Pero Kevin y Dylan tenían un buen motivo de celebración. El nuevo equipo había superado la marca de los cincuenta mil dólares, con lo que demostraba que el cuarteto, que trabaja de forma más relajada, era viable, rentable y eficaz. Al margen del roce con Fisher en el MGM Grand, no habían tenido ningún tipo de problema. En los casinos nadie les había buscado las cosquillas, no había habido ninguna situación de expulsión potencial y, aún más importante, no habían visto por ninguna parte al hombre con la cara marcada y el pelo plateado.
Kevin degustó el vino —aunque ya había bebido demasiado como para poder saborear nada— y le dio el visto bueno al camarero. Aunque al día siguiente tenía que estar en el trabajo a las siete en punto, Kevin no quería irse a casa por nada del mundo. Estaba lleno de energía: por fin había encontrado el equilibrio perfecto entre el Blackjack y el resto de su vida.
—Podríamos reclutar a más gente —dijo Dylan entre dos caladas—. Fichar a una nueva generación de chicos del MIT.
Kevin terminó la copa de vino y vio que el camarero había dejado la cuenta sobre la mesa sin que se la hubieran pedido.
—¿Para qué? Dejemos que Fisher dirija su fábrica de contadores. Nuestro equipo es elegante, funcional y manejable.
—Hablas como un consultor —bromeó Dylan. Cogió la cuenta y les hizo una seña a los camareros—. Será mejor que paguemos y nos larguemos. Parece que no tardarán en hacer un motín…
Kevin se sacó de mala gana un fajo de billetes de cien del bolsillo. Sacó tres billetes y los puso sobre la mesa.
—Aún estoy con el horario de Las Vegas. ¿Qué te parece si tomamos otra copa en la barra?
Dylan apagó el puro en el cenicero.
—En casa tengo una buena botella de vino tinto.
—¿No se enfadará Jill si la despertamos?
—Debe de estar en la oficina. Está trabajando en un gran proyecto de Internet. Y la verdad es que últimamente se enfada por todo.
No esperaron a que les devolvieran el cambio. Al cabo de diez minutos, el taxi los dejó delante del edificio de Dylan. El conserje les miró con mala cara al ver que se dirigían tambaleándose hacia el ascensor. Kevin intentó pulsar el botón pero terminó equivocándose tres veces hasta que Dylan lo apartó.
Kevin notó que le temblaban las piernas mientras el ascensor subía hasta el decimosexto piso. La cabeza le daba vueltas, pero era una sensación agradable. Todo tenía unos contornos difuminados; incluso sus pensamientos parecían desdibujados. Hacía tiempo que no se emborrachaba tanto fuera de Las Vegas.
Al salir del ascensor siguió a Dylan por el pasillo. Estaba concentrado en sus pies —un paso detrás de otro— cuando vio que Dylan se paraba en seco.
—¿Te has olvidado algo en el restaurante?
Dylan no respondió, sino que con el dedo le señaló el final del pasillo.
La puerta de su apartamento estaba abierta de par en par. Incluso desde lejos se veía que algo andaba mal.
—¡Dios mío! —dijo Dylan antes de ponerse a correr.
Kevin le siguió, aún borracho pero cada vez más despejado. Cuando llegó a la entrada del apartamento se detuvo para poder asimilar la escena que tenía ante los ojos.
El salón estaba patas arriba. Habían tirado el contenido de todos los estantes por el suelo. Los cojines del sofá estaban desparramados por todas partes y uno estaba rasgado por la mitad: las plumas blancas del relleno lo cubrían todo como una fina capa de nieve. Habían tumbado el equipo de música y el televisor, como si los hubieran empujado para ver qué había detrás.
Kevin se dio la vuelta para inspeccionar la cocina, que estaba separada de la sala de estar por un pasillo corto y abierto. El paisaje era igual de desolador: los armarios estaban abiertos y había ollas y sartenes tirados por el suelo. La nevera estaba entreabierta: habían tumbado un zumo de naranja y el líquido se había desparramado por todos los estantes.
—Dios —farfulló Kevin—. Me parece que os han robado.
—Pero no han cogido ni la tele ni la cadena —dijo Dylan, en estado de choque—. En realidad, no parece que se hayan llevado nada. A menos que… ¡Mierda!
Dylan se dio la vuelta y fue corriendo al dormitorio. Kevin le siguió de cerca. El dormitorio estaba destrozado, como el salón: habían quitado las sábanas, el colchón estaba fuera del somier y habían esparcido el contenido de los cajones del tocador por todo el suelo. Pero a Dylan no parecía importarle el desorden. Se dirigió directamente al armario que estaba al lado de la ventana. Las puertas estaban abiertas y habían retirado toda la ropa dejando al descubierto una pared de yeso. En medio había un agujero del tamaño de una pelota de baloncesto. El yeso alrededor del agujero estaba rajado, como si alguien hubiera sacado algo a la fuerza.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
Kevin se colocó detrás de Dylan y le puso una mano en el hombro:
—¿Qué es?
—Aquí teníamos la caja de seguridad donde guardábamos nuestro dinero del Blackjack.
A Kevin sintió una bofetada en la cara. Necesitaba sentarse.
—¿Cuánto dinero?
De repente se oyó un ruido en la sala de estar. Luego una voz femenina gritó:
—¡Dylan! Dios mío, ¿qué ha pasado aquí?
Dylan salió corriendo del dormitorio, con Kevin pisándole los talones. Jill estaba en la puerta de la cocina, con la cartera bajo el brazo y apoyándose con una mano en la pared. Estaba totalmente pálida.
—Nos han robado —dijo Dylan, mirándola algo incómodo; no sabía qué hacer con las manos—. Se han llevado la caja de seguridad.
Jill le miró fijamente. Su expresión pasó repentinamente del miedo a la rabia.
—¿Es lo único que se han llevado?
Dylan miró a su alrededor, asintiendo con la cabeza.
—Parece que sí.
—¿Cuánto? —preguntó Kevin otra vez.
—Setenta y cinco mil —dijo Jill con amargura. Luego miró a Dylan—. Te dije que teníamos que ingresarlo en el banco. Te dije que no podíamos dejarlo por aquí.
Kevin ya no sentía el vino. Por la cabeza le pasaban horribles pensamientos. Los ladrones habían dejado el televisor y la cadena de música. Sólo se habían llevado la caja de seguridad y setenta y cinco mil dólares, probablemente en billetes de cien. O habían tenido una suerte increíble o conocían la afición al juego de Dylan y Jill.
Jill se dio la vuelta en dirección a Kevin. Su mirada era furibunda.
—¿Quién sabía que ibais a cenar juntos?
Kevin se la quedó mirando.
—¿Crees que quien ha hecho esto es alguien conocido?
Jill dio una patada al cojín destrozado y una columna de plumas voló por el aire.
—Los ladrones sabían lo que buscaban. Sólo los miembros del equipo del MIT saben que somos contadores de cartas.
Kevin se apoyó en la pared. Sabía a qué se refería Jill. Si Fisher quería mandarles un mensaje, ésta era una manera tremenda de hacerlo. Pero Kevin no podía creer que Fisher fuera capaz de rebajarse hasta ese punto. Y, aunque a Martínez le gustaban los jueguecitos, no era su estilo.
¿Y si había sido otro miembro del equipo? ¿Tal vez el que había vendido la lista de jugadores?
Entonces Kevin tuvo una idea.
—La lista —dijo—. En la lista que me enseñó Micky había fotos y direcciones. Tal vez no sea Fisher el que quiera enviarnos un mensaje, quizá sea otra persona.
—¿Por qué a nosotros? —preguntó Dylan—. ¿Por qué nuestro piso?
—Quizá porque sois la diana más fácil. Estáis casados, tenéis un futuro, buenos empleos. Sois los más fáciles de asustar.
—O tal vez nosotros no seamos más que el principio.
Kevin pensó en la inspección de Hacienda y en los moratones de Fisher. Si esto no era más que el principio, no quería pensar en lo siguiente.
Kevin llegó a casa al cabo de veinte minutos. Al ver que la puerta seguía cerrada, sintió un gran alivio. Entró y cautelosamente subió las escaleras que llevaban al piso principal.
Encendió las luces y se quedó parado en la entrada de la sala de estar, comprobando que todo estuviera en su sitio. A diferencia de Dylan y Jill, guardaba la mayor parte de su dinero en el banco. «Cuando Hacienda te hace una inspección, procuras no dejar grandes cantidades de dinero en la cesta de la ropa».
Aparentemente, el salón estaba como lo había dejado. Continuó inspeccionando el resto de habitaciones, incluidos los baños. Cuando llegó a la cocina, empezó a tranquilizarse. Quizá estaba siendo demasiado paranoico. Quizá estaban todos paranoicos.
Cuando la policía llegó a casa de Dylan y Jill les habían contado que en las últimas semanas se habían producido varios robos en el edificio. Aunque era raro que sólo hubieran robado la caja de seguridad, quizá a los ladrones sólo les interesaba encontrar dinero en metálico y objetos de valor. Tal vez el robo no tuviera nada que ver con el Blackjack.
Con todo, Kevin estaba horrorizado. Se fue al fregadero y se sirvió un vaso de agua fría. Cuando se llevó el vaso a la boca notó que le temblaba la mano.
Recordó lo que Micky les había dicho cuando le habían expulsado del equipo: «La decisión más importante que tiene que tomar un contador de cartas en su vida es la decisión de dejarlo».
Lo importante no era que una agencia de detectives intentara asustarle para que dejara el negocio. Ni que Hacienda le hiciera una inspección. Ni que alguien hubiera vendido una lista jugadores por veinticinco mil dólares. Tampoco era que Fisher le hubiera expulsado del equipo ni que Micky le asustara con sus batallitas de contador veterano. Ni siquiera importaba si era capaz o no de mirar a los ojos a su padre sin sentirse un mentiroso.
Lo importante era él, su vida, las decisiones que tomaba.
¿Era hora de dejarlo?
¿Era hora de poner fin a su doble vida?
Se apartó del fregadero y se volvió para observar la cocina. Dio un paso hacia la puerta y de repente se paró en seco. El vaso se le escapó de la mano y se estrelló contra el suelo.
Sobre la mesa de la cocina había una ficha de casino de color morado.
A Kevin le dio un vuelco el corazón. Con el pulso a mil por hora fue corriendo hacia la ventana. En el callejón contiguo a su edificio divisó una silueta solitaria escondida en la sombra; estaba hablando por teléfono.
Las Vegas, Hard Rock, hoy en día
El casino estaba lleno de
rock and roll
.
La clientela era la flor y nata de Los Ángeles.
La música era tan ensordecedora que podía romper los cristales.
El aire era tan frío que me quemaba los ojos.
Entré en el casino circular como Kevin Lewis me había enseñado: descarado, arrogante, mirando lascivamente a las camareras rubias con pantalón corto negro y ajustado y medias oscuras, caminando con grandes zancadas, como si el miembro me llegara a la rodilla. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y dos botones de la camisa de seda desabrochados para mostrar pecho. La americana de Armani, demasiado cara para no ser prestada, me envolvía como si fuera una larga capa negra.
Me detuve en la entrada de la zona del Blackjack. El Hard Rock era un casino relativamente pequeño, un círculo de mesas de juego que rodeaban el bar más famoso de la ciudad. Aquí todo estaba vinculado con el mundo del espectáculo: hermosas modelos y actrices de Los Ángeles que venían a pasar el fin de semana con sus novios productores, celebridades cinematográficas saliendo de marcha con estrellas del deporte y grandes apostadores varios. El decorado no desentonaba con el ambiente: predominaban los tonos de madera y el terciopelo de lujo, todo era juvenil y llamativo, agresivo y descarado, desde la Harley-Davidson personalizada del vestíbulo hasta la enorme piscina a lo
Playboy
del exterior. El edificio albergaba una de las mayores colecciones de objetos de culto del
rock
del mundo, pero nadie iba al Hard Rock para contemplar los vestidos de las estrellas del
rock
; las personas que se acercaban al famoso casino lo que querían era admirar a las estrellas del
rock
en persona o más bien ser ellas como estrellas, aunque sólo fuera por una noche.
Yo no había ido al Hard Rock para sentirme como una estrella. Yo estaba haciendo realidad otra fantasía.
Inicié mi ronda por las mesas de Blackjack, sintiendo cómo las fichas daban brincos en mis bolsillos. No estaba seguro de cuánto dinero llevaba encima, sólo de que Kevin me había asegurado que era suficiente para interpretar el papel a la perfección.
Había examinado el casino dos veces cuando localicé a mi cómplice. Una gorra de béisbol ajustada sobre la frente, unas gafas gruesas y redondas sobre la nariz, una barba incipiente en la mandíbula. Encorvado en el tercer puesto de una mesa de Blackjack, no se parecía en absoluto al niño prodigio con la sudadera del MIT con el que me había reunido en el aeropuerto ni al joven culto y refinado que me había invitado a cenar en el Nobu cuando llegamos al hotel. Parecía un tipo que se estaba gastando la nómina jugando a las cartas porque no tenía nada mejor que hacer.
Aunque no giró la cabeza, me dio la impresión de que sabía que yo estaba ahí. Levantó los codos de la mesa y cruzó los brazos sobre el pecho. Mi cuerpo se tensó. Luego me acordé que tenía que interpretar un papel. Los tipos que llevan una americana de tres mil dólares no se ponen nunca nerviosos.
Me senté disimuladamente en la mesa y saqué un puñado de fichas del bolsillo. Cuando estaba intentando decidir mi apuesta, Kevin miró al crupier y preguntó:
—Me han dicho que han puesto una cámara web en la mesa de billar. ¿Es verdad?
El crupier asintió. Ni se le pasó por la cabeza que Kevin acabase de pasarme el recuento de la baraja. «Billar», ocho positivos. Cogí una sola ficha morada y la coloqué en el círculo de apuestas.
Si el dinero hubiera sido mío me hubiera quedado sin aliento con la primera carta: un feísimo seis. Pero esa noche yo era una extensión de Kevin. Era su gorila: no iba ni a pensar ni a dejarme llevar por el pánico, ni siquiera iba a respirar por mi cuenta. Me limitaría a seguir las señales que me fuera dando.
En la siguiente hora subió y bajó mis apuestas con gestos de la mano, cambios en la postura de los brazos, hablando con el crupier, las camareras e incluso los otros jugadores. No me miró ni una sola vez. Y no parecía que estuviera pendiente de las cartas.
Al cabo de poco ya había ganado cinco mil dólares y tenía el cuerpo tan saturado de adrenalina que apenas podía quedarme quieto en el taburete. Estaba en forma, jugando a las cartas como un profesional. Gracias a la investigación que había realizado, sabía lo suficiente sobre la estrategia básica como para sacar partido de las pistas que me iba dando Kevin. Empezaba a sentirme invencible cuando se me ocurrió mirar a mi alrededor.