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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (31 page)

BOOK: 21 Blackjack
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—Por supuesto que no. Pero ya no quiero jugar con alguien que no está metido hasta las cejas. Yo lo he sacrificado todo por el equipo. En mi vida no hay nada más importante. ¿Tú puedes decir lo mismo?

Kevin se quedó en silencio. ¿Acaso Fisher tenía algo de razón? Ciertamente, Kevin consideraba el recuento de cartas como una pasión secundaria; no era la única razón de su existencia.

Pero eso no quería decir que no se hubiera sacrificado por el equipo. Y desde luego no significaba que él hubiera hecho algo para ponerlo en peligro. Empezó a preguntarse si no habría algo más. Recordó las ansias que había tenido Fisher de echar a Micky del equipo porque así podría ganar más dinero.

—Esto no está bien, Fisher. Echarme del equipo a mis espaldas…

—No es algo personal…

—Y una mierda no lo es —dijo Kevin, cada vez más enfadado—. Si querías un trozo más grande del pastel podrías habérmelo dicho y ya está. Si creías que no estaba dedicando suficiente tiempo a la fase de planificación o que tenía que pasar más fines de semana con el equipo, me habría adaptado.

—No quiero que te adaptes —dijo Fisher—. Quiero dirigir el equipo a mi manera. Y es exactamente lo que voy a hacer. Kevin, tú mismo dijiste que querías bajar un poco el ritmo, tomarte un tiempo para meditarlo. Bueno, pues ahora tienes todo el tiempo del mundo.

El teléfono se quedó en silencio. Kevin lo tiró contra el sofá con todas sus fuerzas.

Al cabo de unos minutos consiguió tranquilizarse hasta alcanzar un nivel de enfado razonable. Había una pizca de verdad en lo que Fisher había dicho. Pero, aun así, era doloroso que le echaran del equipo. Y, ahora que lo pensaba, tenía dos opciones: aceptar la decisión de Fisher y abandonar completamente esa parte de su vida, o reposicionarse él también.

Primero llamó a Dylan.

—Han sido más de diez minutos —dijo Dylan.

Kevin tomó una decisión mientras hablaba.

—Dylan, Fisher se va por su cuenta y se lleva a la mayor parte del equipo con él. Tenemos dos opciones: o dejamos el Blackjack o formamos nuestro propio equipo. Sé que Jill y tú habéis tenido algunos problemas y sé que tiene algo que ver con la vida que llevamos, pero aun así me gustaría intentarlo. Supongo que lo que te pregunto es esto: ¿estáis conmigo?

Dylan no tardó ni un segundo en responder.

—De hecho, Fisher nunca me ha gustado demasiado. Es un idiota controlador. No puedo hablar por Jill, pero creo que ella también arrimará el hombro. Le gusta demasiado esa vida como para dejarla de golpe. ¿Qué hay de los demás?

Kevin lo pensó un momento.

—Obviamente, Martínez y Kianna están con Fisher. Michael y Brian también se irán con ellos. No me he relacionado demasiado con ninguno de los otros, excepto con Tay, por supuesto. Voy a llamarle ahora mismo.

Kevin colgó el teléfono sintiéndose un poco más seguro. Al menos no estaba solo. Su equipo sería pequeño, pero igual de eficaz. Y con Dylan y Jill, las cosas estarían más equilibradas. Como había dicho Fisher, lo único que él y Martínez tenían eran el recuento de cartas. Kevin quería que el Blackjack fuera una elección, no una necesidad.

Encontró a Tay en el sótano de la residencia del MIT. Como de costumbre, se oía de fondo el ambiente de fiesta.

—Parece que hoy soy un tipo muy popular —dijo Tay, arrastrando las palabras. Kevin nunca le había oído tan borracho—. Primero Fisher, luego Kianna y ahora tú. Me siento como una operadora telefónica.

—Entonces sabes qué está pasando, ¿no? —preguntó Kevin.

—La guerra civil —dijo Tay por encima del sonido de las bolas de billar y el griterío de los chicos universitarios borrachos—. La revolución, el ataque de los bárbaros. Toda esa mierda. Me siento como si mis padres se estuvieran divorciando.

Kevin rió.

—Escucha, Tay, creo que la decisión es tuya, pero ya sabes cuál es mi postura. Nosotros vamos a tomarnos las cosas con mucha más calma que antes. No vamos a presionar tanto ni vamos a ganar tanto dinero. Pero nos vamos a divertir mucho.

Tay tardó tanto en responder que Kevin empezó a preguntarse si el alcohol le había dejado inconsciente.

—Me encanta contar cartas —dijo al fin—, pero no quiero terminar siendo como Fisher… o peor, como Micky Rosa. Espero que algún día pueda conseguir un trabajo, un piso y, Dios mediante, una novia. Así que estoy contigo.

Kevin colgó el teléfono, aliviado. Su comando aún era operativo.

Kevin estaba hecho un ovillo en la cama, medio dormido, cuando el teléfono volvió a sonar. Respondió porque sólo podía ser una persona.

—No tendría que haberse terminado así —dijo Martínez a modo de saludo—, pero sabes que era inevitable. La teoría del caos del MIT. Reúne a una panda de gente extremadamente inteligente y socialmente inepta como nosotros, y tarde o temprano llegará el caos.

Kevin cerró los ojos.

—Tal vez.

No podía evitar sentirse abatido por la ruptura del equipo. Era como el fin de una buena relación. Habían montado cada una…

—Nunca te he dicho por qué dejé el MIT, ¿verdad?

Kevin abrió los ojos. El oscuro techo le miraba desde arriba. Esperó a que Martínez continuara.

—Porque no era mi lugar. Micky ya me había reclutado. Yo sabía que ése era el tipo de vida que me convenía. Algunas personas pensarán que estoy desperdiciando mi talento, pero creo que es lo que tengo que hacer. Soy un contador de cartas, Kevin.

Después de despedirse, Kevin se quedó sentado en la cama, en la oscuridad, pensando en lo que había dicho Martínez. Había sido una especie de disculpa. También había sonado a desafío. Era lo mismo que le había preguntado Fisher, pero en otras palabras.

¿Hasta dónde estaba dispuesto a llegar? ¿Hasta qué punto estaba dispuesto a sacrificarse por el sistema?

TREINTA

Las Vegas, mayo de 1998

Las Vegas estaba mejor que nunca.

Kevin, tumbado en un sofá circular enfrente de los enormes ventanales de la habitación de hotel, veía todo el Strip, desde el león verde radioactivo en la parte inferior del MGM Grand hasta la enorme torre del Stratosphere. El atasco de coches de la calle se sumaba al efecto visual: miles de faros centelleantes, como neuronas viajando por la brillante columna vertebral de la ciudad.

—Cuarenta y dos mil dólares —dijo Dylan desde el sillón reclinable que había en el otro extremo de la habitación. Tenía el ordenador portátil abierto en una otomana—. Un par de meses bastante buenos, dadas las circunstancias.

Kevin asintió. No estaba nada mal. No eran más que cuatro jugadores y sólo habían ido a Las Vegas un par de veces desde la escisión del equipo. Y sin Fisher controlándolos habían podido disfrutar de la ciudad entre los turnos de juego de seis horas que se habían fijado. Para consternación de Dylan, Kevin había empezado a jugar a los dados; sabía que tenía las probabilidades en contra, pero le encantaba la dimensión social del juego, la estimulación de la multitud. Los dados eran el símbolo del nuevo enfoque del equipo. Qué más daba reducir los beneficios si eso les alegraba la existencia.

—¿Cómo estoy? —dijo Jill, saliendo del dormitorio adjunto: el pelo oculto bajo una peluca de color negro azabache, gafas metálicas, pintalabios marrón oscuro, falda de piel y medias de red—. Lo he bautizado como mi «atuendo de colegiala gótica».

—A mí me gusta —respondió Tay desde la barra de caoba que había en el otro extremo de la sala de estar—. Deberías vestir así en el trabajo. Así les meterás miedo y se someterán a ti sin rechistar.

Kevin rió. Desde la ruptura, el ambiente había cambiado radicalmente. La mentalidad de aislamiento se había esfumado. Con un equipo más pequeño, sentían que ahora era imposible que les expulsaran. Y si Kevin continuaba jugando tanto a los dados —apostando miles de dólares por tirada—, los casinos les iban a tratar un poco mejor que antes, incluso si les prohibían jugar al Blackjack. Un gran apostador que contaba cartas no era lo mismo que un contador de cartas que jugaba como un gran apostador.

—¿Listos? —preguntó Kevin, levantándose del sofá. Su reflejo siguió sus movimientos en el cristal de la ventana, iluminado por las luces de neón de la calle.

—¿Dónde vamos hoy? —preguntó Dylan. Habían elegido el MGM Grand como base de operaciones y habían acordado no jugar nunca a Blackjack en su casino. Había otros lugares en los que sus rostros aún eran bienvenidos. Kevin había intentado conseguir más información sobre qué casinos continuaban siendo seguros telefoneando a la agencia Plymouth, pero no obtuvo resultados. Se planteó pedirle ayuda a Micky, pero luego pensó que Micky tendría más afinidad con el equipo de Fisher y Martínez. Al fin y al cabo, los dos jóvenes contadores eran su viva imagen.

—¿Qué os parece el Luxor? —preguntó Kevin. Cada vez le gustaba más ese hotel. Su casino laberíntico le infundía seguridad.

Tay se terminó la bebida. Dylan cerró el portátil. Jill se estiró la falda, con la intención de cubrirse el muslo unos centímetros más.

—¡A por la pirámide!

Las puertas del ascensor se abrieron en la planta del casino del MGM Grand y Kevin dio dos pasos en dirección a la salida cuando vio la peluca rubia, las gafas oscuras y la camisa tejana.

Fisher estaba observando atentamente la parte posterior del casino del MGM Grand, merodeando por las mesas de Blackjack. Kevin sabía cómo trabajaba Fisher: en cualquier momento recibiría la llamada de alguno de sus compañeros de equipo, se sentaría en la mesa frotándose las manos y contaría que acababa de llegar de Los Angeles y tenía que ganar dinero para pagar la gasolina del viaje de vuelta. Luego sonreiría alegremente y empezaría a apostar fichas moradas.

—¿Lo has visto? —preguntó Dylan inclinándose sobre el hombro de Kevin—. No sabía que estuviesen trabajando en el MGM. Si juegan aquí, van hacer que el sitio sea peligroso y ya no podremos alojarnos en el hotel.

Jill se puso a su lado.

—Digámosles que se vayan. Pueden jugar en muchos otros casinos.

—Están en nuestro territorio —añadió Tay—. Que se busquen el suyo.

Kevin les hizo un gesto para que callaran. A él tampoco le gustaba que el equipo de Fisher jugara en el MGM Grand, pero poco podía hacer para impedirlo. No había hablado con Fisher —ni con Martínez, de hecho— desde la noche de la ruptura. Si las relaciones hubieran sido un poco más cordiales, tal vez habrían podido pactarlo y trabajar en extremos opuestos del Strip. Kevin estaba seguro de que a Martínez le gustaría llegar a un entendimiento, pero no lo tenía tan claro respecto a Fisher.

Observó todo el casino y localizó a Kianna y Brian en una zona próxima a la mesa en la que le gustaba jugar a dados. A Martínez le encontró en el fondo de la sala, vestido con tejanos y una gorra de béisbol.

—De acuerdo, voy a hablar con Fisher —declaró Kevin, sacudiendo la cabeza.

Avanzó y notó que se le hacía un nudo en la garganta. En los dos últimos meses había intentado no pensar en la ruptura en términos personales, pero ahora no lo podía evitar; Fisher había sido amigo suyo, una parte importante de su vida. Y, cuando le convino, le había sacado de en medio sin ningún miramiento.

Kevin alcanzó a Fisher justo cuando se dirigía hacia la mesa de Kianna. Le puso una mano en el hombro y le detuvo a media zancada. Fisher se puso tenso y levantó la mirada. Con un gesto, Kevin le señaló en dirección al baño.

Como de costumbre, se encontraron en los últimos urinarios. Fisher fue el primero en hablar, en tono enfadado pero contenido.

—Eso ha sido una estupidez. Podrías habernos delatado.

—Tenéis que largaros de aquí —respondió Kevin—. Éste es nuestro territorio base. Aquí no se juega.

Fisher se sacó las gafas de sol. Kevin pudo ver que aún se le veía el morado del ojo derecho. Durante un momento sintió lástima, pero luego recordó que Fisher le había acusado de ser parcialmente responsable del incidente de las Bahamas.

—Jugaremos donde nos dé la gana —dijo Fisher—. Pero si no sois más que turistas… Alojaos en el Circus Circus o el Excalibur. Dejadnos las mesas de Blackjack a nosotros.

Kevin se dio cuenta de que tendría que ser él quien actuara como un adulto.

—Venga, Fisher. Esto es ridículo. No tenemos por qué ser enemigos. Podemos trabajar juntos.

—Tienes razón —dijo Fisher, ajustándose la peluca—. No tenemos por qué ser enemigos. No os metáis en nuestro camino y todo irá bien.

O sea que así era como Fisher quería que fueran las cosas. Con echar a Kevin del equipo no era suficiente, tenía que echarle de Las Vegas.

—Hay espacio para dos equipos —replicó Kevin—, pero no en el mismo casino.

—Entonces vete —dijo Fisher—. O incluso mejor, sigue el consejo de Micky. Decídete a dejarlo.

Se volvió a poner las gafas de sol y salió del baño, dejando a Kevin con la palabra en la boca. Kevin le observó mientras se iba. «¡Qué gilipollas!». Se dio cuenta de que todo era una cuestión de control. A Fisher no le gustaba que el comando de Kevin aún fuera operativo porque ya no estaban bajo su control. Tal vez esperaba que Kevin se amilanara y dejara el recuento de cartas. No podía estar más equivocado.

Fisher había contribuido a que le reclutaran como contador de cartas, pero no sería él quien le dijera cuándo tenía que dejarlo.

Kevin volvió a la zona de los ascensores:

—Ha rechazado mi sugerencia.

—¡Qué imbécil! —dijo Jill entre dientes.

—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Tay.

—Le ignoramos —dijo Kevin, observando como todos a Fisher—. Las Vegas es lo suficientemente grande como para que quepamos todos.

Pero no era la ciudad lo que le preocupaba a Kevin, sino el ego de Fisher. ¿Era casualidad que estuviera jugando en el MGM Grand?

¿O intentaba mandarle algún mensaje?

TREINTA Y UNO

Boston, junio de 1998

Kevin se inclinó sobre la mesa para encenderle el puro a Dylan mientras el camarero abría la segunda botella de vino. La mesa de mármol estaba repleta de platos de postre vacíos, de ceniceros y de los restos esqueléticos de un enorme festín de celebración. El restaurante había pasado de estar abarrotado a parecer un desierto y un grupo de camareros se había reunido en la entrada de la cocina y miraba de reojo a los dos últimos comensales con cierta hostilidad. Eran más de las doce de la noche de un sofocante martes; casi todos los habitantes la ciudad ya se habían refugiado en sus casas con aire acondicionado.

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