A la izquierda de la escalera (17 page)

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Authors: Maria Halasi

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: A la izquierda de la escalera
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Cuando estaban ya en la calle, Kati preguntó:

—¿A dónde vas ahora?

—A casa de los señores Fehér.

—¡Ah! —asintió Kati malhumorada.

—¿Y tú? —preguntó Susi.

—¿Yo? —dijo Kati. Y se quedó callada.

—¿Te vas al cine? —seguía preguntando Susi.

—No se puede.

—¿Por qué no?

—Porque han colgado un gran cartel: «Cerrado por reformas».

—¡Ah! —dijo Susi. Y se despidió.

Capítulo 14

KATI sólo hizo un ademán cuando, antes del timbre de las ocho, Susi le quiso dar los diez florines. Ciertamente que Kati había pagado veinticuatro por la fotografía, pero ella sólo tenía los diez que le había dado el señor Pitter.

—No, déjalo —Kati meneó la cabeza—. Tengo aún veintiséis y los nomeolvides cuestan solamente diez.

Susi no insistió porque, a decir verdad, tenía otros planes para emplear los diez florines.

Su madre trabajaba todavía en casa de los Fehér. Después del colegio iría ella también allí, como de costumbre, pero antes…

Antes compraría una sorpresa con los diez florines.

Cuando salió del colegio, se fue directamente al cine pequeño. Se llamaba Estrella, pero todos lo conocían por «el cine pequeño». Estaba cerca, al otro lado de la esquina, junto a una frutería. Naturalmente, era pequeño y su suelo estaba siempre lleno de cáscaras de pipas. El vestíbulo era tan estrecho que la gente prefería esperar fuera a la siguiente proyección. Habían puesto un tablón en el que se leía: «Atención a la limpieza». Pero resultaba inútil. Nadie le prestaba atención.

Susi miró primero los carteles. La película parecía bastante interesante. En una de las fotos hasta había un león. Así que se fue a la taquilla y pidió dos entradas.

—¿Para hoy? —preguntó la cajera.

Susi asintió con la cabeza. Convinieron en que las entradas serían para la sesión de las seis y en la fila diez. Costaron seis florines. Susi guardó en su cartera los cuatro florines restantes.

Al lado de la taquilla, un señor mayor vendía caramelos y chocolatinas en una bandeja colgada del cuello. Susi escogió un paquete de caramelos llamados: «Pedro». El vendedor los alabó mucho, dijo que eran exquisitos. Costaban tres cuarenta. Los compraría antes de la función y, cuando ya estuvieran a oscuras, se los ofrecería a su madre.

Después, se marchó de prisa a casa de los Fehér.

Llegó justamente a la comida. Ya habían puesto la mesa para todos en la cocina. La señora Fehér comentaba cada vez que era mucho más práctico comer en la cocina ya que así no se ensuciaba la habitación. Curioso, algunos mayores piensan que los otros mayores son tontos de remate y que no se enteran de las cosas si se las dicen sólo una vez, por lo que hay que machacarlas en cada ocasión. La señora Fehér pensaba, además, que los niños eran igualmente tontos, incluso los suyos. A ellos también les repetía todo cien veces.

—¡Llévate la cartera al cuarto de los niños! —dijo la señora Fehér a Susi.

Esto también se lo había dicho ya, así como que podía hacer los deberes en el escritorio (tenían uno parecido al pupitre de Karcsú). Por ello, Susi, al llegar, dejó enseguida su cartera en el cuarto de los niños.

La señora Feher repitió:

—Llévate la cartera al cuarto de los niños.

Susi miró expectante a la señora Fehér. ¿Cuántas veces iba a repetirlo aún?

—En el cuarto de los niños… —empezó cuando la madre la interrumpió con impaciencia:

—¿No lo oyes?

—Hace tiempo que está allí —contestó Susi.

Su madre se tranquilizó, pero la señora Fehér continuaba:

—Es que la dejan siempre en el recibidor y se puede tropezar con ella. Puede que todavía estuviese hablando de carteras tiradas por el suelo si el niño más pequeño, Jorge, no llega a meter el dedo en una cazuela. La señora Fehér le dio un cachete y le gritó:

—Vete de aquí.

Jorge se marchó y estuvo berreando un rato, pero antes chupó concienzudamente la salsa roja de sus dedos.

Susi meditaba: ¿Cuándo sería mejor decirle a su madre lo del cine? ¿Allí, delante de todos, o después de la comida, cuando se sentase de nuevo a la máquina? ¿Y si no le decía nada y, cuando regresaran a casa, sacaba las entradas al pasar por delante del cine pequeño?

En cualquier caso terminaría antes con los deberes. Porque la señorita Magdi le había dicho otra vez el día anterior: «Estás cayendo».

Por un momento se le apareció de nuevo el soldado con el hilo de sangre que brotaba de su corazón, pero después desapareció el soldado y en su lugar apareció la cara de su madre. Levantaba la cabeza de la costura, las arrugas al lado de su boca se acentuaban, sus hombros se inclinaban hacia adelante y, en tono de reproche amargo y silencioso, decía:

—¡Ves, cuánto trabajo yo!

Susi hizo todos sus deberes y se aprendió tan perfectamente las dos estrofas de la poesía que se las recitó a Jorge sin ninguna falta.

Eran las cinco menos cuarto.

Había llegado el momento de decirle a su madre lo del cine.

La encontró subida a una escalera, poniendo cortinas blancas de encaje en una de las ventanas. La señora Fehér se inquietaba:

—¿Quedará bastante fruncido, Rosita?

—Ya veremos, señora Fehér. Creo que sí.

—Madre… —dijo Susi, poniéndose debajo de la escalera.

—Déjame ahora, cariño —respondió ella mientras ponía suma atención en meter las anillas en las pequeñas pinzas.

—¿No quedará largo? —preguntó entonces la señora Fehér.

—Madre… —dijo de nuevo Susi.

—¡Vete con los niños! —en la voz de su madre se ocultaba ya la irritación.

Susi se quedó aún un rato al lado de la escalera. Después, lentamente, se retiró del cuarto.

Jorge le enseñó su colección de moscas: unas veinte moscas muertas en una caja de zapatos. Susi las miró con repugnancia. Las moscas vivas le gustaban, pero muertas le daban asco.

Volvió a la habitación. Su madre estaba al lado de la máquina rodeada de una nube de encaje blanco. Parecía una novia.

—Madre… —empezó Susi.

La señora Fehér la empujó con cariño hacia un lado.

—Yo lo cogeré por abajo, Rosita. Así podrá coserlo mejor —y la señora Fehér libró a la madre de una parte de la nube de encaje.

Susi rodeó la máquina de coser, intentando el acceso por el otro lado.

—Madre… —dijo, inclinándose hacia ella.

La madre se levantó. Llevaba la mitad del encaje y la otra mitad la llevaba la señora Fehér. Volvieron juntas a la ventana. Su madre subió a la escalera. Ya arriba, cogió la tela de un puñado y la dejó colgar.

—Haga el favor de soltarla —dijo a la señora Fehér.

La señora Fehér la dejó caer.

—Ahora no queda largo, ¿verdad? —preguntó su madre.

Ambas convinieron en que no quedaba largo.

Susi miró el reloj que estaba encima de la radio. Eran las cinco y media.

—Madre… —dijo de nuevo.

Ella ni contestó. Con la cabeza hacia arriba, metía las anillas en las pequeñas pinzas.

Susi esperó hasta que bajara de la escalera. Cuando, por fin, estuvo de nuevo en el suelo, le cogió el brazo:

—Madre… —empezó.

—Enseguida, cariño —contestó ella, mientras sacaba de un gran papel marrón otra nube de encaje. Se dirigió hacia la señora Fehér:

—¿Cuánto habíamos medido antes? Tres diez, ¿no?

Con el metro, que colgaba de su cuello, midió los tres diez, dejando diez centímetros más para el dobladillo. Lo hilvanó y se sentó al lado de la máquina de coser.

Susi volvió a mirar el reloj. Eran justamente las seis.

A las ocho pasaban por delante del cine pequeño. La gente acababa de salir. Los acompañaba un olor a cigarrillos, a calor. Muchos encendieron el pitillo nada más salir a la calle. Las pequeñas llamas amarillas iluminaban sus caras que se mostraban satisfechas y soñadoras.

Susi sacó del bolsillo del abrigo de invierno las dos entradas, las arrugó y las tiró al suelo.

Su madre se dio cuenta.

—Se te ha caído algo —dijo.

—No —respondió Susi—; sólo era basura.

Capítulo 15

LLEGÓ marzo.

Eso es lo que dijo la señorita Magdi al empezar una de las clases. Y preguntó a cada uno de los niños qué les sugería marzo.

Susi fantaseaba con los codos apoyados sobre el pupitre… Llegó marzo… Llamó a la puerta y la señorita Magdi le dijo que entrase. Y allí estaba, en la puerta, un señor con abrigo Loden de entretiempo y un sombrero marrón. Su nariz estaba roja por el frío. Parecía que había perdido los guantes porque sus manos eran también ásperas y rojas como las de Eta. Saludó gentilmente con el sombrero, y dijo: «Buenos días; yo soy marzo». Sonrió a Kati y se dirigió con pasos ligeros hacia la percha. Se quitó el sombrero y el abrigo y dijo a la clase: «Si me lo permiten, me sentaré». Se lo permitieron. «Si me lo permiten, me quedaré durante un mes». También se lo permitieron. Él lo agradeció mucho y, sacando un pañuelo rojo, se sonó sus rojas narices.

La señorita Magdi preguntó a Julio Ester.

—Yo pienso que empiezan a bhotah los áhboles. Se abhihán los bhotes.

Soki se empezó a reír estruendosamente. Siempre se reía al escuchar a Julio Ester. La señorita Magdi le miró severamente y nombró a Susi.

Susi se levantó. En el primer instante no sabía de qué se trataba, pero después se espabiló y dijo rápidamente:

—El lavadero.

—¿Lavadero? —quedó sorprendida la señorita Magdi—. ¿Qué lavadero?

—El antiguo, el que no usa nadie.

—¿Y por qué marzo te recuerda precisamente eso?

—Porque ya no hace tanto frío y se podrá bajar.

—¿Jugáis allí?

—Sí.

—Y, ¿a qué jugáis?

—A que vivimos allí.

La señorita Magdi contempló a Susi con una cara muy extraña. Como cuando se deja el jabón en el agua y éste se deshace un poco con el remojo. La señorita Magdi se quedó un rato pensativa con la mirada así de difusa y borrosa. Después, preguntó:

—¿Dónde trabaja tu mamá? ¿En una cooperativa?

Susi se animó. ¡Cooperativa! ¡Eso! ¡Eso era lo que había dicho tío Carlos también! En ese sitio era donde sólo se podía trabajar hasta la tarde. Había procurado entonces memorizarlo, pero, por desgracia, se le había olvidado.

—¿En una empresa? —preguntaba de nuevo la señorita Magdi, puesto que Susi no decía nada, permaneciendo erguida y con la espalda fuertemente apretada contra el borde del pupitre de atrás.

—No —contestó por fin—. En casa de los doctores, de los Pitter, de los Fehér… —de repente recordó las palabras que su madre usaba con frecuencia—: Trabaja en las casas.

La cara de la señorita Magdi se descompuso de nuevo por un momento; pero pronto volvió a ser una cara normal de profesora: limpia y firme. Dijo a Susi:

—Puedes sentarte.

Susi se sentó decepcionada. ¿Eso era todo lo de la cooperativa? Ella misma no sabía lo que pretendía; pero le sentó muy mal que se terminase tan de repente.

Desde luego… Desde luego, no hay nada que sea del todo bueno. Y si no es del todo bueno, ya es malo. Desde Navidades, su madre no había encendido el fuego en la bonita estufa blanca. Ya estaba allí marzo. El mes siguiente sería abril y, posiblemente, hasta las próximas Navidades no habría fuego en el cuarto. Tampoco se llenaba nunca de vaho la ventana de la cocina, ya que el paté no era humeante. Ni el té ni la tortilla francesa lo conseguían. Ni tampoco esa conserva de gulasch, que solía comprar la madre los sábados por la noche para los domingos.

Y, en primavera, su madre lanzaba siempre suspiros porque «se salía del tiempo». Decía que la primavera era la temporada. Quería decir entonces que era la época de más trabajo. La verdad es que era difícil comprobar cuándo trabajaba más, ya que tanto en verano como en invierno lo hacía todos los sábados y, algunas veces, los domingos también. Por entonces estaba ahorrando para una lavadora. Con ella pasaría lo mismo que con el televisor: que nunca lo ponían. Mejor dicho, muy pocas veces, y en estas ocasiones tampoco estaban solas. Llamaban a los Kutas, venía la señora Popperman (naturalmente, con dos o tres corbatas al cuello) o la señora Mariska, la portera. La señora Mariska era la peor. En mitad de la película, siempre salía a mirar hacia el portal por si venía alguien. ¡Claro que no venía nadie! Una vez, las visitaron tía Elisa y tío Carlos. Pero tampoco fue bueno. No pudo hablar ni una palabra con tío Carlos, ya que su madre enchufó enseguida el aparato y toda la noche la pasaron mirando el programa.

Y ¿qué quería contarle a tío Carlos? Pues que su padre no contestaba. La verdad es que ella tampoco le había escrito muy pronto, puesto que esperaba la foto. Fue con Kati a recogerla. Para Susi estaba bastante bien, pero Kati quedó muy descontenta cuando la vio.

—Ni siquiera sonríe en la foto —dijo al fotógrafo hosco y calvo.

—Yo no tengo la culpa de que la niña no sonriera.

—¡Qué cara más horrorosa pones! —declaró también Karcsú, que iba con ellas y que, naturalmente, dio la razón a Kati.

Lo cierto es que Susi se quedó perpleja cuando Pedro les comunicó que se iba con ellas al fotógrafo. Le preguntó, eso sí: «¿Para qué diablos necesitas tú una fotografía?» Pero no le importaba nada la respuesta, ya que se dirigió enseguida hacia Kati y le retorció el rabillo de la boina.

—Quedaría mejor si la coloreamos —ofrecía ahora el fotógrafo.

A Susi le entusiasmó la idea enseguida, porque se acordó de la foto de su padre con los labios bien arqueados de color rosa y con la cara algo más pálida.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó Kati rápidamente.

—Diez florines —contestó el fotógrafo.

Susi puso enseguida cuatro sobre la mesa. Karcsú colocó con presteza dos florines a su lado y Kati sacó de su monedero los cuatro que faltaban.

Tenían que esperar una semana más para la foto coloreada. De nuevo fueron juntos a recogerla y esta vez, estuvieron todos satisfechos con ella. Especialmente Susi que se alegró, porque le habían pintado la boca igual de arqueada y coloreada que la de su padre. Por lo menos, así podría ver cómo se parecían.

La carta también nació con la ayuda de Kati. Se quedaron en el colegio después de la última clase. Kati sacó un sobre y un papel blanco del libro de lectura y dijo a Susi:

—¡Escribe!

Susi sacó primero, cuidadosamente, un pelito de la punta de su estilográfica y se echó de bruces sobre el pupitre. Después, pestañeó mirando a Kati, quien empezó a dictar, lentamente, con la frente fruncida:

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