—Aquí viene José —dijo—, se parece mucho a tu padre.
Se acercó un camarero de chaqueta blanca con unos pasos muy extraños. Al caminar colocaba toda la planta del pie en el suelo. Estaba bastante calvo. Tenía grandes entradas en la frente y, entre sus escasos cabellos, aparecía el cráneo rosado.
Susi pensó en la fotografía de su padre, con el joven de abundante cabellera, y miró con aversión la cara del camarero.
—¡Hola! —dijo a tío Carlos. Y después miró a Susi.
Se quedó un poco inclinado al lado de la mesa.
Tío Carlos insistió, en vano, en que se sentase. No quería.
—Estoy de servicio, ¿sabes?, y no se puede.
El tío Carlos señaló entonces a Susi:
—¿Sabes quién es esta niña? La hija de Imre.
Se quedó mirando a Susi.
—Se parece a él —dijo enseguida, mostrando tras la observación, una sonrisa agria.
«¿Yo me parezco a él y este calvo también?» pensaba indignada Susi. Pero le devolvió la sonrisa agria.
—¿Queréis beber algo? —preguntó el camarero.
Tío Carlos miró a Susi:
—¿Zumo de frambuesa? —preguntó.
Susi asintió con entusiasmo. Le gustaba mucho el color del zumo de frambuesa.
—Para mí, un vaso de vino con soda, José —dijo tío Carlos.
José se retiró. Susi miró sus pies. Decidió intentar imitarle cuando saliesen a la calle.
Tío Carlos encendió, con mucha parsimonia, un cigarrillo. Mientras, Susi observaba las manchas del mantel blanco: la grande, de color amarillo claro. Al lado de ésta, una pequeña, roja y otra parda.
—Especialmente se parecen en los ojos —escuchó la voz de tío Carlos.
«¿En los ojos? ¡Los ojos claros del camarero parecían que estuvieran llenos de lágrimas!» —Susi se quedó pensativa.
—Tu padre es también así de alto, poco más o menos…
«¡No es verdad! A mi padre se le ve mucho más alto en la foto; aunque le hayan retratado sólo de medio cuerpo, se nota. Y lleva un bonito abrigo gris o marrón y no uno así blanco y arrugado…»
—No sé…, acaso tengan algo también en la forma de la boca.
«¡En la boca! ¡Si en la foto, su padre tenía la boca color rosa y la de éste no tenía ni color! ¡Si no hubiera preguntado que si querían beber algo, ni siquiera hubiera podido saber que tenía boca!»
—¿Qué te parece? —preguntó tío Carlos, inclinándose muy cerca de Susi.
—¿Qué?
—Pues tu tío José.
—Nada —contestó.
El camarero volvió con el vino y la frambuesa. Puso también ante Susi un pastelito envuelto en papel de celofán.
—Lamentablemente no hay otro dulce —dijo.
Susi empezó a quitar el celofán.
—¿Y las gracias? —le dijo tío Carlos.
Susi balbuceó un «gracias» y se comió de prisa el pequeño y apergaminado pastel. Sintió alivio cuando lo terminó.
—¿Qué sabes de Imre? —preguntó tío Carlos.
—No mucho. La última vez escribió desde Hamburgo. Hace ya más de un año.
—¿Qué tal le va?
—No se quejaba. Se colocó en lo suyo, y decía que pagaban bastante bien a los camioneros.
Llamaron al camarero desde la mesa de al lado. ¿Qué pasaba con su chuleta a la vienesa? Se disculpó y se marchó, arrastrando los pies.
—Pídale la dirección —susurró Susi. Se había tomado ya el zumo de frambuesa y quería volver a la calle lo antes posible.
Volvió el camarero.
—José, ¿podrías darnos la dirección de Imre?
El camarero se enderezó, ya que se había apoyado sobre la mesa.
—Su dirección… —intentó recordar—; la apunté en alguna parte, pero no sé donde. Miraré en mi agenda, acaso esté allí —dijo. Y los dejó otra vez.
Susi estaba ya impaciente. Daba patadas a las patas de la mesa… se balanceaba en la silla… Casi se cayó hacia atrás, en la chuleta vienesa de la mesa de al lado.
El tío Carlos estaba asombrado: ¡si siempre había sido tan amable y tan apacible esta niña! ¿Qué le habría pasado?
Por fin volvió el camarero. Traía la dirección apuntada sobre una servilleta de papel blanco. Todavía empezó un largo relato: no estaba seguro de que la dirección fuese correcta, porque la carta hacía ya más de un año que la había recibido, y pormenorizó lo que había escrito entonces y lo que le había contestado él. Tío Carlos pagó mientras tanto. Susi se puso rápidamente el abrigo y empezó a tirar del tío Carlos. ¡Que se fuesen ya!
El camarero entonces preguntó por la madre de Susi.
¡Claro! ¡Ahora empezaría otra historia sobre su madre!
Ya delante de la barra, el tío Carlos la regañó:
—¡Estate quieta ya! —y se despidió por tercera vez.
Cuando llegaron a la calle silenciosa y llena de nieve, Susi corrió hacia adelante.
Puso rígido el pie y caminó con toda la planta. Después, volvió y, poniéndose delante de tío Carlos, le gritó:
—¡Éste no se parece a mi padre! ¡No se parece en nada!
Lamentablemente, su madre había llegado antes a casa.
No hizo muchas preguntas a Susi. Solamente le dio dos bofetadas por no haberse quedado en casa. Prometió que nunca jamás le volvería a dejar la llave y estuvo toda la noche quejándose del desorden.
SU MADRE cumplió lo prometido: no le volvió a dejar la llave. Aunque estuvieran ya en las vacaciones de Navidad, Susi tenía que quedarse todo el día en los lugares de trabajo de la madre.
En vano le gritaba Karcsú desde el primer piso:
—¡Conozco una pista de trineo estupenda!
Susi no contestó enseguida. Y no porque tuviera duda, sino porque era muy difícil responder a esa propuesta con un: «no».
Karcsú seguía gritando:
—Puedes traer a tu amiga, la de la boina. ¿Cómo se llama?
¡Karcsú estaba loco! ¡No sabía que Kati se llamaba Kati!
—¿En cuál piensas? —preguntó gritando.
—¡En Kati!
—Así que sí que sabes cómo se llama.
Hasta desde la planta baja se podía ver el sonrojo de Karcsú.
Susi dejó al chico. No valía la pena hablar más del asunto. Ella tenía que irse con la madre a casa de los doctores, y Kati se iría a Vesprem, con su abuela y su hermanita. Se lo contó el día antes de las vacaciones. Hasta preguntó a Susi si creía que su hermanita se alegraría si le llevaba la margarita como regalo.
Susi se quedó preocupada. ¿Qué iban a poner entonces en el lavadero? Pero Kati la tranquilizó: comprarían también el nomeolvides de la tienda de flores artificiales, y así el lavadero no se quedaría sin flor. También dijo apresuradamente que por el dinero no había que preocuparse, ya que su mamá siempre le daba cuando iba a verla a la tienda.
El timbre anunció el final del recreo. La señora Magdi explicó matemáticas y sacó a Susi a la pizarra. Soki le sopló con tanta fuerza que casi se cae del banco, pero tampoco le sirvió. Susi era incapaz de resolver la multiplicación que le había puesto.
—Estás cayendo —dijo preocupada la profesora.
Susi se acordó de una lectura: trataba sobre un soldado anónimo de la Guerra de la Independencia que, al recibir un impacto de bala, cayó hacia atrás en el campo de batalla. Hasta había un dibujo a su lado: el soldado estaba apoyado sobre una rodilla y caía hacia atrás. De su corazón brotaba un hilo de sangre. Susi estaba sobre la tarima, sosteniendo con una mano el trapo de limpiar la pizarra y con la otra, la tiza. Le parecía que de su corazón brotaba un hilo de sangre.
El abatimiento sólo le duró hasta que llegó a su pupitre. Se sentó y ya no prestó ninguna atención a la señorita Magdi. Estaba despistada por lo de la dirección de su padre. Tendría que hablar con Kati Para que le dijera lo que debía escribir y cómo hacerlo. Kati había telefoneado ya varias veces. También dijo que hasta había puesto un telegrama.
Seguramente podría darle algún consejo.
Ya quería habérselo comentado en el recreo, pero lo olvidó por culpa del nomeolvides. Estaba esperando ansiosa a que tocara de nuevo el timbre del recreo.
Kati quería peinarse antes, pero Susi no la dejó. Se la llevó a la sala vacía de física.
Los de cuarto no podían ir nunca a la sala de física, ya que la televisión no transmitía ningún programa para ellos. El televisor estaba en un rincón de la sala de física. Todas las clases prorrumpían en gritos de alegría cuando les tocaba ir a ver la televisión. Lamentablemente, las clases de cuarto no estaban incluidas en el programa. Con Soki y Julio Ester decidieron, una vez, escribir al director de la televisión para que pusiera programas para ellos también. Pasar a la sala de física era toda una fiesta.
Susi se sentó en el borde del alto pupitre. Allí, hasta los pupitres los habían hecho más altos que en las otras clases. Kati se sentó a su lado, y Susi empezó:
—¿Qué puede uno escribir a su papá, cuando ni siquiera lo conoce?
Miró a Kati, buscando la impresión que le habría hecho su pregunta. ¿Podría entenderla?
No se defraudó. Kati enseguida supo de qué se trataba. Sólo es a los mayores a quienes hay que explicar las cosas durante horas, contándoles, con pelos y señales, cada detalle para que al fin puedan comprender algo.
Kati hizo como si lo que más le importara en el mundo fuese el televisor del rincón. Lo estuvo mirando durante un buen rato, pese a que no había nada que ver. Cuando no se usaba, lo tapaban con una gastada funda de cuero negro.
Cuando empezó a hablar, dijo algo tremendamente sensato. Susi saltó a su cuello llena de felicidad.
—Mándale una foto.
Susi se acordó de que tenía una fotografía. Estaba colgada en la misma pared que el pez y el paisaje con nieve. Era en color. Ella estaba sentada en un taburete, sosteniendo una pelota de colores. Sí, pero ¿qué podía hacer con el marco dorado? No existía en todo el mundo un sobre donde pudiese caber. Y ¿qué diría su madre si desapareciera la foto de la pared? Además, la foto con la pelota de colores se la hizo cuando tenía seis años. Al matricularla la madre en el colegio, la llevó también al fotógrafo.
—Pero no tengo —contestó Susi entristecida.
La voz de Kati estalló con alegría en la sala:
—¡Hay que hacerte una!
¡Qué chica tan maravillosa era Kati! ¡Para ella todo resultaba la mar de sencillo! Pero… ¿y para Susi? Sobre todo ¿qué habría de hacer para encargarse una foto?
—Iré contigo —prometió Kati—. Conozco un fotógrafo en la Gran Avenida que te hará una foto como la de una actriz.
Dio un salto, se colocó ante Susi y ya estaba demostrándoselo.
—Inclinarás así la cabeza sobre tu mano con una mirada de ensueño. O mejor aún si el pelo cae hacia atrás.
Sacudió su bonita y rubia melena.
—¡Es una pena —añadió— que lleves el pelo corto!
Una chica mayor, con cara de perro, abrió la puerta.
—¿Qué estáis haciendo aquí? ¿No sabéis que durante el recreo no se puede estar en las clases? Y mucho menos en la sala de física.
Se marcharon a toda prisa, porque era una verdad evidente. Pasar el recreo en la sala de física se consideraba una grave falta.
Apresuradamente, acordaron que, cuando terminaran las vacaciones de Navidad y Kati regresara de Vesprem, irían juntas al fotógrafo. Después entraron en el aula, a la última clase, para escuchar los consejos de la señorita Magdi sobre qué se podía regalar a padres o hermanos por Navidad.
* * *
SUSI fue a la cocina para ver a la abuela doctora. Se aburría tremendamente con lo que la madre estaba contando sobre los Fehér, recomendados por la doctora. Era asombroso que la madre, habiendo pasado allí sólo tres días, estuviese ya enterada de toda su vida: que los gemelos no eran gemelos, que se llevaban diez meses, que cuando nació uno casi se murió la señora Fehér, que al otro no le podían comprar zapatos porque ahora no había en toda la ciudad zapatos del número veintidós.
La abuela se alegró al verla. Justamente había terminado de fregar y pensaba entrar en el cuarto; pero, cuando Susi llegó, se quedó con ella en la cocina tan a gusto.
Se sentó en el sillón de mimbre, y Susi puso a su lado el pequeño taburete. La abuela le pregunto si no quería comer un bollo. Susi contestó que no y le dio las gracias.
Esto lo sabían las dos de antemano: Susi, que la abuela le ofrecería bollos; la abuela, que Susi no querría porque acababa de comer. Pero los bollos formaban parte de su mundo. Del de las dos. Igual que la casa de la abuela doctora, de la que siempre estaba ella hablando. Entonces también empezó:
—Planté rosales delante de la casa, en el jardín.
Tres rojos, tres blancos y cinco de té. Los rosales de té me los dio el jardinero, pero llegaron a ser más bonitos que los suyos. Cada vez que el jardinero pasaba por allí con su bicicleta, me gritaba: «¡Qué hermosas están sus rosas, señora Taskó!»
«¡Qué extraño, la abuela doctora se llamaba señora Taskó! ¡Nunca lo hubiera pensado!»
—Después de llover, despedían una fragancia tan exquisita que yo abría las ventanas de par en par para que pudiese entrar en el cuarto aquel maravilloso olor. Jamás corté ni una sola. Son más bonitas en la planta. Sólo cuando se marchitaban, quitaba los pétalos, los secaba y los ponía debajo de la ropa interior en el armario.
«Mi madre suele dejar dinero debajo de la ropa interior. Los pétalos de rosas son mejores».
—Los secaba al sol, como a las setas…
Susi la escuchaba con placer. «Ahora vendrá lo de las setas», pensaba. Hacía unos días, la había hablado también sobre las setas. La había escuchado con deleite y, cuando a la vez siguiente hicieron los Pitter estofado de setas, Susi se comió dos platos. La madre no salía de su asombro. ¡Si antes no lo hubiese comido!
En casa de los doctores, jamás hacían setas. El señor no lo permitía. Decía que él ya había lavado los estómagos de unos cuantos enfermos, que casi se habían muerto por envenenamiento de setas, El doctor explicó a Susi que, en esos casos, les metían a los enfermos unos tubos a través de la boca y les echaban un líquido. Pero Susi, a pesar de la explicación, se imaginaba al doctor sacando los estómagos de los enfermos y colocándolos en un cuenco para cepillarlos, enjabonarlos y frotarlos hasta que quedasen limpios.
La abuela insistía en que conocía bien las setas, pero el doctor no le hacía caso. Las setas no podían entrar en aquella casa.
¡Y eso que la abuela sabía todo sobre las setas! Se sentaba en el sillón de mimbre y contaba tantas cosas sobre ellas que parecía poder hablar eternamente del tema. Susi, hasta entonces, pensaba que las setas eran sólo un plato de comida malo, de color marrón, que ponían en casa de los Pitter. ¡Ni hablar! Por ejemplo: la seta que es como un gorro pequeño y oscuro de piel de cordero se llama colmenilla. Y la abuela iba ya a recogerlas al bosque cuando bajo los abetos todavía había nieve. Después, cuando el tiempo era bueno, se colgaba al brazo su cesta de mimbre y se iba al bosque de acacias a recoger setas comunes. Éstas son de color marrón claro. Es una especie pequeña y muy abundante. Lo mejor era hacer con ellas una sopa. Su sabor y fragancia son como los del primer día de primavera.