A la izquierda de la escalera (20 page)

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Authors: Maria Halasi

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: A la izquierda de la escalera
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Susi se inclinó sobre la barandilla para ver mejor la cara de su madre. Pero ya había desaparecido su cara y también su figura. Por lo visto iba más adentro. Aún pudo ver su mano que se deslizaba sobre la barandilla.

De repente, sintió un deseo enorme de tocar los dedos duros, llenos de pinchazos, de su madre. Por donde cogía las tijeras, tenía una callosidad…

—¡Madre! —gritó Susi. Pero la mano se escapó de su vista. Sonó el timbre, y la voz de Susi quedó absorbida por el fragor del momento.

Al mediodía le dijo Kati que se fueran al lavadero; pero ella, en cualquier caso, quería ir con su madre. Tenía un poco de remordimiento porque en los últimos tiempos jugaban casi a diario en el lavadero. Y lo pasaban estupendamente hasta que aparecía la señora Popperman. Y después también. Pero tenía que pasar media hora, cuando menos para Susi. Karcsú no se preocupaba ni un minuto. Casi flotaban aún las corbatas de la señora delante de sus narices, cuando Karcsú ya empezaba a gritar de nuevo. Kati siempre sonreía a la cara furiosa de la señora Popperman. Y Soki… ¡Bueno! Soki no se inquietaba ni cuando la señorita Magdi los mandaba hacer el examen de matemáticas: al cabo de media hora, aún estaba inclinándose tranquilamente hacia atrás y sin haber resuelto ni un solo problema. Eta, por su parte, ni siquiera levantaba la vista cuando la señora Popperman los estaba regañando. Pero a Susi le afectaba la cosa. Sentía la misma angustia que cuando iba al colegio sin haber hecho los deberes.

Sentía como si el lavadero no fuese de ellos. Como si las palabras furiosas de la señora los pudieran expulsar de allí. Como si no fuera posible quedarse allí hasta la eternidad…

Una vez entró también la portera, la señora Mariska. Aquel día Karcsú no volvió a gritar.

Y surgieron otras complicaciones. Por ejemplo, con el espejo del recibidor de los Karcsú y ya al día siguiente de bajarlo al lavadero. Hacia la noche, el gran coche negro trajo al señor Karcsú a su casa. Se bajó con su gran cartera negra y subió por la escalera con la cabeza muy derecha. Al cabo de diez minutos le daba personalmente una bofetada a Karcsú, cosa que se podía considerar casi como un honor.

Karcsú descolgó el espejo. Mientras lo estaba cogiendo para llevarlo a su casa no tenía valor para mirar a Kati. Pero esta situación sin espejo no duró mucho: al día siguiente volvió a presentarse Pedro con el espejo y lo apoyó contra la pared de Kati.

—No lo quieren —dijo— porque se le han roto las dos esquinas. ¡Como si esos centímetros significaran tanto!

Kati se agachó enseguida delante del espejo para peinarse.

La madre de Susi también estaba enfadada. El día que fue al colegio de visita, no le dirigió la palabra en toda la tarde. A Susi le dolió la cosa, así que, la tarde siguiente, se quedó en el lavadero sólo hasta las cuatro. Sin embargo, al otro día, ya no pudo irse de allí hasta la noche. Sólo se marcharon todos cuando la madre de Karcsú lo llamó: «Ven cariño a cenar». Susi esperó a su madre junto a la puerta y, pese a que recibió dos bofetadas delante de la señora Popperman, no se arrepintió.

Y es que Karcsú les había contado esa tarde «Los muchachos de la calle Pal». Todos se sentaron sobre el montón de envoltorios de bombones, juntos y apoyados unos contra otros, y Pedro empezó a contar: existía un solar y en el solar había montones de maderas, que eran las fortificaciones, y cada una tenía un cañón. Boka, Nemecsek y los otros defendían el castillo contra los camisas rojas. Karcsú se levantaba, saltaba de acá para allá, se lanzaba y se agazapaba para explicar cómo era la batalla: se bombardearon y se escondieron detrás de los montones de madera; si enarbolaban la bandera, significaba que el enemigo había tomado el castillo; pero no la llegaron a enarbolar, ya que Boka recurrió a un ardid. Toda la tarde, Pedro lo estuvo contando gráficamente: se tiraba de bruces al suelo, apretaba contra sus hombros una madera, atacaba con ella a Soki, y seguía contando lo de los montones de madera.

Susi, al principio, no salía de su asombro. También ella había leído hacía poco tiempo «Los muchachos de la calle Pal». Al pobre Nemecsek lo metieron en el lago. Se resfrió y su madre lo cuidaba. Su padre también estaba en casa, pero tenía que trabajar. Era modisto. Y cuando murió el pobre Nemecsek, los padres se sintieron muy desgraciados. De esto trataba «Los muchachos de la calle Pal» y no de los montones de madera, pero no dijo nada: ya llegaría Karcsú a contar lo del lago y la muerte.

No llegó. Seguía contando con creciente entusiasmo cómo luchaban los muchachos de Boka contra los camisas rojas.

Susi escuchaba y contemplaba los grandilocuentes gestos de Karcsú. A decir verdad, así también resultaba muy interesante «Los muchachos de la calle Pal»…

Pero, ese día, ¡no iría de ninguna manera al lavadero! La estaban tentando inútilmente tanto Kati como Soki: se iría con su madre a casa de la señora Ovillo.

¿Qué le habría dicho la señorita Magdi a su madre?

Le abrió la puerta Verónica. ¡Vaya! Seguro que se juntarían para murmurar y ella no podría hablar ni una palabra con su madre.

—¡Hola, vagabundo! —le dijo la señora Ovillo desde el cuarto al oírla llegar. Su voz rodaba hacia el recibidor, al encuentro de Susi, como un gran ovillo rojo.

Su madre levantó la cabeza de la máquina de coser. Su cara estaba cansada y triste. La mano desconocida penetró de nuevo en el corazón de Susi para apretarlo.

Fue hacia ella y la besó en la mejilla. Su madre no le devolvió el beso, sólo le dijo con voz opaca:

—¡Vete a comer!

La señora Ovillo la condujo enseguida a la cocina y le dijo, señalando el gas:

—Te lo puedes calentar tú, ¿verdad? ¿Sabes dónde encontrar platos y cubiertos?

Susi asintió con la cabeza.

—Pues entonces come cuanto quieras —dijo la señora Ovillo, animándola, y la dejó en la cocina.

Susi levantó las tapas. En una cazuela había sopa; en otra, carne con salsa, seguramente algún estofado, y, en una tercera, patatas. Susi sabía que no podría tomar ni un bocado. Entonces, ¿para qué calentarlo? Se apoyó en la puerta, mirando a la pared. Allí donde aún se podía distinguir, había diminutas flores azules. En muchos sitios, habían aparecido ampollas y se había caído ya la pintura.

Susi reflexionaba. ¿Habría comentado la señorita Magdi algo sobre la cooperativa? ¡Lo había prometido! ¡Pero a Soki también le prometía siempre que lo mandaría fuera si dibujaba en clase y jamás lo hacía!

¿Y por qué estaba su madre tan triste? Quizá porque la señorita Magdi le había dicho también que ella se estaba atrasando en los estudios.

Tocó con el dedo la pared donde estaba levantada la pintura. Las pequeñas flores azules se descompusieron y cayeron al suelo. Susi tocó algunas ampollas más y volvió al cuarto, pensando en que ya había transcurrido el tiempo que uno puede tardar en comer.

Su madre estaba hilvanando un jersey de caballero. La señora Ovillo y Verónica sacaban los hilos. Verónica susurraba algo muy excitada. Incluso dejó de coser para poderlo explicar con más ardor.

La madre de Susi echó una mirada a su hija por encima de la cabeza de Verónica. Esa mirada era titubeante y pensativa. Se notaba que los cuchicheos excitados de Verónica no la interesaban. ¿En qué pensaría ella entonces? ¿Acaso en Susi? Después, empezó a hablar. Su voz atravesó el susurro de Verónica y la cara atenta de la señora Ovillo. Dijo:

—Vete a hacer los deberes. Apréndetelos bien porque en casa te los preguntaré.

Susi empezó a reír. Su risa no venía allí a cuento, pero era necesaria. ¡Su madre la preguntaría en casa! ¡Nunca lo había hecho!

En casa, recitó prácticamente toda la lección de «Conocimientos del medio ambiente» y todo lo que sabía de los verbos. Su madre estaba satisfecha, pero no reveló lo que había hablado con la señorita Magdi. Mejor dicho, sólo mencionó que, según la profesora, Susi estudiaba menos que antes.

—Y ¿no hablasteis de otra cosa? —preguntó la niña, mientras se le arrugaba totalmente su libro de gramática.

—Sí… —contestó ella en tono difuso—. De muchas cosas.

* * *

PROMETIÓ a su madre que acudiría, sin falta, a casa de los doctores. ¡Claro que iría! Sólo iba a estar un ratito, una hora, en el lavadero. Kati se había llevado al colegio una graciosa cacerolita roja y tres cajas vacías de crema de zapatos. Ya habían jugado a cocinar una vez, pero no tenían dónde preparar la comida. Entonces movieron las macetas que la señora Popperman tenía sobre el fogón, hasta que se presentó ella, e hirviendo de cólera, las recogió.

Karcsú era el marido de Kati y Soki el de Susi. Eta era su hija. Hija común. Pese a que Kati dijo que dos matrimonios no suelen tener la misma hija, no se preocuparon por ello. Todos lo sabían, pero, si sólo había una Eta, ¿qué podían hacer?

Susi contempló, encantada, la cacerolita roja ¡En ella hasta se podría hacer comida de verdad! A Soki también le entusiasmó, hasta el punto de que a mediodía corría junto a ellas hacia la casa de Susi. Eta ya los esperaba en el portal. Susi notó algo extraño. ¿Por qué estaba Eta delante del portal, si siempre solía esperarlos en el lavadero apoyada en el fogón? Y los estaba mirando con tanta tristeza…

—¿Qué pasa? —preguntó enseguida Susi. Pero Eta sólo respondió:

—No lo sé —y fue tras ellos, arrastrando sus zapatos. Cuando ellos se detuvieron, se detuvo también.

Y es que Susi, Kati y Soki se quedaron delante de la puerta del lavadero mudos y petrificados. En la puerta colgaba un enorme candado cubierto de herrumbre.

Desde la escalera les llegó el grito de Karcsú:

—¡Hola! ¡Qué hay! ¿Os habéis quedado mudos?

Aún no sabía por qué. ¡Dos saltos más y se enteraría!

Karcsú vio el candado y lanzó un grito tremendo. Era un grito doloroso, como si le hubieran dado una patada en las espinillas.

Susi miraba el candado. Jamás en su vida había visto un candado tan grande. Después, bajó la mirada hasta el suelo de cemento del pequeño vestíbulo. Alguien había tirado sus cosas frente a la bajada del sótano. Los encajes y trozos del jersey amarillo estaban rotos. Sobre ellos, el frasco de mermelada vacío y el retrato del padre de Susi con una raja tremenda. Susi se agachó por él, lo alisó y lo metió en su cartera.

Karcsú se acercó a la puerta cerrada y le dio una patada con todas sus fuerzas. La madera contestó con un tono vacío e insonoro.

Eta tan sólo pestañeaba y Soki repetía nervioso: «los papelitos de bombones… los papelitos de bombones…» Como un disco rayado. Lo dijo mil veces, hasta que Karcsú le gritó:

—¡Cierra ya la boca!

Kati dejó caer su cartera al suelo. La pequeña cazuela roja y las cajas de crema de zapatos resonaron en ella.

—El nomeolvides —suspiró, inclinándose por la florecita que yacía pisoteada delante de la puerta. Sus pequeños pétalos azules estaban todos sucios. Pero ella lo cogió, lo limpió con su pañuelo y lo guardó al lado de la cacerolita roja.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Susi. Y sentía que era inútil levantar la cabeza hacia el cielo. Sus lágrimas caerían de todas maneras.

—¡Matemos a la señora Popperman! —rechinaba Pedro entre dientes—. ¡Lo hizo esa bruja! —y se encaminó hacia la ventana de la mujer.

Hacía ya casi una semana que el sol calentaba y, desde entonces, la señora Popperman dejaba abierta su ventana. Todos los vecinos podían ver cómo limpiaba y planchaba las corbatas.

Karcsú se paró delante de la ventana de la señora Popperman. Ella miró hacia fuera y, en un tono tan suave como el de un viejo, le preguntó:

—¿Quieres la llave, hijito? Me la ha dejado la señora Teri…

—El candado —contestó Pedro—. ¿Por qué está allí el candado…?

—¡Ay, hijito! Una se vuelve loca con vuestros juegos. Ahora que tengo la ventana abierta, es insoportable. Por cierto, vuestro espejo se quedó dentro. Si os hace falta, se lo diré a la señora Mariska. Ella tiene la llave del candado.

—¡El lavadero es nuestro!

—¡No me digas! ¿Y quién os lo ha dado? ¡Es ya un milagro que Mariska os dejara trastear allí hasta ahora! Ese lavadero debe estar cerrado. Si hubiera venido una inspección, hubieran multado a la pobre Mariska.

—¡Era nuestro! —gritó Karcsú fuera de sí.

—He de entregar hoy el trabajo y no tengo tiempo de hablar contigo —contestó la señora Popperman y se alejó de la ventana. Todavía les dijo desde el fondo del cuarto como desde un túnel:

—Y llevaos vuestras cosas de allí, porque por la noche, cuando recojamos la basura, las tiraremos.

Pedro miró con la cara lívida por la ventana. En la penumbra, la señora Popperman conectaba el cordón de la plancha en el enchufe de la pared. Y Pedro, tendiendo su mano hacia la ventana, arrancó de un tirón la cabeza de un geranio rojo, después de otro y de un tercero más. La señora saltó hacia la ventana:

—¡Vete de aquí enseguida! —gritaba—. ¡Ya verás, se lo diré a tu padre!

—¡No me importa! —chillaba Pedro—. ¡Haga lo que quiera! ¡Bruja! ¡Bruja! —y corrió a la puerta del lavadero, la sacudió, la golpeó con sus puños y le dio patadas. Después, apretando su frente contra la sucia madera, estalló en sollozos:

—¡Nos lo han quitado! —gemía—. ¡Nos lo han quitado!

Kati estaba doblando los encajes y, en sus grandes ojos azules, no había ni el menor asomo de sonrisa. Soki repetía desesperado:

—¡Seguramente los tiraron! ¡Tiraron los papelitos de bombones! Los estoy coleccionando desde hace cuatro años…

Susi ya no mantenía la cabeza hacia arriba. Si Pedro también… Dejó caer sus lágrimas y no pudo decir nada. Tampoco cuando vio que Eta atravesaba el patio, arrastrando sus botas atadas con cuerdas. Eta se paró, por un momento, al lado de la barandilla de la escalera, se apoyó sobre ella como un abrigo viejo sobre una percha vieja. Después siguió arrastrando los pies hacia el portal. Aún tocó con sus grandes manos rojas la gruesa madera antes de salir por la puerta.

La calle la absorbió enseguida.

Capítulo 18

AL DÍA SIGUIENTE, el colegio resultaba muy extraño. Soki no le envió ni un solo tanque a Susi y, cuando sonó el timbre, salió de la clase, corriendo como si alguien le persiguiese. Cogió a Blas en el pasillo y cuando, por casualidad, miró hacia donde estaba Susi, retiró la vista rápidamente.

La verdad es que Susi tampoco insistió en ir tras Soki. Observaba a Julio Ester, que sacó un peine roto y un papel de seda y, tras enrollar el papel alrededor del peine, sopló una melodía. Susi se lo pidió para probarlo también. El papel de seda le hacía cosquillas en la boca; pero, con todo, eso era mejor que Soki. Con él, hablaría del lavadero y, si no hablaban (¿qué quedaba por decir?), pensarían en él. Y en el enorme candado oxidado. Y eso era mejor olvidarlo.

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