Finalmente encontró su asiento, siete filas más cerca del
ring
, justo debajo de las cuerdas. Le costó un poco localizar a Martínez, Fisher, Micky y el resto; estaban repartidos por las primeras filas, entre gente rica desconocida y famosos de primera categoría: Al Pacino, Robert De Niro, Kevin Costner, Jack Nicholson, Charlie Sheen… Por alguna razón, en la algarabía visual de Las Vegas, los cerebritos del MIT no parecían fuera de lugar.
Durante unos segundos Kevin y Fisher se miraron. Alzando los brazos hacia el descomunal techo, Fisher le hizo gestos como diciendo: «Aquí estamos, ¿qué te parece?».
Kevin intentaba buscar una respuesta cuando de repente las luces se apagaron. Se oyó un estruendo de música y todo el estadio retumbó con los aplausos de un público entregado.
El combate estaba a punto de comenzar.
Weston, Massachusetts, Acción de Gracias de 1994
En Weston no hay luces de neón.
Situado a veinte minutos de Boston en Mercedes-Benz, Weston era un enclave de clase media-alta separado del mundo real por un tramo de autopista flanqueado de árboles. Una pequeña ciudad de Nueva Inglaterra, el suburbio por antonomasia: cercas de color blanco, autobuses escolares amarillos, casas coloniales, jardines con césped verde y brillante, tenderetes de helados, campos de tenis, aros de baloncesto, cabañas en los árboles, columpios en los porches, perros con correa, niños jugando al pilla-pilla, institutos públicos que parecían academias preuniversitarias y academias preuniversitarias que parecían universidades.
Era una tarde soleada; Kevin y Felicia estaban sentados en el columpio del porche, observando cómo caían las hojas en el jardín de la casa colonial de los padres de él. Aunque la brisa empezaba a ser fría, Kevin se sentía reconfortado por el fresco aroma de otro otoño. Había pasado todos los días de Acción de Gracias en esa casa; sus olores y sonidos le llenaban la mente de los recuerdos rituales de la celebración. Como siempre, sus hermanas estaban con su madre en la cocina: Kevin oía las voces a través de la ventana del primer piso, junto con el ruido de los platos y la cubertería de plata. Su padre se había retirado a su estudio, con sus libros de geología y sus revistas científicas. Kevin y Felicia disfrutaban de un momento único de soledad aislados en el porche de palisandro que daba al jardín trasero de la casa.
Kevin había ayudado a su padre a construir ese magnífico porche de dos niveles cuando tenía doce años: recordaba que, al ver los montones de madera exótica que el camión había descargado, no podía explicarse cómo iban a convertirlos en los planos que su padre tenía colgados en la pared del estudio. A finales de verano, cuando el porche ya estaba construido y algunos chicos envidiosos del vecindario acudían a su jardín para hacer barbacoas y jugar a baloncesto, Kevin empezó a pensar que su padre era un superhéroe de barrio.
Le había costado mucho adaptarse cuando dejó su feliz vida suburbana para ir a Exeter, la academia de preparación universitaria. Su padre se lo había explicado cuando se habían marchado sus hermanas, mayores que él. Para ese inmigrante chino con un apellido americanizado, no había nada más importante que la educación; el padre de Kevin había tenido que luchar toda su vida para superar una infancia privada de oportunidades y se había prometido a sí mismo que sus hijos no tendrían que superar nada. Para él, la academia Exeter era un seguro para el futuro de Kevin.
A él no le había gustado nada irse de casa y hasta al cabo de varios meses no empezó a entender el razonamiento de su padre. La mayoría de sus compañeros de clase eran escandalosamente privilegiados; para salir adelante, Kevin tenía que trabajar el doble que ellos. Se concentró en las matemáticas y las ciencias —también siguiendo los pasos de sus hermanas— porque en el mundo de su padre la educación de letras sencillamente no existía. Las matemáticas eran la medida de todas las cosas, era lo que determinaba el potencial de éxito de una persona.
Y, en efecto, a Kevin las matemáticas le habían abierto muchas puertas: Exeter, el MIT y, ahora, el Blackjack. Las dos primeras eran un gran motivo de orgullo para su padre. Kevin se preguntaba si la tercera lo sería. Impulsó el columpio de madera con los pies y volvieron a mecerse suavemente. Felicia sonrió y le cogió la mano:
—Me caen bien tus hermanas. Parecen muy sensatas, con los pies en la tierra.
Kevin asintió. Estaban en la cocina, preparando el postre con su madre; por lo que oía, tenía algo que ver con manzanas, canela y una base azucarada. La voz de Melissa era aguda, cantarina; el tono de Kelly era más profundo, más serio. Eran muy amigas, estaban hechas de la misma pasta. Melissa trabajaba en una empresa de capital riesgo en el centro de Houston. Tenía un todoterreno negro y le gustaba el senderismo. Se había graduado en Yale y estaba a punto de ir a la Harvard Business School para continuar estudiando. Kelly era la más moderna de las dos; se había graduado en Harvard, vivía en Los Ángeles y trabajaba en un banco de inversión. Vestía Armani y Prada, y coleccionaba arte de Extremo Oriente. Llevaba mechas rubias y en el trabajo utilizaba gafas sin graduación. Las dos ganaban mucho dinero trabajando muchas horas. Ambas acabarían obteniendo más títulos, casándose y comprándose una casa en los suburbios.
Se suponía que Kevin seguiría su ejemplo. De mayores, los niños de Weston no eran contadores de cartas profesionales. Iban a Harvard, a Yale o al MIT. Si eran rebeldes, iban a Brown o incluso a Stanford, pero luego se convertían en médicos, abogados y banqueros. Tenían familia, una casa en el lago e hipotecas de un millón de dólares. Conducían Volvos y todoterrenos.
—Kelly me recuerda a mi hermana —continuó Felicia—. Con un poco de suerte podré presentártela en Navidad. Vuelve de París en diciembre.
Kevin volvió a asentir, aunque no estaba demasiado seguro de tener una visión tan optimista de su futuro en común. Durante las últimas semanas había empezado a sentir que ya no sabía qué decirle. Tenía demasiados secretos: los viajes semanales a Las Vegas, los nombres falsos, las tarjetas de crédito, los carnés de coche que guardaba en el cajón del escritorio, el dinero que escondía por todo el apartamento, el tiempo que pasaba con sus nuevos amigos de juego, las llamadas que los anfitriones de los casinos empezaban a hacerle para ofrecerle regalos, una habitación gratis, un vuelo gratis, entradas para espectáculos, combates y fiestas privadas. Se preguntó si contándole la verdad salvaría su relación; lo más probable es que Felicia saliera corriendo.
Del mismo modo durante los últimos días se había preguntado si debía explicárselo a su padre. Kevin nunca le había ocultado algo tan importante y se sentía muy cobarde por no atreverse a contárselo. Sabía que con el tiempo guardar el secreto sería cada vez más difícil. El Blackjack y el dinero que ganaba estaban empezando a cambiarle la vida.
Tras su primer fin de semana en Las Vegas, Kevin se había comprado un nuevo equipo de música y un televisor. Tras su segunda visita —y más sesiones como gorila—, se había renovado el armario con ropa más llamativa para jugar y algo de ropa deportiva. Tras estrenarse como gran jugador, había contemplado la posibilidad de dejar su apartamento compartido para irse a vivir solo, pero al final había concluido que era más prudente no hacerlo porque le resultaría muy difícil explicarlo.
A pesar del secretismo con que llevaba todo el asunto, sus padres empezaban a sospechar algo. Su madre solía preguntarse en voz alta de dónde sacaba todo ese dinero para comprarse tanta ropa y tantos «juguetes». Bromeaba diciendo que en el jardín debía de tener un árbol que daba billetes de cien. «Pues no se aleja demasiado de la verdad», pensaba Kevin.
Pero cuanto más pensaba en contarle a su padre la verdad más imposible le parecía. Si de algún modo pudiera llevarse a su padre a Las Vegas y demostrarle que no había nada corrupto o ilícito en lo que hacía, quizá podría entenderlo. Quizá.
—Kevin. —La voz de su madre interrumpió sus pensamientos—, será mejor que vengas antes de que tus hermanas se lo coman todo.
Cuando entraban en la casa, Kevin le soltó la mano a Felicia. Procuró que el movimiento fuera lo más natural posible, pero en su mirada vislumbró algo que indicaba todo lo contrario: un atisbo de preocupación, tal vez un presagio de lo inevitable.
El padre de Kevin estaba en su silla de siempre, presidiendo la mesa del salón. Tenía un plato con un pastel a medio comer y al lado el
New York Times
abierto por la sección de economía, como de costumbre. Todos los días leía cinco periódicos, desde el
Wall Street Journal
hasta el
Boston Globe
. Si el televisor estaba encendido, siempre era la CNN o las noticias de la noche. Durante el fin de semana, a veces cambiaba de canal para ver un documental.
Felicia se fue al baño y Kevin se sentó al lado de su padre. Le observó pasando las páginas y consultando el estado de sus acciones. Paró un momento para mirar a Kevin y le saludó con la cabeza, pero luego siguió leyendo las noticias de economía.
Peter Lewis, medio chino, medio caucásico, era alto y fuerte, su pelo empezaba a canear y tenía una frente ancha en la que empezaban a aparecer arrugas. Casi nunca sonreía, pero tenía una mirada amable y eran raras las ocasiones en las que subía el tono de voz. Siempre iba con una sudadera del MIT, Yale o Harvard: las tres universidades de sus hijos. Con los años esperaba poder añadir otras sudaderas a su colección. Kevin pensó que sólo tendría dos más; necesitaría tener otro hijo para conseguir la tercera.
Peter Lewis y la madre de Kevin hacían buena pareja; ella era un poco más baja, pero tenía el pelo y los ojos del mismo color, y era delgada. A diferencia de su padre, siempre sonreía de oreja a oreja, tanto que a veces parecía que la cara se le iba a partir en dos. Sus orígenes también eran mixtos; tenía familia en Irlanda y en Taiwán, dos extremos que se superponían en su piel: en algunas zonas suave y morena, en otras pecosa y arrugada, pero en conjunto exótica y atractiva. Kevin aún la oía trajinando en la cocina, cogiendo los platos pequeños y ahuyentando a sus hermanas del pastel.
Era poco frecuente tener un momento a solas con su padre como ése.
Kevin decidió tantear el terreno:
—Papá, ¿alguna vez has oído hablar del recuento de cartas?
—¿Quieres decir —respondió su padre sin dejar de leer el periódico— como los jugadores de póquer profesionales que cuentan las cartas?
Kevin estaba pendiente de la puerta del baño. No quería por nada del mundo tener que abordar a Felicia y a su padre al mismo tiempo. Continuó precavidamente:
—No, me refiero al Blackjack. Algunas personas cuentan las cartas para tener más ventaja.
Su padre dio la vuelta al periódico y empezó a leer la contraportada:
—Tonterías. En los casinos hoy se utilizan seis barajas. No se pueden contar las cartas de seis barajas. Es imposible.
Kevin negó con la cabeza. Le sorprendía que su padre cayera en el error más común. La gente pensaba que el recuento de cartas sólo era posible jugando con una sola baraja, cuando en realidad con seis barajas resultaba mucho más fácil. Con una sola baraja, el crupier solía barajar las cartas cada pocas manos. Si la baraja se ponía caliente, sólo podías aprovecharte de la situación durante unos momentos. En cambio, con seis barajas podías llegar a disponer de diez minutos de ventaja.
—Papá, los contadores no siguen la pista de todas las cartas. Es una cuestión de proporciones, entre cartas buenas y malas…
—Kevin, es una pérdida de tiempo. Los jugadores nunca ganan dinero.
El tono con el que lo dijo le dejó claro a Kevin que la conversación se había terminado. Kevin sintió una gran frustración. Entendía el parecer de su padre, pero no había querido plantearse la posibilidad de que, en realidad, no se tratase de azar; era un problema matemático, físico, una pregunta con respuesta… y esa respuesta te permitía ganar dinero fácil.
Luego Kevin pensó que había sido para mejor: en ese momento Felicia volvía del baño y su madre salía de la cocina con otro pastel de manzana en las manos.
No era el momento adecuado. El padre de Kevin no estaba preparado para escucharle. Tal vez nunca lo estuviera.
Por raro que pareciera, Kevin sintió un gran alivio.
La doble vida, 1994-1995
Los siguientes seis meses pasaron volando. El mundo de Kevin se transformó en una mezcla esquizofrénica entre una realidad gris y una fantasía de colores chillones. En Boston, su último curso en el MIT avanzaba a toda velocidad. Por suerte, ya había cursado casi todas las asignaturas obligatorias, con lo que sólo tenía que asistir a unos cuantos seminarios y terminar la temporada de natación. Coloreaban ese cuadro de tonos grises las excursiones de fin de semana con Micky y su comando: asaltos a Las Vegas bien planificados que rápidamente se volvieron rutinarios, pero no por ello menos emocionantes. Cada tercer viernes del mes, Kevin dejaba el Pasillo Infinito para volar en el expreso del viernes por la noche, cambiaba su piso compartido por una suite de tres mil metros cuadrados, dejaba las cenas en el comedor universitario por los festines de madrugada del servicio de habitaciones, las fiestas universitarias se convertían en noches de combate, las cervezas en un bar cualquiera eran sustituidas por las copas de champán que le servía algún anfitrión de casino en el reservado de una de las discotecas más exclusivas de todo el país…
Poco a poco Kevin se fue dando cuenta de que estaba cambiando. Llevaba dos tipos de vida opuestos, con dos clases distintas de recuerdos. En casa, podía charlar con Felicia sobre las cosas que echarían de menos cuando se graduaran: los partidos de baloncesto en el Garden, las noches en el bar Crossroads, las tardes patinando sobre hielo en el Boston Common. Pero, al cerrar los ojos, veía el centelleo de las luces de Las Vegas, revivía las descargas de adrenalina, los momentos de tensión y emoción que revoloteaban por su memoria como brillantes cristales rotos.
En Navidad, Kevin ya se sentía cómodo interpretando el papel de gran jugador. No era tan bueno como Fisher ni tan histriónico como Martínez, pero sabía cómo manejar las cartas y tenía un don para pasar desapercibido. Tal como diría Micky, Kevin tenía la
pinta
; fuese cual fuese la situación, nunca parecía fuera de lugar. Podía sentarse en una mesa llena de congresistas, de famosos o de ejecutivos de Hong Kong, apostar el doble que ellos y, aun así, no llamar la atención del jefe de mesas. Podía jugar en la zona de grandes apuestas con Kevin Costner y Howard Stern o en una mesa de cinco dólares escondida entre dos máquinas tragaperras sin poner en peligro su estilo de juego. Aprendió a meterse en el papel de sus alias como si fuera un actor profesional. A veces, era Teddy Chan, el hijo de un cardiólogo de Hong Kong. En otras ocasiones, era Arthur Lee, un informático millonario de Silicon Valley. Un fin de semana fue Davis Ellard, cuya familia era la propietaria de una importante cadena de supermercados asiática. En el siguiente viaje era Albert Kwok, el sobrino del mayor terrateniente de toda Malasia.