—¿Cómo van a caerse si los sujeta el listón?
—Y ¿los apoyamos en la pared?
—¡Claro! ¿Es que tienes miedo de que se estropeen tus birriosos cuadernos?
Soki se encogió de hombros. ¡Por supuesto, a él le importaban sus cuadernos menos que a los demás!
Kati se puso a bailar alrededor del tronco y gritaba:
—¡Esto es mejor que el cine! ¡Es mejor que el cine!
Karcsú no sabía de qué cine se trataba, pero se lanzó tras Kati y, cuando la cogió, le retorció de nuevo el rabillo de la boina.
Susi se quedó contemplando el espacio de pared entre la puerta y la ventana. Decidió colocar la foto de su padre exactamente a su altura. En las casas de los Pitter y de los doctores, los cuadros estaban colgados tan altos que sólo los podía alcanzar estirando los brazos. ¿Para qué los pondrían así? ¿Para no poder ver nada en ellos?
Soki continuaba sentado en el punto más alto del fogón y se sentía feliz. Eta preguntó decepcionada:
—Pero ¿no encendemos el fuego?
Nadie contestó.
LA MADRE de Susi marcó en la agenda toda la semana para ir a casa de los Ovillo.
La agenda de la madre era exactamente igual a la que había en el colegio, en la mesa de la Directora.
Pero su madre se llevaba a todas partes esa agenda tan grande y con tapas duras. Como los alfileres en la cajita dorada, las tijeras grandes, el metro, la regla y el lápiz rojo. Con ese lápiz rojo marcaba los días y anotaba la casa donde iría a trabajar. En casa de los Ovillo estaba siempre una semana entera.
La señora Ovillo tejía jerséis en una máquina que Susi no se cansaba de contemplar. Mejor dicho, no tejía jerséis, sino los trozos que su madre ajustaba después. A veces subía también una chica rubia, Verónica, que cosía, con una enorme aguja, los hilos que colgaban de los jerséis. A Susi no le gustaba Verónica. Las cosas que comentaba con su madre y con la señora Ovillo las decía en voz baja para que ella no se enterase de nada. Si se daban cuenta de que la niña estaba pendiente de la conversación, se callaban al instante.
En cambio, la señora Ovillo era encantadora. Ella le dio ese nombre: «Ovillo», cuando Susi aún era muy pequeña. Posiblemente porque la señora era como los enormes ovillos multicolores que se encontraban por toda la casa. Tenía la cara redonda y sonriente; el pelo, blanco y muy cortito: como un ovillo blanco. Era baja y regordeta, con vestidos rojos o azules: otro ovillo. Y las piernas cortas, carnosas y un poco arqueadas: el tercer ovillo. Siempre se reía a carcajadas y, aparte de sus lanas, no se preocupaba de nada. Si su madre quería darle a Susi pan con mantequilla, no tenía que preguntar a la señora Ovillo si podía. Ni siquiera hubiese contestado. En su casa todo el mundo hacía lo que quería.
Tampoco se preocupaba mucho de Susi. No le preguntaba si se había sabido la lección, ni qué quería ser de mayor, ni qué había comido el día anterior. Sólo, cuando recibía una bonita lana nueva, se la enseñaba siempre.
—Ésta es irisada —decía, poniéndola en las manos de Susi. Si acaso, añadía:— ¡No la ensucies mucho!
Y, a las seis en punto, siempre le decía a su madre en tono que no admitía réplica:
—Rosita mía, ahora se va a casa.
La madre siempre añadía que le quedaba algo por terminar. Pero la señora Ovillo, sin decir nada, las ponía en la calle.
La señora Ovillo le enseñó ese día una lana nueva:
—Tiene un hilo de metal —dijo entregándosela.
Pero Susi no le hizo mucho caso. Era una suerte que la señora estuviese tan ocupada con la máquina porque, de otro modo, le hubiese dolido el que Susi no se entusiasmase con la lana. Y no porque no le gustase, sino que en aquel momento quería hablar con su madre sobre algo muy importante. ¡Menos mal que Verónica no había ido ese día, porque con ella allí no se podía hablar nunca! La madre cosía a máquina la cintura de un jersey azul marino de caballero cuando Susi se puso a su lado.
—¿No te escribes con mi padre? —preguntó.
La madre, de momento, no comprendió la pregunta. Cosió los laterales del jersey antes de contestar:
—No.
—Pero ¿sabes su dirección?
—Ya te he dicho, hija mía, que no la sé.
—Y ¿quién la sabe?
—Tampoco lo sé.
—Dime la verdad, madre, ¿no lo sabes o no me lo quieres decir?
—Mira cuánto trabajo tengo…
—¿No me lo quieres decir?
—No sé su dirección.
—¿En qué país está? ¿Aquí o en otro?
—En otro.
—¿Lejos?
—Lejos.
—… Me gustaría tanto verle…
La cabeza de la madre casi desapareció entre los trozos de jersey azul marino.
—Le quiero escribir…
La madre paró la máquina. Miró a Susi severamente y dijo muy seria:
—¡Ni se te ocurra! —después continuó con tono mucho más suave—: Y ¿para qué? Tienes todo lo que necesitas ¿no? Ya ves cuánto trabajo. Todo esto lo hago por ti. Te quiero educar yo sola igual que si tu padre se hubiera quedado con nosotras.
Susi contemplaba a su madre sin decir palabra.
Aunque le hubiera gustado preguntar muchas más cosas a la madre le hacían daño las preguntas. Estaba ajustando la manga del jersey al hombro y se le escapó. Empezó de nuevo y se le escurrió otra vez. Le temblaban las manos…
Susi se inclinó para acariciar con su cara la mano de su madre.
Después, dando un par de brincos, se puso al lado de la señora Ovillo y se quedó observando los movimientos de la máquina.
«No estaría mal algo así para el lavadero —pensaba—. Karcsú estaría encantado». Se quedó allí un ratito y después susurró a la señora Ovillo:
—¿No hay que traer nada?
La señora Ovillo se echó a reír y le contestó, también cuchicheando:
—¿Por qué? ¿Quieres pasear un poco?
Susi asintió riendo.
—Tráeme cigarrillos —dijo en voz alta para que la madre lo oyese. Y fue hacia el armario en busca de su bolso para darle el dinero de los cigarrillos.
¡Ese armario!
La madre de Susi se ofrecía siempre para ordenarlo. Cada vez que miraba hacia allí, sufría. Pero la señora Ovillo soltaba una carcajada y contestaba:
—¡Si dentro de cinco minutos estaría otra vez desordenado!
¡Claro que no encontró el bolso! Registró todo el cuarto. Después, salió a la cocina y al recibidor. Por fin lo encontró, con un grito de alegría, en el cuarto de baño:
¡Claro! Me lo traje cuando vine a peinarme.
Le dio a Susi un billete de diez florines para que pudiera comprarse también un pastel en la confitería.
Los diez florines le vinieron muy bien porque, para llegar en poco tiempo a casa de tía Elisa, había que coger el tranvía.
Eran solamente tres paradas.
Susi creyó, durante mucho tiempo, que el verdadero nombre de tía Elisa no era tía Elisa, sino «Siéntate ya hija». Antes iban muchas veces a ver a los tíos. La madre de Susi y tía Elisa eran hermanas. Se parecían en que no podían soportar el menor desorden. Mientras estaban en su casa, la tía Elisa iba y venía sin parar del cuarto a la cocina, ordenándolo todo. Aunque ya hiciera tiempo que no hubiera nada que colocar, tía Elisa seguía yendo de acá para allá. Por eso el tío Carlos, su marido, le decía una y mil veces: «Siéntate ya, hija».
Susi se bajó en la Avenida Váci y, al cabo de cinco minutos, entraba corriendo por el portal. Tía Elisa abrió enseguida la puerta cuando oyó el jadear de Susi.
—¡Cuánto tiempo sin verte! —dijo con alegría—. ¿Y tu madre?
—No ha venido.
—¡No me digas! ¡Has venido tú sola! ¡Qué niña tan mayor eres ya, Dios mío! —Después llamó al tío Carlos que estaba en casa del vecino. El tío vino con las manos llenas de aceite. Seguramente estaba arreglando algo. El tío Carlos entendía de todo. En el cuarto de baño de casa de Susi también él se encargaba de los grifos y los desagües.
Se puso las manos sucias atrás y dio dos grandes besos a Susi. Su primera pregunta fue también:
—¿Y tu madre?
—Trabajando.
—¿Por qué trabajará tanto esa Rosita? Cuántas veces le he dicho que entre en la cooperativa. ¡Eso no es vida!
—¿Que entre dónde? —preguntó Susi, mientras tío Carlos se lavaba las manos en el grifo de la cocina.
—En la cooperativa, chiquilla. Ganaría menos, pero podría estar en casa por las tardes.
Susi no tenía ni idea de lo que era una cooperativa. Pero no se atrevió a seguir preguntando porque no había venido por eso: no le importaba cómo se llamase donde su madre debería entrar. Había venido por otra cosa que sería bien difícil de obtener.
Tía Elisa ya le había puesto la comida, aunque Susi no tenía tiempo para comer. Debía volver enseguida y, además, no tenía hambre. Era terrible que en todas partes quisieran darle de comer.
Pese a su oposición, tuvo que comerse un plato de sopa. Conocía a tía Elisa. En eso también se parecía a su madre. Cuando vio que no había más remedio, se lo tragó todo rápidamente.
Tío Carlos le acarició el pelo.
—Si puedes venir ya sola, ven más a menudo. Te haré algo, ¿quieres?
Susi le sonrió. Ese «algo» sería, seguramente, algún artefacto raro. Una vez ya le había hecho uno. Había que empujar una rueda y ésta empezaba a dar vueltas y a hacer un soniquete. Su madre Preguntó qué era aquello. El tío se encogió de hombros y contestó:
—Ya lo ves…
La madre no sólo lo veía, sino que también lo oía. Y no le gustaba oírlo. Lo escondió en alguna parte.
En realidad, no vendría mal un cachivache parecido. Se lo podría llevar al lavadero. Pero eso, en aquel momento, no tenía importancia.
Susi comenzó a hablar rápidamente ya que tía Elisa se estaba inclinando de nuevo, sospechosamente, sobre una cazuela.
—Dígame, por favor —preguntó al tío Carlos—, ¿dónde está mi papá? Le miraba con angustia y ya se preparaba para que el tío eludiera de alguna manera la respuesta. Quizá la reprendiera por interesarse por su padre. Posiblemente tendría que comerse otro plato de sopa.
Pero el tío contestó sin más preámbulos:
—Creo que está en Alemania occidental. ¿No lo sabe tu madre?
Susi negó con la cabeza y añadió:
—Y no le gusta que se lo pregunte.
Tío Carlos se quedó pensativo durante un buen rato, sin decir nada.
Susi ya pensaba que se había quedado mudo, pero después dijo:
—Pues, entonces, no lo preguntes. ¡Pero te diré algo! El hermano de tu padre seguramente lo sabrá. No sé dónde vive, pero sí que es camarero en un restaurante de Buda. En «El Tilo». El otro día me lo encontré por casualidad.
De nuevo se quedó mirando a Susi durante un buen rato y, después, como si se le hubiese ocurrido de repente, le dijo:
—¿Sabes una cosa? Me iré contigo. Espera que me ponga otra camisa.
Susi se lanzó al cuello del tío, le besó repetidas veces y le explicó que en aquel momento no podía ir. La señora Ovillo la había mandado a comprar cigarrillos. Si se iban a «El Tilo», volvería tan tarde que no podría justificar la tardanza ni aunque pretendiese decir que había comprado cada cigarrillo en un estanco diferente. Así pues, quedaron en que volvería a la semana siguiente. Procuraría estar allí a las tres y media, porque tío Carlos terminaba a las tres el trabajo en la fábrica. Apretó su nariz contra la cara de tía Elisa y salió a toda velocidad.
Sólo se acordó de los cigarrillos en el momento en que la señora Ovillo abrió la puerta. Ésta se echó a reír al oír los balbuceos asustados de Susi. Ni siquiera preguntó dónde había estado y prometió no decir nada a la madre.
LA NIEVE cayó inesperadamente. La semana anterior, la madre ya había ordenado a Susi que después del colegio, cuando hubiese comprado el pan, la mantequilla, la leche y las cinco latas de paté, se pusiese el abrigo rojo para ir a buscarla a casa de los Pitter. El abrigo rojo, aunque era asqueroso, por lo menos era ligero. Y ahora tenía que ponerse ya el abrigo de invierno.
Pues… ¡prefería el rojo! Susi sentía auténtico pánico por su abrigo de invierno. Ya era incómodo el año anterior porque le pesaba demasiado y no se podía mover. Cuando levantaba un brazo, sentía como si el abrigo le dijese:
«Eh, eh. ¡Con menos violencia!»
Aquel año, además, se le había quedado pequeño y casi no se podía mover con él. Sólo se podía usar en posición de firmes.
Cuando se lo puso por primera vez, a principios de la semana, se acordó de la visita al museo de Historia Militar. Junto con Soki, se había parado largamente a contemplar un caballero acorazado de pies a cabeza que se encontraba de pie en un rincón y en una postura terriblemente incómoda. Soki, naturalmente, se entusiasmó de lo maravillosa que era la coraza. Pero Susi sintió pena por el caballero. ¿Qué haría cuando, por ejemplo, le picase el omóplato derecho?
A Susi siempre le picaba el omóplato derecho con el abrigo de invierno. También aquella mañana, cuando salió por la puerta para ir al colegio. Al parecer, Karcsú había notado también algo raro y le gritó desde el primer piso:
—¿Por qué pones esa cara tan horrible?
—¡Porque sí! —le contestó Susi, también gritando. Y eso debió tranquilizar a Karcsú por completo, puesto que continuó:
—¡Espera, quiero hablar contigo!
Susi bajó saltando hasta el comienzo de la escalera para reunirse con Karcsú. No quería esperar al chico delante de su puerta para que su madre no pudiese oír lo que le decía. Su madre no iba a casa de la señora Ovillo hasta las ocho.
—¡Es un rollo! —empezó Karcsú—. Mi madre se ha empeñado. ¿Qué puedo hacer? —se encogió de hombros.
Susi esperaba pacientemente que se le pasase la furia a Karcsú y que le revelase, por fin, de qué se trataba.
—El sábado será mi cumpleaños. Mejor dicho, el viernes. Da igual. Daremos una fiesta el sábado. Habrá tarta y chocolate. A las cuatro. Avisaré también a los otros.
Susi asintió con alegría. Aunque estuviese muy a gusto en casa de la señora Ovillo, era ya demasiado. Iba siendo hora de que Karcsú organizase una fiesta de cumpleaños. Su madre seguramente le dejaría que fuese…
Sí. La madre le permitió ir. Es más, a Susi le pareció que incluso se alegraba. No puso dificultades como en otras ocasiones y enseguida dijo que sí. Añadió:
—La señora Karcsú es una mujer inteligente.
Su única condición fue que Susi se pusiese el vestido azul (con lo que Susi estaba totalmente de acuerdo ya que el vestido azul era muy bonito) y, ¡además!, una cinta blanca en el pelo.