A pesar de que el recuento era de dos dígitos positivos, Martínez le pidió al crupier que le guardara el sitio y se levantó de la mesa. Se llevó las fichas de valor y dejó algunas de veinticinco dólares a cargo del crupier.
Atravesó el casino, cruzándose con algunos estudiantes universitarios y un grupo de pasajeros de un crucero. En comparación con los megacomplejos de Las Vegas siempre bulliciosos, el casino estaba vacío: faltaban algunos meses para que fuera temporada alta. Durante esa época del año predominaban los recién casados, los visitantes con ganas de aprovechar las ofertas de temporada baja o una mezcla de ambos.
Cuando Martínez llegó al baño se sorprendió al ver un cartel colgado en el centro de la puerta: «FUERA DE SERVICIO».
Martínez estaba bastante seguro de haber visto a su compañero ir en esa dirección y dudaba que un cartel le impidiera seguir adelante. Giró el pomo de la puerta: no habían cerrado con llave. Se encogió de hombros y empujó la puerta.
Sus pasos resonaron contra el suelo de baldosas. No se veía a nadie en la sala principal: a un lado había una fila de lavabos debajo de amplios espejos rectangulares y al otro toalleros de cromo y secadores de manos en forma de embudo. Cuando avanzó hacia el centro de la sala, oyó voces. Procedían del pasillo de compartimentos que empezaba a pocos centímetros del último lavabo.
—Vamos a jugar a un jueguecito —oyó que decía una voz áspera—. Voy a hacerte algunas preguntas y tú vas a responder lo que quiero oír.
El cuerpo de Martínez se tensó de golpe. Avanzó unos pasos, procurando no hacer ruido contra las baldosas. Vio que, apoyada contra la pared entre dos lavabos, había una fregona con el mango de madera y la cogió. Cuando llegó al pasillo notó que las piernas le temblaban. El lugar empezó a parecerle irreal, como si estuviera entrando en un túnel largo y oscuro.
Fisher estaba en el otro extremo del baño; un hombre treinta centímetros más alto que él le inmovilizaba los brazos en la espalda. Otro hombre lo cogía por el cuello, mientras otro se mantenía a cierta distancia, con los brazos cruzados sobre el pecho.
Al ver la escena, a Martínez se le puso el corazón en un puño. Fisher tenía la cara hecha un mapa; le salía sangre de la nariz y tenía un ojo tan hinchado que casi no lo podía abrir. El hombre que le cogía por el cuello tenía sangre en los nudillos de las dos manos.
«¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!».
Martínez dejó de mirar a Fisher para fijarse en los tres atacantes. Dos de ellos parecían de las Bahamas: el que cogía a Fisher desde detrás y el que le cogía por el cuello. Ambos eran altos y corpulentos, iban con pantalones caquis y camisetas sin mangas. El tercer hombre era blanco. Aunque Martínez creía que no lo había visto nunca, le sonaba de algo. Era muy alto, larguirucho, y tenía el pelo plateado.
—¿Cuántos amigos tuyos están por aquí? —gritó el hombre que le sonaba—. ¿Cuánto dinero habéis ganado?
Fisher se retorcía para intentar librarse de la mano que le sujetaba el cuello.
El hombre de la camisa sin mangas le respondió con un puñetazo en el estómago. Fisher gruñó y se puso colorado.
Martínez no pensó, estaba más allá de todo pensamiento. Dejó que el instinto le dominara.
Cogió la fregona como si fuera un bate de béisbol y golpeó tan fuerte como pudo contra uno de los espejos. Hubo un fuerte estrépito de cristales rotos cayéndose contra el suelo. Los tres hombres se dieron la vuelta. El hombre de pelo plateado le escudriñó con sus finos ojos azules. Martínez le devolvió la mirada con la fregona en alto. Intentó parecer lo más grande posible, pero por dentro estaba hecho un flan.
—Acabo de llamar a la policía —gritó—. Y también he llamado a nuestros abogados. Vamos a demandaros a vosotros y al casino por todo lo que habéis hecho.
Hubo un momento de silencio aterrador. Entonces el hombre de pelo plateado dijo con una sonrisa en los labios:
—Y ¿quién ha dicho que trabajamos para el casino?
Hizo un gesto con la cabeza y los otros dos soltaron a Fisher. Se desplomó en el suelo con las manos en la barriga.
Martínez se preparó para un combate que iba a perder seguro, pero los tres hombres pasaron de largo, con una sonrisa de oreja a oreja. Cuando llegaron a la puerta del baño, el hombre de pelo plateado miró atrás por encima del hombro y dijo:
—Me gustabas más cuando ibas de japonés.
Cerró la puerta de golpe.
Martínez tuvo que hacer uso de todas sus fuerzas para llevar a Fisher hasta un lavabo. Mientras le lavaba la sangre de la cara, empezó a recobrar el aliento.
—Dios mío, de qué te ha ido.
Fisher le miró con el ojo bueno.
—¿De qué me ha ido? ¿Cómo que dé que me ha ido?
—Quiero decir que podría haber sido mucho peor —dijo Martínez, poniendo las manos bajo el agua caliente. Le dolían las palmas por la fuerza con que había agarrado la fregona—. ¿Te has fijado en el pelo de ese tío? ¿No lo había descrito así Kevin? ¿Crees que es el hijo de puta al que se refería Micky?
Fisher escupió sangre. Se tocó los dientes frontales para asegurarse de que aún estaban bien sujetos a las encías. En cierto modo, era una suerte que la paliza se la hubieran dado a Fisher. Era un armario. Si hubiera sido Martínez, ahora estarían de camino al hospital.
—¿Vincent Cole? —preguntó Fisher—. ¿El capullo de la agencia de detectives? Imposible. Estamos en las Bahamas.
—Está a sólo diez horas de avión —dijo Martínez, apoyándose contra la pared—. Llevamos jugando doce horas.
—¿Te has creído a ese gilipollas? —gruñó Fisher—. Lo han hecho dentro del casino. —Se dio la vuelta y señaló una esquina del techo. Había una cámara de vídeo dentro de una bombilla negra de plástico—. Seguro que esos hijos de puta lo han estado observando todo.
—¿Qué te apuestas a que han borrado las imágenes por «accidente»?
Fisher sonrió con desdén, pero Martínez sabía que estaba tocado. Menuda paliza le habían dado. Si hubieran estado en Las Vegas, Martínez le habría llevado a la policía directamente, pero estaban en un país extranjero y no tenían testigos. Por lo que él sabía, hasta era posible que les arrestasen por tramposos. Si ése era Vincent Cole, sabía exactamente lo que hacía. Había recibido la llamada del casino —un cliente de la agencia que los había reconocido gracias a la lista— y había volado hacia las Bahamas para darles una lección.
O tal vez —pensó Martínez— ya estaba en las Bahamas, esperando a que aparecieran. «Porque ya sabía que vendríamos aquí».
Martínez sacudió la cabeza, apartando la idea de sus pensamientos. Eran muy pocos los que sabían de su viaje: Micky, Kevin y algunos más del equipo. Ninguno de ellos lo habría hecho. Dios, seguramente ni siquiera era Vincent Cole. Había muchos hombres con el pelo gris. Era una locura dar por descontado que se trataba de Cole.
Se preguntó si Fisher estaría pensando lo mismo. Le miró y vio que se estaba examinado los golpes de la cara en el espejo.
—Creo que tenemos que hacer algunos cambios —dijo Fisher.
Martínez no podía estar más de acuerdo.
Boston, primavera de 1998
Kevin casi había llegado a la cocina cuando se le escapó de las manos el montón de cajas Tupperware. Una decena de contenedores de todas las formas y tamaños cayeron al suelo y por el camino se desparramó una miríada de sobras de comida multiétnica. Era como estar delante de un cuadro comestible de Jackson Pollock, con audaces pinceladas de ternera troceada adornadas con albóndigas de cerdo y boniato confitado, brochazos inflamados de espárragos a la brasa con llamativos pinchos de
teriyaki
… Kevin sacudió la cabeza, preguntándose por qué había dejado que su madre le cargara con toda esa comida. Sus hermanas eran afortunadas: las compañías aéreas no les dejaban llevar fiambreras a bordo del avión.
La reunión familiar improvisada había sido perfecta para que Kevin se olvidara de sus problemas fiscales, la traición del equipo y los turbios acontecimientos a los que Martínez había hecho referencia tras su viaje con Fisher a las Bahamas. En lugar de encerrarse en su piso intentando sonsacarle a Fisher los detalles sobre la gravedad de la expulsión, Kevin se había pasado dos días compitiendo con sus hermanas en el tradicional decatlón de gula de la familia Lewis. Su habitual sesión de natación del lunes por la noche iba a ser una ardua tarea por la cantidad extra de agua que iba a desalojar de la piscina.
Se arrodilló en el suelo de la cocina y empezó a limpiar la comida derramada, utilizando las tapas de plástico como trapos improvisados. Estaba a punto de ver la baldosa cuando se dio cuenta de que el teléfono del salón estaba sonando.
Se limpió las manos en los tejanos y se dirigió hacia el timbre incesante. Encontró el aparato inalámbrico debajo de uno de los cojines del sofá y, mientras se ponía el pedazo de plástico vibrante contra la oreja, se quitó los zapatos.
—Será mejor que valga la pena. Tengo comida hasta en la coronilla.
—Kevin, acabo de recibir un mensaje electrónico de Kianna muy raro.
Era Dylan, algo extraño a esas horas. Dylan y Jill se iban a dormir antes de las diez de la noche a menos que estuvieran en Las Vegas. Kevin se preguntó si estaban discutiendo otra vez; en los últimos meses era algo cada vez más frecuente.
—¿Qué tipo de mensaje? —preguntó Kevin.
Kianna y Dylan sólo se conocían de jugar al Blackjack y, puesto que el equipo no se había reunido para planificar ningún otro viaje desde las revelaciones de Micky, no entendía por qué Kianna tenía que mandarle un mensaje a Dylan un domingo por la noche.
—Me pide que le envíe los registros de juego del último año. Le he preguntado por qué y me ha dicho que los necesitaba porque unos cuantos se van a Las Vegas este fin de semana. Kevin, ¿hay algo de lo que no me haya enterado?
Kevin enarcó las cejas mientras continuaba limpiándose las manos en los pantalones.
—No, que yo sepa. No hemos hablado de ningún otro viaje desde que nos enteramos de lo de la lista.
—¿Y Fisher y Martínez? —preguntó Dylan.
—Volvieron de las Bahamas hace una semana. Y por lo que me ha contado Martínez, fue una experiencia bastante desagradable. Les expulsaron sin cordialidades.
—Mucho peor que eso —le interrumpió Dylan—. El viernes Tay vio a Fisher en el gimnasio y tenía un ojo a la funerala y un enorme morado en la mejilla. No quiso contarle lo que había pasado, pero tenía algo que ver con las Bahamas.
Kevin se había despertado del todo. Estaba preocupado, pero no iba a sacar conclusiones precipitadas. No sería la primera vez que Fisher se metía en una pelea. Quizá los moratones no se los había hecho en las Bahamas. El mensaje de Kianna, en cambio, era algo más preocupante. ¿Por qué iba a querer los registros de juego si no era para planificar un calendario de juego? ¿Y por qué Kevin no sabía nada de ese viaje a Las Vegas? Él era uno de los grandes jugadores. Dylan era el secretario del equipo. No tenía ningún sentido.
—Voy a llamar a Fisher —dijo Kevin—. Me entero de lo que pasa y te llamo en diez minutos; espérame despierto, si puedes.
Colgó y marcó el número de Fisher. La línea pasó directamente al buzón de voz, señal de que Fisher estaba comunicando y no utilizaba la identificación de llamadas. De lo más raro. Kevin llamó a Martínez y se encontró que tampoco estaba disponible.
Kevin empezó a preocuparse de verdad. Algo estaba pasando, lo sentía. Tecleó algo en su teléfono inalámbrico —un regalo del Mohegan Sun— para buscar en la memoria el número de Kianna. Ella era la que había enviado el mensaje, y si realmente algo estaba pasando, seguramente sería más fácil sacarle la información a ella.
Encontró su número y activó el marcado automático. Escuchó tres tonos en el otro lado de la línea y luego la voz de Kianna:
—¿Fisher? Michael está dentro, pero aún no he encontrado a Brian…
—¿Kianna? —interrumpió Kevin. Tenía el rostro encendido. No cabía duda de que algo estaba pasando. Todo el puto equipo de Blackjack estaba hablando por teléfono.
—Ah, Kevin. Pensaba que eras Fisher. La verdad es que ahora estoy un poco ocupada…
—Ni hablar. —Kevin replicó—. Quiero saber qué diablos está pasando. ¿Por qué le has pedido a Dylan los registros de juego? ¿Y qué es eso de un viaje a Las Vegas el próximo fin de semana?
En el otro extremo hubo un largo silencio. Luego Kianna respondió en voz baja:
—Creo que será mejor que hables con Fisher.
—Fisher también está demasiado ocupado. Escucha, Kianna, tengo derecho a saber qué pasa. Soy un miembro del equipo, ¿no?
Cada vez estaba más enfadado. ¿Miembro del equipo? Él era uno de los grandes jugadores. Había demostrado su valía en más de una ocasión durante todos esos años de juego.
—Kevin —respondió Kianna al fin—, Fisher y Martínez están montando un nuevo equipo. No creo que sea nada personal, sólo quieren hacer algunos cambios…
Kevin colgó el teléfono. Tenía la cabeza a punto de estallar. Hacía dos semanas, sentado en la sala de estar de Micky, se había planteado dejar el recuento de cartas, pero esto no era dejarlo, esto significaba que le echaban. ¡De su propio equipo!
Marcó el número de Fisher y volvió a ponerse el buzón de voz. Apretó con fuerza el botón de rellamada y recibió la señal de comunicando. Volvió a llamar otra vez. Y otra vez. Y otra vez.
Fisher respondió en la sexta rellamada. Su voz era apresurada.
—Kevin, ahora no puedo hablar…
—Pero lo vas a hacer, Fisher, porque me merezco una explicación. ¿Me echas del equipo?
Fisher tosió. Kevin se dio cuenta de que hablaba con dificultad, seguramente no porque fuera duro desde el punto de vista emocional, sino porque tenía algo mal en la boca.
—No exactamente. Nos estamos reestructurando. Sabes que últimamente hemos tenido algunos problemas. Martínez y yo creemos que es hora de reposicionarnos, de tomarnos las cosas un poco más en serio.
Kevin apretó el teléfono con todas sus fuerzas.
—¿Crees que yo no me tomo las cosas en serio?
—Pues la verdad es que no. Venga, Kev. Para ti esto es sólo un pasatiempo. Nosotros nos ganamos la vida con esto. Nunca has estado dispuesto a comprometerte al cien por cien. Y ahora hemos aprendido que no comprometerse al cien por cien es peligroso.
Kevin se preguntó si le había entendido bien.
—¿Me estás acusando de algo?