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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (28 page)

BOOK: 21 Blackjack
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El cajero, un hombre rubio con las mangas de la camisa enrolladas, vio el montón de fichas moradas y, con una sonrisa en los labios, dijo:

—Un momento, por favor.

Mientras ponía las fichas en una bandeja, el hombre cogió el teléfono. Aunque sabía que era el procedimiento habitual, a Kevin se le aceleró el pulso. Ya no se podía salir con dinero de un casino sin que alguien hiciera una llamada telefónica. Había que informar a Hacienda de cualquier transacción superior a los diez mil dólares. A Kevin no le gustaba el procedimiento, pero tampoco le preocupaba demasiado, puesto que utilizaba una identidad legal y su número de la seguridad social era real. Le preocupaba mucho más la persona que había recibido la llamada.

El cajero se alejó de la ventanilla. Cuando volvió aún tenía esa estúpida sonrisa en la cara.

—Tendrá que esperar unos minutos. Por favor, sea tan amable de apartarse para que pueda atender a los otros clientes mientras los chicos de arriba gestionan su cuenta.

Kevin asintió con la cabeza, poniéndose cada vez más nervioso y dejando paso a otro cliente. Estaban tardando demasiado. Se preguntó si sería mejor marcharse sin más, pero era demasiado dinero como para darlo por perdido. Recuperó la compostura recordándose que no había hecho nada malo: no había infringido ninguna ley ni había herido a nadie. «Que les jodan, si no quieren que juegue en su casino. Cogeré el dinero y me iré a jugar a otra parte».

Al cabo de diez minutos, dos hombres con trajes oscuros salieron de una puerta situada detrás del mostrador. Uno de ellos tenía el pelo gris y llevaba unas gafas de sol con la montura de plástico. El otro era más joven, tenía la nariz chata y los labios delgados. El tipo de las gafas llevaba una bolsa de papel marrón en la mano.

Sin mediar palabra, le dio la bolsa a Kevin y luego cruzó los brazos sobre el pecho. Kevin miró dentro de la bolsa y vio varios fajos de billetes de cien dólares. Cuando levantó la mirada, la nariz chata señalaba hacia la puerta.

—Tú y tus amigos ya os habéis podido divertir un buen rato. Ahora largaos de nuestro barco.

Kevin se puso pálido. Se dio la vuelta y se fue hacia la salida. No miró atrás. «Paso a paso, paso a paso».

Atravesó la puerta y entró en el hotel por la rampa. Luego cruzó el vestíbulo del hotel y salió a la calle. Pasó al lado del mostrador del aparcamiento y se dirigió hacia el coche.

Había dado cuatro pasos cuando de repente una furgoneta blanca con los cristales ahumados que iba en contra dirección se detuvo a su lado. Kevin vio que la furgoneta reducía la velocidad para mantenerse a su lado. No se sentía los pies, pero siguió caminando: «paso a paso, paso a paso». Cuando estaba a diez metros del Toyota, empezó a correr. La furgoneta paró un segundo, pero luego aceleró con un chirrido de los neumáticos, esquivó el coche y se dirigió a toda velocidad hacia la carretera.

Kevin se sentó en el asiento del copiloto y tiró la bolsa de papel al asiento de atrás. Fisher estaba en el asiento del conductor, alargando el cuello para ver la furgoneta derrapando en la esquina.

—¡Arranca! —gritó Kevin—. ¡Ahora!

Fisher pisó el acelerador y el Toyota arrancó con una sacudida. Casi habían llegado al otro lado de la calle cuando Fisher tuvo que pisar a fondo el freno: un coche de policía les bloqueaba el paso.

—Dios mío —dijo Dylan—. Esto no tiene buena pinta.

Desde el asiento delantero del coche de policía encendieron un enorme foco y les dejaron totalmente deslumbrados. Kevin tuvo que cerrar los ojos. Se quedó totalmente quieto y puso las manos en el salpicadero. Esperaba que Fisher y los demás fueran lo bastante listos e hicieran lo mismo. Esto ya no tenía nada que ver con la ley. Si cuatro chicos de Boston desaparecían en una pequeña ciudad de Lousiana, resultaría muy difícil averiguar qué había ocurrido, sobre todo si eran contadores de cartas profesionales…

Pasó un minuto entero. Entonces apagaron el foco. Kevin abrió los ojos y vio que el coche de policía pasaba lentamente al lado de su coche. Uno de los polis le fulminó con la mirada: en el regazo tenía una escopeta.

Kevin parpadeó varias veces, pero no cabía duda de que la mirada del policía estaba cargada de veneno. Lo del foco había sido una advertencia. Ya no eran bienvenidos en Shreveport. Esto no era Boston, ni siquiera Las Vegas. Y tampoco era un juego. No tenía nada que ver con grandes corporaciones ni con ventajas matemáticas. Era una cuestión de gente y de dinero. Y de qué estaba dispuesta a hacer la gente para proteger su dinero.

Cuando vio que el coche de policía se había ido, Kevin miró a Fisher.

—No vuelvas a decirme que saco las cosas de quicio. Esos polis no buscaban a unos atracadores. Estaban cazando dinosaurios.

VEINTISEIS

Boston, primavera de 1998

Al cabo de tres días, Kevin recibió la primera carta: un sobre precintado con un remitente de Pittsburgh, Pensilvania.

Estaba sentado en el suelo de la sala de estar, comiendo cereales y viendo un programa de deportes de la tele mientras hablaba por teléfono con su hermana de Houston. Melissa le estaba aconsejando sobre la bolsa cuando Kevin inconscientemente cogió el sobre de un montón de correo sin abrir que tenía al lado. Quitó el precinto, medio escuchando el informe que le hacía Melissa sobre el futuro de la fibra óptica y la salud financiera del sector tecnológico.

Dentro del sobre había unos documentos mecanografiados que parecían de carácter legal. La primera página era una carta de Hacienda dirigida a su nombre. Era un aviso de inspección. En la parte inferior había el número de teléfono al que tenía que llamar para acordar la primera reunión con un inspector.

Kevin volvió a leer la carta mientras Melissa seguía con su perorata sobre las acciones de Internet. Respiró hondo y empezó a contárselo a su hermana, leyéndole las primeras líneas. Pero luego paró en seco.

—Melissa, te llamo más tarde.

Colgó el teléfono sin esperar respuesta.

Siempre había sabido que una inspección de Hacienda era un riesgo que corría cualquier contador de cartas. El equipo solía programar los intercambios para que fueran de menos de diez mil dólares en intervalos de 24 horas, pero a veces —como en Louisiana— era inevitable cambiar una mayor cantidad de dinero. Y en otras ocasiones los casinos daban cuenta a Hacienda sin avisar a los jugadores.

Lo que le parecía raro no era la inspección en sí misma, sino el momento en que la realizaban: justo después de las expulsiones en Las Vegas y el espantoso incidente de Louisiana. Kevin no pudo evitar preguntarse si alguien intentaba enviarle un mensaje.

Leyó el resto de papeles de Hacienda. Luego cogió el teléfono y llamó a Dylan. Jill también se apuntó a la conversación y ambos intentaron tranquilizarle. No había hecho nada ilegal y había declarado todas sus ganancias de juego. No obstante, le recomendaban que contratara a un abogado. Con tanto dinero en juego, Hacienda no iba a rendirse fácilmente.

Esa noche Kevin apenas pudo pegar ojo. Se sentía violentado por la inspección, como si los casinos hubieran conseguido meterse en su vida privada. Hasta entonces, su trabajo como contador siempre se había desarrollado fuera de Boston, pero ahora un lado de su doble vida estaba invadiendo el otro. Era una agresión contra su intimidad.

Cuando el teléfono sonó a las siete de la mañana siguiente, estuvo a punto de no responder, pensando que sería otra mala noticia.

Para su sorpresa, al otro lado del teléfono oyó la voz de su padre.

—Kevin, me he enterado de que tienes algún problema con Hacienda. Algo de una inspección. ¿Qué pasa?

Kevin puso los ojos en blanco. Obviamente, Melissa le había contado lo de la carta. Por la voz de su padre, dedujo que no tenía ni idea de qué era una inspección de Hacienda; había nacido en un lugar en el que cualquier cosa que procediera del gobierno era una amenaza.

—Papá, no te preocupes. Lo tengo controlado.

Jill y Dylan le habían dado algunos contactos de especialistas en derecho fiscal de Boston. Y Martínez ya había contratado a un abogado experto en derecho del juego. Cuando el equipo pasaba por aeropuertos con grandes cantidades de dinero, solían llevar una carta de ese abogado en la que contaba quiénes eran. No significaría nada para la Agencia Antidroga o el FBI, pero era mejor que nada.

—Kevin, ¿te has metido en algún lío?

Kevin cerró los ojos, el teléfono era un gran peso contra su oreja. Sentía que las emociones se le desataban por dentro. Quería confiarse a su padre, contárselo todo. Pero no podía. Necesitaba que su padre supiera que era totalmente capaz de resolver sus problemas sin ninguna ayuda.

—No es nada, papá. He ganado mucho dinero en la bolsa, muchas ganancias de capital. Algún ordenador de Hacienda debe haber hecho sonar las alarmas. Ya he contratado a un abogado para aclararlo todo. No hay por qué preocuparse.

—De acuerdo. Si necesitas algo, ya sabes dónde estamos.

Kevin sintió una fuerte sensación de culpa al colgar el teléfono. Era un cobarde. Tendría que haberle contado a su padre la verdad. Que era un contador de cartas profesional; había ganado casi un millón de dólares en los dos últimos años y su equipo había conseguido más de tres millones en el mismo período; pero que algo había salido mal y que, en el fondo, sabía que esa inspección era sólo el principio de sus problemas.

Salió de la cama y se fue a la ducha. Con inspección o sin ella, tenía que ir a trabajar, aunque sólo fuera para recordarse que el recuento de cartas no era el centro de su vida. Acababa de abrir el grifo cuando el teléfono volvió a sonar. En esta ocasión era Martínez. Kevin sabía que tenía que ser algo importante si Martínez se había levantado antes de las doce del mediodía.

—Kevin, creemos que hemos averiguado qué está pasando. Y es peor de lo que imaginábamos.

Kevin miró la carta de Hacienda sobre la cama.

—¿Qué quieres decir?

—Reúnete conmigo y Fisher en casa de Micky Rosa a las diez de la noche. No se lo digas a nadie. Ni siquiera a Dylan o Jill.

El teléfono se quedó en silencio. Kevin se sentó en la cama, escuchando el tono de línea por encima del murmullo del agua.

¿Por qué en casa de Micky Rosa?

¿Y qué podía ser peor de lo que se imaginaba?

VEINTISIETE

Boston, primavera de 1998

Fisher y Martínez ya estaban sentados en el sofá cuando Micky le hizo pasar a la sala de estar. Kevin aún tenía el pelo mojado de la sesión de natación que acababa de hacer. A pesar de la molesta inspección y las largas horas de trabajo para compensar sus faltas de fin de semana, aún nadaba varias veces a la semana.

Micky parecía alegrarse de verle, aunque era evidente por su expresión que el hombre estaba preocupado. Tenía la cara aún más hinchada de lo habitual y bajo las gafas se le veían unas oscuras ojeras. No parecía que hubiera dormido demasiado los dos últimos días.

Fisher y Martínez no tenían mucho mejor aspecto. Martínez llevaba una sudadera gris con capucha y su cara estaba tan pálida que casi se confundía con el tejido. Fisher parecía más enfadado que cansado; los pequeños ojos le ardían con fuerza. Tenía los puños apretados, por lo que se le veían los músculos del antebrazo tremendamente tensos.

—Alguien nos ha vendido —dijo mientras Kevin se sentaba a su lado—. Un miembro del equipo nos ha traicionado.

Kevin se quedó con la boca abierta. Miró a Martínez, que asintió con la cabeza. Micky estaba sentado enfrente de ellos.

—Es cierto. Me lo ha dicho una fuente de la Plymouth. Alguien del MIT ha vendido una lista de los dos equipos —el vuestro y el de los anfibios— a la agencia. Nombres, fotos del anuario de la universidad, calendarios laborales de Las Vegas, beneficios estimados… Todo.

La cabeza de Kevin daba vueltas sin parar.

—¡Dios mío!

—Veinticinco mil dólares —dijo Martínez, sacudiendo la cabeza—. Han cobrado veinticinco mil dólares por delatarnos.

—¿Quién…? —empezó a preguntar Kevin.

—Ése es el problema —le interrumpió Micky—. No sabemos quién ha sido. Mi fuente no sabía el nombre. Sólo que era alguien del MIT. Podría ser alguien de vuestro equipo o alguien del mío. O alguien que simplemente sabe a qué nos dedicamos. Dios, podría ser cualquiera.

Kevin ahora entendía por qué Martínez le había dicho que no se lo dijera a Dylan y Jill. Pero estaba seguro de que ellos no habían sido, no por veinticinco mil dólares. Podían ganar esa cantidad de dinero trabajando dos fines de semana con el equipo.

—¿Estás seguro? —dijo Kevin—. Quizá tu fuente lo entendiera mal.

Micky cogió de una mesa de centro que tenía al lado del sofá una pila de papeles. Se acercó a Kevin y se los dejó en el regazo.

Eran veinte páginas grapadas, como una especie de folleto: páginas fotocopiadas divididas en dos columnas. En el lado izquierdo había una serie de fotografías en blanco y negro. En el derecho había los datos correspondientes a cada retrato, con el nombre real, los alias e informaciones de todo tipo. Al parecer, los nombres no estaban por orden alfabético.

—Está ordenado como una lista de los más buscados. Cuanto más arriba está la fotografía, más peligroso es el sujeto.

La primera foto de la primera página era la de Micky. Estaba borrosa, la habían tomado desde un ángulo malo, seguramente era un fotograma. Tres fotos por debajo de la de Micky había la de Martínez. Parecía mucho más joven, con el pelo muy corto, por encima de las orejas. Sonreía a la cámara. Debajo de él estaba Fisher, también mucho más joven: el pelo casi le llegaba a los ojos.

En la parte superior de la segunda página Kevin se encontró a sí mismo. Reconoció la fotografía de inmediato. Era la del anuario de la universidad. También sonreía y tenía un pequeño moratón bajo el ojo izquierdo. Se lo había hecho jugando a baloncesto unos días antes.

Miró la segunda de la derecha. Mientras leía los datos, se fue hundiendo en el sofá: «Kevin Lewis. Nacido en Weston, Massachusetts, 1972. Graduado por el MIT en 1994». Al lado de la fecha había su dirección actual, seguida de la dirección del trabajo. Luego su número de teléfono y una lista de identidades falsas.

—Lo tienen todo —susurró—. Saben dónde vivo.

—Tienen la dirección de todo el mundo —dijo Martínez—. Y todos nuestros alias. Es alguien que sabe exactamente de qué va la cosa; alguien con acceso a todos los detalles.

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