excepcionalmente, para seguir cosiendo en casa. Compraron una caja de chocolate por quince florines. Susi apretó contra el abrigo de invierno la caja envuelta en papel de seda y subió al primer piso. Antes de tocar el timbre, se quitó la cinta de un tirón.

Se oían gritos. Después abrieron la puerta… Karcsú le sonreía.

Susi lo contempló desconcertada. En la puerta había un Karcsú totalmente distinto. Llevaba chaqueta azul marino y pantalones largos. Sus cabellos que hasta entonces se erizaban, aparecían cuidadosamente cepillados. Susi observó que seguramente los habrían cepillado hacia un lado con agua, ya que los mechones se le habían secado pegados a la frente.

Lo miró con espanto. ¡Un Karcsú desconocido!

Por suerte, empezó a hablar y Susi se tranquilizo enseguida. Dijo:

—También está aquí el asqueroso de mi primo.

Se llama Pityu.

Susi entregó, sin decir palabra, el chocolate al niño.

Karcsú lo cogió y añadió con alegría:

—Estas cajas me gustan mucho. Me sirven para guardar las barajas.

Le ayudó a quitarse el abrigo y después la condujo al cuarto.

—¿No vamos a tu habitación?

—¡Qué va! En mi cuarto no cabría toda esta tropa.

Antes de entrar, le murmuró al oído:

—¡Lástima que haya tantos mayores!

En el primer cuarto, el más grande, sólo había niños. No muchos, solamente tres y todos chicos. Susi no conocía a ninguno, pero los miró amablemente. Le parecieron especialmente simpáticos los dos chicos que estaban sentados en la alfombra. Se encontraban a una distancia como de un metro el uno del otro y cada uno sostenía en su oído el auricular de un teléfono blanco de juguete. Los dos aparatos estaban unidos por un cable, y, al marcar, hasta sonaba el timbre. Pero ellos apenas marcaban. Se gritaban mutuamente por los auriculares.

—¡Ha venido una chica! —gritaba uno.

—¿Cómo es? —chillaba el otro.

—No la veo bien —contestó el primero—. Casi no sobresale del suelo.

Karcsú le tiró la caja de chocolate a la cabeza.

Susi seguía parada allí y sonreía viendo cómo los tres chicos y los dos aparatos de teléfono se mezclaban en un enorme revoltijo sobre la alfombra.

La madre de Karcsú salió del otro cuarto. Miró a los chicos y dijo:

—¿Qué hacéis ahora? ¡A ver si tomáis ejemplo de Pityu!

Pityu, de quien hubieran tenido que tomar ejemplo, estaba sentado sobre el brazo de un sillón hurgándose las narices. Cuando su tía le honró de tal manera, empezó a sacudir los pies y… ¡crac! El brazo del sillón se rompió y Pityu cayó al suelo.

A Karcsú le dio tanta risa que se tiró de espaldas en la alfombra, pataleando alegremente.

—Peeedro —dijo la señora Karcsú pacientemente. Pero ya no se preocupaba mucho de los chicos. Miraba a Susi.

—Aquí está la primera niña —dijo con alegría y, cogiéndola de la mano, la condujo a la otra habitación.

—Ésta es la pequeña Susi —dijo presentándola al padre de Karcsú—. ¿Sabes, cariño? La hija de la costurera de la planta baja.

Susi sonreía tímidamente. Ella ya conocía al padre de Pedro. Lo había visto a veces, por las mañanas, cuando salía de prisa por el portal con una cartera negra en la mano y se metía en un gran coche negro. No miraba nunca a ningún lado, así que no era extraño que no se hubiese fijado en Susi, que sólo le llegaba a la cintura.

Ahora le estrechó la mano. La mano de Susi se perdió totalmente en la del señor Karcsú.

Una señora gordinflona le acarició la cara y le preguntó que cómo estaba. No tuvo que contestar ya que un señor le tocó el pelo y le preguntó otra cosa. Ella no lo entendió. Pero Karcsú apareció a su lado y, sin decir palabra, se la llevó al otro cuarto.

—Son horrorosos, ¿no? —preguntó.

—¿Quiénes? —respondió Susi sobresaltada.

Karcsú apuntaba con la cabeza hacia el otro cuarto.

—Mi madre habló mucho, ¿verdad?

Susi protestaba.

—Apuesto a que mi madre te dio palmaditas en la espalda diciéndote: «correcto». Si le gusta algo, siempre dice eso —añadió haciendo un ademán—: ¡No vale la pena hablar de ello!

Susi no ganaba para sorpresas con Karcsú. ¿Qué le pasaba con sus padres, siendo su padre tan guapo, alto y simpático y su madre tan joven y agradable? Sonó el timbre y Karcsú salió balanceándose al recibidor.

Llegó Soki con Eta.

Soki traía una caja de bombones y Eta un crisantemo ya un poco mustio.

—¡Qué asco! —dijo Karcsú, cogiendo la flor. Le dio a Eta un golpe en la espalda y continuó amigablemente:

—No importa. ¿Dónde está escrito que todas las flores han de ser bonitas? Unas son bonitas y otras asquerosas, ¿no?

Los dos asintieron con la cabeza. También asintió Susi, que los miraba desde la puerta del cuarto. ¡Ciertamente este Pedro era un chico muy listo!

Llevó la flor a la cocina y la metió en una cacerola roja.

Eta se quitaba el abrigo de mangas deshilachadas. Susi pestañeaba expectante. Todavía nadie había visto a Eta con otra ropa que no fuera el abrigo deshilachado. Tal vez su vestido fuese mejor.

Llevaba un vestido de franela con dibujos negros y con el dobladillo descosido por delante. Unas gruesas medias marrones, sujetas con una goma por encima de las rodillas. Entre las medias y en el vestido se veía de cuando en cuando su carne violácea. Desde luego, se notaba que se había arreglado para la fiesta, porque se había puesto una cinta verde en el pelo. Una cinta verde idéntica a las que adornan las cajas de bombones. A Susi le gustó la cinta. Si su madre le hubiese puesto una cinta verde en el pelo, en vez de la blanca, seguramente no se la hubiera quitado en el pasillo.

—¿Y Kati? —preguntó Karcsú.

Eta permanecía allí, en el recibidor, con los hombros echados hacia atrás y la cabeza un poco hacia adelante. Muda. Soki se encogió de hombros con malevolencia. Susi gritó a través de la abertura de la puerta:

—¡Ya vendrá! ¡Lo prometió!

Los recién llegados entraron.

La madre de Karcsú acudió a saludarlos. A Soki lo conocía desde hacía mucho tiempo. A Soki lo conocían todos en el barrio. Hasta el barrendero; que una vez lo amenazó con encerrarlo en el cuarto oscuro si tiraba por el suelo los papelitos de bombones. Esto, por supuesto, habría sido un error, ya que Soki coleccionaba apasionadamente esos papelitos. La madre de Karcsú cogió a Soki del brazo en señal de bienvenida. Después, se quedó sorprendida con la mano levantada y los ojos fijos en Eta.

—¿Y tú? —preguntó.

—Se llama Eta —contestó Pedro a su madre.

—¿Sois compañeros de clase? —preguntó entonces la señora a Soki.

—No —respondió el chico.

—¿A qué colegio vas? —preguntó la señora Karcsú directamente a Eta.

Eta bajó la cabeza y no contestó.

—¿Dónde vives? —continuó la señora con el interrogatorio.

Eta contemplaba, con la cabeza inclinada hacia un lado, los zapatos de la señora Karcsú. ¡Llevaba unos zapatos tan bonitos! Negros, de charol y con tacón alto.

Por otra parte, aquel día no se podía objetar nada en contra de los zapatos de Eta: había pasado el trozo de cuerda por cada uno de los agujeros y lo había atado.

Karcsú cortó la conversación: cogió un teléfono de la alfombra y se lo dio a Eta.

—Mira lo que me han regalado por mi cumpleaños. Se puede hablar por él. —Eta apretaba, con sus manos grandes y rojas, el aparato blanco.

La señora Karcsú se fue con los mayores. Susi la seguía con la mirada. Vio que primero susurraba algo al señor Karcsú y después a la señora gordinflona. La señora gordinflona se levantó enseguida del sofá, donde estaba pegada como una enorme mancha de tinta, y contempló a Eta desde la puerta.

También Eta se dio cuenta de que la estaban observando. Karcsú dio saltos a su alrededor, le dio empujoncitos, la arrastró hacia la alfombra… Pero Eta se quedó tan rígida como si tuviera el cuerpo de madera.

Estaba allí: parada, sola y sin comunicarse con nadie. Pityu volvió a sentarse en el brazo del sillón: Parecía ser su amigo. Los dos chicos desconocidos se peleaban en la alfombra, totalmente enredados. Karcsú correteaba por toda la habitación: él estaba en todo. Soki y Susi se inclinaban sobre un juego de mesa: a ellos los unía el cartón multicolor. Eta estaba allí con sus zapatos con cuerdas y su cinta verde.

Susi la miró y se le encogió el corazón.

A uno de los chicos se le rompieron los pantalones y empezó a berrear.

Karcsú corrió, ya por segunda vez, nervioso a la puerta, gritando: «Han llamado al timbre, ¿no lo habéis oído?»

Soki sacudió el hombro de Susi:

—Te toca a ti. ¿No oyes?

Susi no se preocupaba en absoluto del tonto de Soki. Se bajó de la silla donde estaba arrodillada y se fue al lado de Eta.

—Mira —le murmuró—, mi mamá tiene un saco de retales. Dentro hay muchísimas telas. Hay un trozo de crep de chiné azul y un trozo grande de seda amarilla. Te coseremos un vestido, ¿quieres?

Eta miraba a Susi con expresión vacía.

—¡Podemos ponerle en el bajo un volante!

En los ojos de Eta se despertaba una débil sonrisa.

—Tendrá también cuello —la animaba Susi.

La cara de Eta empezaba a colorearse.

—Y le pondremos un cinturón…

Eta repitió:

—… Le pondremos un cinturón.

Karcsú casi las tira.

—¡Ha sonado el timbre! —bramaba. Y se lanzó por el recibidor. No habían llamado al timbre.

La señora Karcsú empezó a poner la mesa. Eta la observaba con gran interés. A los otros no les interesaba demasiado el asunto. Excepto a Pedrito, que se opuso con gran ardor:

—Todavía no podemos comer. ¡No están aquí todos!

—Sólo voy a poner la mesa —contesto su madre tranquilizándole.

Por fin, llamaron realmente al timbre. Karcsú estaba ya imposible. Hasta quiso pelearse con Soki, cosa que rayaba en lo absurdo, ya que Soki jamás se peleaba. Cuando veía demasiado cerca el lío, sonreía y se iba de allí. También entonces se replegó, prudentemente, al otro cuarto, al de los mayores. Pedro no pudo hacer otra cosa que enseñarle los dientes y gritarle:

—¡Tonto!

—Pero hijo —le reprendió su madre—, ¿cómo hablas así a tus visitas?

¡Visita! ¡Soki una visita! ¡Había que partirse de risa! Por suerte sonó el timbre. Llegó Kati con su graciosa boina. Traía una tableta de chocolate para Karcsú.

—¡No hagas bobadas! —dijo Pedro al coger el regalo. Lo sujetaba en la mano como si no tuviera la más remota idea de lo que podía hacerse con una tableta de chocolate.

Kati se quitó el abrigo. Llevaba un precioso vestido de cuadros. Se paró delante de los chicos desconocidos y les preguntó:

—Vosotros, ¿quiénes sois?

—Mis compañeros de clase —contestó Karcsú, ya que los chicos no dejaban de soltar risitas.

Después, se dirigió a Pedro:

—¿Y tu mamá?

Está en el otro cuarto.

—Voy a saludarla…

—No hace falta.

Kati se desentendió de Karcsú y se fue, con paso firme, al otro cuarto donde se presentó a todos, uno por uno. Con el padre de Karcsú, incluso llegó a bromear:

—¡Huy, qué alto es usted!

Karcsú estaba en la puerta perplejo. Sólo se alivió cuando Kati volvió al cuarto de los niños.

La merienda transcurrió sin ningún desorden. Kati se levantaba a cada momento para ayudar a la señora Karcsú a traer el chocolate, repartir nata batida y retirar las tazas vacías.

Cuando trajeron la tarta con once velitas, entraron también los mayores. El señor Karcsú encendió las velas, y Pedro tenía que soplarlas. Pedro se puso rojo y no las quería apagar.

—¡No hagas más el tonto! Sóplalas y se acabó —dijo Kati.

Karcsú sopló con tanta fuerza que todas las servilletas de papel volaron y cayeron al suelo.

Eta repitió tarta tres veces. Y se comió también uno de los trocitos de cartón que sujetaban las velitas. Los dos chicos desconocidos, cuando lo descubrieron, se echaron a reír. Susi afirmó rápidamente que a veces esas cosas se comían. En la tarta de Maruja Pitter, por ejemplo, los sujetavelas eran de mazapán.

La tarta de chocolate estaba muy buena. Pero Susi no pudo comer mucho. Y eso que le encantaba.

—No vas a crecer —dijo, para animarla, la señora Karcsú. Peor aún. Susi comía menos cuantas más cosas le decían.

Quitaron la mesa. Kati ayudaba tan afanosamente que a todos, excepto a Pedro, les caía un poco mal que lo hiciese. Después, la señora Karcsú se colocó en el centro del cuarto y les dijo solemnemente:

—¡Ahora continuad jugando! —y regresó con los mayores.

De repente se quedaron en silencio. La invitación había paralizado a todos.

Susi sintió exactamente lo mismo que en aquella excursión de otoño al Valle Fresco, cuando la señora Magdi dijo: «¡Ahora podéis gritar todos tan fuerte como queráis! Aquí está permitido». Nadie abrió la boca. Ni siquiera como solían hacer en el recreo, cuando no estaba permitido.

Karcsú fue el primero en recuperarse.

—¡Bajémonos al lavadero! —dijo. Y todos estuvieron de acuerdo en que era lo más razonable que podían hacer.

El lavadero estaba ya oscuro y terriblemente frío. Susi se agachó porque estaba helada, Kati gimoteaba, los chicos se daban golpes en la espalda mutuamente y Pityu se hurgaba las narices. Eta se acurrucó junto a Susi con la cabeza en su espalda y Susi empezó a sentir el calor de su aliento. Los dos chicos desconocidos gritaban que eso era una tontería y que volvieran al piso.

Karcsú, sin decir palabra, les dio un puñetazo a cada uno.

Apareció la madre de Karcsú. Entonces sí que parecía verdaderamente furiosa:

—¿Habéis perdido el juicio? —preguntaba con voz reprimida cuando se presentó en la puerta del lavadero—. ¡Subid ahora mismo!

A Pedro casi le dio una bofetada. Pero él era más ágil y se inclinó rápidamente, esquivando el peligro.

Los dos chicos desconocidos salieron corriendo enseguida. Los otros abandonaron el lavadero arrastrando los pies. Soki, para alargar el tiempo, se puso a mover un tronco de sitio. La señora Karcsú los estaba observando desde fuera. Su cara expresaba un total desconcierto. ¿Qué diablos querrían hacer los niños en aquel agujero frío, sucio y oscuro, cuando arriba había calor, luz, juguetes, tarta de chocolate…?

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