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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (26 page)

BOOK: 21 Blackjack
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Kevin no había hablado con Teri desde hacía semanas. Como los dos últimos viajes a Las Vegas habían sido más cortos de lo habitual, no la había visto desde hacía más de un mes. Había estado a punto de llamarla esa tarde, pero después decidió no hacerlo porque no sabía qué decirle. Teri formaba parte de su vida en Las Vegas; ahora que había recibido una fuerte dosis de realidad, parecía que ella ya no encajaba en su mundo.

—Tal vez sea suficiente con cambiar un poco el equipo —dijo Kianna. Como Fisher, siempre quería seguir avanzando; le traía sin cuidado el riesgo que pudiera correr. Su familia había emigrado de Taiwán cuando ella sólo tenía tres años y había crecido en un gueto chino de California. Sabía qué era vivir tiempos difíciles—. Quizá reclutar a algunos jugadores más. No pueden tener fotos de todas las personas que van al MIT.

—Aún no entiendo cómo me pillaron a mí —interrumpió Tay. Llevaba una sudadera y un pantalón corto a pesar de que estaban a cero grados—. Ni tan sólo había llamado a Kevin. No había variado mis apuestas e incluso había jugado contra la estrategia básica cuando me miraba el jefe de mesas.

—Sabían quién eras antes de que te sentaras en la mesa —dijo Jill. Parecía enfadada, pero no estaba claro contra qué o quién se dirigía su enfado—. Lo cual quiere decir que es posible que nos tengan fichados a todos. Y ya sabéis cómo piensan esos capullos. Ponen a los contadores de cartas en el mismo saco que a los tramposos. Para ellos, somos todos delincuentes y así es cómo nos tratan.

—Pero nada de lo que puedan hacer se puede sostener ante un tribunal —replicó Dylan—. Nunca meterán a la policía de por medio porque no tienen nada sólido contra nosotros.

—No necesitan acusarnos de nada —rebatió Jill—. Les basta con ponernos en una lista de indeseables y somos culpables por asociación. Más pronto que tarde nos van a expulsar de lugares en los que no hemos estado nunca. Eh, fue bonito mientras duró, pero creo que ya no vale la pena correr más riesgos.

Todo el mundo se quedó en silencio. Jill había puesto el dedo en la llaga: tal vez fuera cierto que el juego se había terminado. Resultaba emocionante cuando los peligros eran teóricos, pero ahora eran reales. No había ningún herido, pero quizá sólo había sido cuestión de suerte.

—Vaya, qué escena más lúgubre. Me recuerda cuando en primero daba química orgánica en esta clase.

Fisher estaba en la puerta. Estaba sorprendentemente moreno para ser invierno. Llevaba una pesada bolsa de deporte en el hombro. Por los bultos, Kevin dedujo que no estaba llena ni de dinero ni de fichas.

—Señoras y señores —dijo Fisher con un gesto pomposo—, les presento, venido directamente de Los Ángeles, ¡al HOMBRE GORDO!

Se apartó y entró un personaje ridículo: llevaba un mono de color rojo brillante, tenía michelines en todas partes, en la barbilla, en el cuello, en los brazos, en las piernas, las mejillas y los labios hinchados…

—Joder! —soltó Jill—. Martínez, pareces un tomate.

Le delataron los ojos y el pelo. Aparte de esos rasgos distintivos, la grasa ortopédica y el relleno corporal habían conseguido transformar a un chico enclenque de sesenta kilos en un gorila de ciento veinte.

Una salva de aplausos llenó la habitación cuando Martínez hizo una torpe reverencia.

—Por supuesto, esto no es más que un modelo de demostración —dijo—. Por nada del mundo me pondría el vestido de gordo en Las Vegas; sin duda, mi éxito con las damas se vería enormemente entorpecido. Pero creo que os podéis hacer una idea.

—Durante los últimos días —añadió Fisher—, nos hemos reunido con un prestigioso artista de maquillaje de Hollywood. Por una pequeña fortuna, hemos comprado los mejores disfraces del mercado: prótesis, pelucas, tintes de pelo y de piel, etcétera.

—No nos pueden echar —dijo Martínez— si no nos pueden ver. Tal vez conozcan algunas de nuestras caras, algunos de nuestros nombres falsos, pero ambas son cosas que podemos cambiar.

Kevin sintió que una sonrisa se le formaba en la cara. No era sólo por el espectáculo que estaba dando Martínez, era por la total extravagancia de su plan. Maquillaje, pelucas y prótesis: eso sí que era llevar el sistema a otro nivel. Ya tenían experiencia como actores y eran unos expertos en la interpretación de personajes varios. ¿Acaso el maquillaje y los disfraces no eran el paso siguiente?

—Tíos, estáis como una cabra —dijo. Pero por dentro se preguntaba: ¿por qué no intentarlo? ¿Qué podían perder? ¿La dignidad? Observó a Martínez exhibiéndose en la puerta, con los michelines meneándose bajo la ropa.

Lo único indigno sería rendirse sin presentar batalla.

VEINTICUATRO

Las Vegas, febrero de 1998

Tres de la madrugada, en el corazón de la Pirámide.

Al estilo del New York, New York, el Luxor era una mezcla milagrosa de arquitectura moderna y típica teatralidad de Las Vegas. Construida en 1993, la negra pirámide de cristal de treinta plantas albergaba el vestíbulo de mayores dimensiones del mundo, tan grande que en él cabían nueve Boeings 747 apilados el uno sobre el otro. Decorado con obeliscos egipcios, muros de arenisca y jeroglíficos, el casino era otra maravilla de la ciudad: estaba destinado al turismo pero era lo suficientemente espacioso para ofrecer un buen ambiente de juego.

Kevin, situado en el centro del enorme vestíbulo, le dedicó una sonrisa a la camarera vestida como una Cleopatra porno que le servía por encima del hombro un vodka con tónica y un toque de limón. La chica le devolvió la sonrisa y le miró con más entusiasmo aún al recibir la propina de cien dólares. No parecía molesta por su coleta de pelo negro, su ridícula perilla ni las cicatrices de acné que le cubrían la frente. Kevin jugaba al Blackjack en la zona de grandes apuestas del Luxor y hacía sus apuestas con fichas moradas: era lo único que le importaba a la reina del Nilo.

A Kevin no le hacía falta mirar a Dylan para saber que él también estaba de muy buen humor. Su pelo rojo y brillante y su sonriente rostro cubierto por una fina capa sonrosada de maquillaje le hacían parecer cinco años demasiado joven para saber nada acerca del recuento de cartas, los cuartos de atrás o los jefes de mesas desconfiados. A nadie se le habría ocurrido que fuera un publicista con crecientes problemas matrimoniales. Y en cuanto a su esposa, que jugaba cinco mesas más allá, ella parecía una aburrida bibliotecaria: llevaba el pelo recogido en un moño bien prieto, vestía una blusa que parecía de estopa, y unas gafas muy gruesas le cubrían unos ojos llenos de arrugas. Alguien no enterado del asunto habría dicho que, si Dylan quería volver a su habitación de hotel acompañado de alguien del casino, el afortunado sería con toda probabilidad el rubio platino que se encontraba en el otro extremo de las mesas de Blackjack: un tipo de más de dos metros, cargado de espaldas y con varios pendientes en las orejas y tatuajes por todo el cuerpo, que toqueteaba nervioso y borracho su menguante montón de fichas de cien dólares.

Kevin puso dos mil dólares en el círculo de apuestas, guiñándole el ojo al crupier. Seguro que los cincuenta mil dólares que ya había ganado esa noche compensarían con creces el acné de su adolescencia y su peinado poco elegante.

Fisher tenía razón: aún podían vencer a Las Vegas. No se les había acercado ningún jefe de mesas y el hombre con la cara marcada, los ojos azules y el pelo plateado no había dado señales de vida. Los sabuesos habían perdido el olfato.

Si Martínez y los demás estaban teniendo tanta suerte como el comando de Kevin —gracias a los nuevos disfraces y las nuevas identidades—, podrían borrar las pérdidas de los dos últimos meses en un solo fin de semana.

En otro casino del Strip, Martínez tuvo que pestañear varias veces para asegurarse de que no veía visiones. Las cinco manos que tenía ante los ojos parecían salidas directamente de un sueño, del tipo de sueño del que uno no quisiera despertar nunca, algo tan extraordinario que era imposible que sucediera en la vida real.

Volvió a leer las cartas, cuidadosamente, en voz alta y hablando con un fuerte acento para que todo el mundo le oyera con claridad:

—Brackjack. Brackjack. Brackjack. Veinte. Veinte.

Daba palmadas con las manos, mientras decía algunas palabras ininteligibles en japonés. La mujer que tenía al lado le abrazó el hombro y luego se sumó al resto de la mesa en una salva de aplausos. En diez minutos, ese hombre japonés menudo, con la piel oscura, un bigote finísimo y un traje azul celeste, había ganado seis mil dólares gracias a una asombrosa jugada de cinco «Brackjacks». El jefe de mesas ya le había visitado tres veces para ofrecerle regalos: una estancia gratuita en una de las suites de lujo del Caesars, entradas para espectáculos de primera línea y pases para los mejores restaurantes de la ciudad. Pero el inglés del pobre extranjero era tan malo que las únicas palabras que podía balbucir enérgicamente eran: «Brackjack. Brackjack. Brackjack».

Hizo varias reverencias antes de levantarse de la mesa y meterse en los bolsillos el montón de fichas que había ganado. La única jugadora que no le había felicitado había sido una pequeña mujer asiática con mechones de pelo gris y la piel moteada, que estaba en el tercer puesto contando una y otra vez su pequeño montón de fichas negras.

Kianna jugaría una partida más y luego se dirigiría al lugar de encuentro acordado. Si ninguno de los comandos había tenido problemas, los observadores volverían a las mesas y el feliz hombre japonés podría iniciar su segundo asalto.

Martínez salió del Caesars en busca del aire cálido de la noche. Empezó a caminar y se perdió entre la multitud que paseaba por el Strip. En un semáforo se paró un momento para ajustarse los bordes del bigote y asegurarse de que lo tenía bien enganchado. Le dolía la cabeza por culpa de la peluca que se había puesto para añadir profundidad a su propio cabello y bajo su traje de poliéster barato estaba sudando profusamente. Pero sabía que el efecto global de su disfraz era convincente. Hubiera podido embarcarse en un avión con destino a Tokio sin despertar las sospechas de ninguna de las azafatas japonesas.

Continuó caminando por el Strip hasta que llegó a la entrada del casino base, donde él y Fisher habían conseguido habitaciones como Nabuo Toyama y Leonard Wu, respectivamente. Una vez dentro, se dirigió hacia los ascensores. Aún faltaban veinte minutos para la reunión del equipo y quería repasarse el maquillaje y liberar sus bolsillos del montón de fichas que cargaban.

Llegó a su suite de la planta vip y utilizó su tarjeta para abrir la doble puerta. Una vez dentro, echó el pestillo y se fue directamente hacia el armario. Su bolsa de deporte estaba en un rincón tapada con dos chaquetas de poliéster igual de espantosas que la que llevaba puesta. Puso la bolsa en el centro de la habitación y abrió la cremallera. Contenía unos cuatrocientos mil dólares, la mayoría en efectivo. Martínez empezó a sacarse puñados de fichas de los bolsillos y a meterlos en la bolsa. Casi había terminado cuando de repente oyó que llamaban a la puerta.

Martínez levantó la mirada, sobresaltado. Volvieron a llamar, esta vez con más insistencia.

—Señor Toyama, somos los encargados de seguridad del hotel. Nos gustaría hablar con usted.

A Martínez le daba vueltas la cabeza. Miró la bolsa abierta y los fajos de billetes de cien dólares. «¡Mierda!».

«¡Mierda, mierda, mierda!».

—Señor Toyama, sabemos que está ahí dentro. Hemos visto que acaba de entrar en el casino con nuestras cámaras. Por favor, abra la puerta.

Abrieron el cerrojo y alguien empujó la puerta con el hombro. Por suerte, el pestillo aguantó el empuje. Pero Martínez sabía que era sólo cuestión de minutos. Miró los ventanales que daban a la piscina del casino: se oían los fuegos artificiales que tiraban desde abajo. Estaba en la decimoquinta planta. De repente se imaginó a sí mismo atravesando la ventana y cayendo hacia la piscina.

—Señor Toyama, no nos obligue a tirar la puerta abajo.

Martínez apretó los dientes. Cogió la bolsa deportiva con las dos manos y corrió por la suite en busca de un escondite. En la habitación había un armario, pero era el primer lugar en el que mirarían. Entró en el baño y sus zapatos resbalaron contra el suelo de mármol. Corrió la cortina de encaje de la enorme bañera.

—¡Señor Toyama! ¡Abra la maldita puerta!

Martínez entró en la bañera y se tumbó. Apretó contra el pecho la bolsa y esperó lo inevitable.

Un minuto más tarde, oyó un fuerte estrépito, el sonido de la madera al romperse. Se oyeron pesados pasos por toda la suite. Martínez oyó que abrían la puerta del armario. Y luego los pasos se aproximaron al baño.

Retiraron la cortina. Martínez levantó la mirada y vio tres caras de enfado.

—Supongo que esto debe de parecer bastante extraño —dijo.

Uno de los hombres lo cogió por los hombros y lo sacó de la bañera. Otro le quitó la bolsa deportiva y abrió la cremallera. El tercero —vestido con un traje gris marengo, a diferencia de los otros, que iban con el uniforme azul celeste de los guardias de seguridad— señaló al suelo de mármol.

El hombre que había cogido la bolsa le dio la vuelta y la sacudió enérgicamente. Una lluvia de billetes y fichas cayó ruidosamente contra el suelo. El primer hombre dejó ir a Martínez y se arrodilló para examinar el montón. Ignoró los billetes de cien y se concentró en las fichas. Tras unos minutos miró a su jefe y negó con la cabeza.

—Nada de nuestro casino.

Martínez se quedó mirando a los tres hombres. No podían examinar su dinero. Incluso si hubieran encontrado fichas de su casino, con la ley en la mano no se las podían confiscar. Quizá el problema fuera que ni los salvajes de los guardias ni el jefe neandertal supieran nada de derecho. O tal vez no les importaba en absoluto.

El jefe de mesas dio un paso adelante y se acercó a Martínez.

—¿Piensas que vas a engañar a alguien con ese bigotito ridículo? —le señalaba con un grueso dedo en el pecho—. Tienes cinco minutos para largarte de aquí, universitario de mierda. Y dile a tus amigos que si alguna vez os volvemos a ver por nuestro casino desearéis no haber salido nunca de Boston.

Martínez asintió con la cabeza, anonado. Habían conseguido reconocerle a pesar del disfraz. Su chulería se había desvanecido por completo. El aliento del jefe de mesas olía a
whisky
y sus ojos rezumaban ira. Los casinos los dirigían grandes corporaciones sin rostro, pero los tipos que defendían el negocio sobre el terreno eran otra historia: no les gustaba que les pusieran en ridículo y aún menos que lo hicieran unos niñatos del MIT.

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