—No se preocupen. Yo traigo buena suerte. Yo siempre traigo buena suerte.
Martínez se sacó de debajo de la camisa un hortera medallón dorado y lo besó. Kevin tuvo que oponer mucha resistencia para no reírse.
Hasta el crupier sonrió.
—¿De dónde viene? —le preguntó mientras repartía. A Kevin le salió un rey y a Martínez una reina—. ¿Los Angeles?
Martínez dio un golpe en el tapete:
—¿Qué me ha delatado? He llegado hace una hora. Los fines de semana tengo que salir de la ciudad, sabe. La industria me deja hecho polvo.
El crupier repartió la siguiente ronda de cartas. Kevin sacó un nueve: tenía una buena mano, un diecinueve. A Martínez le salió otra reina, un veinte. La carta descubierta del crupier era un seis. Mejor imposible.
—¿Trabaja usted en Hollywood? —preguntó la mujer menuda, emocionada.
Martínez cogió otro montoncito de fichas:
—Benny Kato, así es como me llamo. Soy productor de vídeos musicales. Sobre todo
hip-hop
urbano, ya sabe, ese tipo de cosas. Oiga, cuente esto por mí, jefe. Quiero separar este par.
Puso unas cuantas fichas sobre el tapete. El crupier le miró un momento y luego empezó a contar fichas para igualarlas con la primera apuesta de Martínez. Puso una segunda pila de mil cuatrocientos cincuenta dólares al lado de la primera y separó las reinas. Luego se dio la vuelta y dijo, casi gritando:
—¡Separan figuras!
Un hombre de pelo gris vestido con un traje oscuro miró hacia la mesa desde el otro lado de la sala. Vio la camisa de terciopelo de Martínez y su cadena de oro y luego asintió. El crupier continuó repartiendo.
A Kevin se le aceleró el pulso. Separar figuras era una jugada poco habitual; normalmente era una jugada muy estúpida. A menos que el recuento fuera alto y la carta del crupier baja. Entonces era una jugada muy rentable. Martínez sacó otra figura en la primera mano y un siete en la segunda. La carta oculta del crupier era un diez y robó una reina: veintiséis, se había pasado. Ganó toda la mesa.
En total, Kevin había perdido trescientos dólares. Martínez había ganado dos mil novecientos dólares en una sola mano. No era suerte. No era jugar. Sus probabilidades de ganar superaban con creces el 50 por 100.
Si algo era, era actuar.
—¿Lo ven? —gritó Martínez—. ¡Siempre traigo buena suerte!
Volvió a sacarse el medallón de debajo de la camisa y se lo ofreció a la mujer menuda de Chicago, pero ella lo rechazó. Martínez se encogió de hombros y lo besó.
El sábado por la tarde Kevin se despertó viéndose a sí mismo. Le llevó casi un minuto darse cuenta de que no se había vuelto loco: había un espejo en el techo.
Estaba tumbado en una cama tan grande como todo su cuarto de Boston. A su derecha había una inmensa ventana que daba al Strip. A su izquierda, un pasillo de mármol conducía a un baño de mármol con un
jacuzzi
también de mármol. Enfrente una serie de puertas dobles daban a una sala circular con sofás de piel, moqueta de felpa y un televisor panorámico.
Kevin no se acordaba de cuándo se había quedado dormido. Sólo estaba seguro de cuándo había parado de jugar: a las diez y cuarto. Recordaba con bastante nitidez que lo había apuntado en su registro, encerrado en un baño del Stardust. Además del tiempo había apuntado todas sus ganancias y pérdidas, así como todas sus llamadas (incluyendo el recuento, cuántas manos habían jugado, cuántas barajas se habían repartido, cuál era la penetración del crupier y el rendimiento de Martínez). Seguramente lo más difícil del trabajo de un observador era recordar todo lo que pasaba en la mesa. Cuando volvieran a Boston, Kevin tendría que pasarle sus apuntes a Kianna, que era la secretaria del equipo; el antiguo secretario, un chico al que Kevin no conocía, había dejado el MIT por un trabajo en una empresa informática y ya no tenía tiempo para viajar con el equipo de Micky.
A las diez y cuarto, Kevin ya había rellenado las dos caras de su hoja de registro. Seis casinos distintos, más de veinte mesas de Blackjack y por lo menos doce llamadas. Había sido agotador, incluso con las pausas de cinco minutos que hacía cada hora, que dedicaba sobre todo a rellenar de números el registro, encerrado en el compartimento de un baño.
En total, Kevin había perdido algo más de mil dólares. En cuanto a Martínez, con él había ganado más de catorce mil. Kevin no tenía ni idea de cuánto había sacado con los otros observadores, pero lo más seguro era que en conjunto hubiera sido una noche muy rentable.
A las diez y cuarto, Martínez le había dado la señal de salida —frotándose el cuello— y Kevin le había obedecido con mucho gusto. Para volver al hotel, cogieron dos taxis distintos y procuraron no ir en el mismo ascensor para subir a las habitaciones. Kevin no había visto ni a Fisher ni a Micky ni a la mayoría desde que habían dejado el aeropuerto. Brian y Michael se alojaban en un par de habitaciones próximas al vestíbulo del hotel. No sabía dónde se alojaba Martínez ni si había dormido en absoluto. Micky tenía unas normas muy estrictas respecto a beber e irse de fiesta, incluso entre turnos, pero quién sabía cómo gastaba el tiempo en Las Vegas Martínez. Seguramente era el que mejor conocía la ciudad.
Kevin se desperezó: notó que tenía los músculos tensos de estar sentado toda la noche y que los ojos le quemaban del humo. También tenía hambre; se había comido un desayuno monumental, pero de eso ya hacía horas. Se sentó y buscó la carta del servicio de habitaciones. La estaba examinando cuando de repente se abrieron las puertas dobles que daban a la sala de estar.
Fisher le miraba con el gesto torcido. Le lanzó una bolsa de plástico y dijo:
—Toma, es el dinero para tu matrícula.
Kevin cogió la bolsa. Dentro había varios fajos de billetes. Cada vez le resultaba más fácil calcular cantidades mediante el peso y el tamaño de los fajos.
—Veinte mil —afirmó.
—No te emociones demasiado —dijo Fisher—. No todo es para ti: es la parte de los jugadores de anoche.
Kevin hizo un silbido de admiración. Veinte mil dólares divididos por ocho eran dos mil quinientos por cabeza. No estaba nada mal por una noche de trabajo.
—No siempre será tan alta —dijo Fisher—. Fue una noche especialmente buena. De hecho, Martínez y yo creemos que deberías intentar jugar un rato a lo gorila antes del combate.
Kevin se incorporó. Aunque observar tenía sus buenos momentos, en general era una paliza. La auténtica gloria era apostar a lo grande y hacer de gorila era el primer paso.
—¿En serio? ¿Micky piensa que estoy preparado?
—Bueno, en realidad fue idea mía —dijo Fisher encogiéndose de hombros—. A Micky le gusta ir poco a poco, pero no necesariamente tiene que tomar él todas las decisiones; ahora ya ni siquiera juega, le han echado de demasiados casinos. Está ganando un montón de pasta con nosotros y lo único que hace es pasarse el día en la piscina.
Era el primer reproche que escuchaba Kevin desde que había entrado en el equipo, pero no le sorprendía que viniera de Fisher. Tenía una personalidad agresiva y, como Martínez, odiaba que le dijeran lo que tenía que hacer, pero, a diferencia de Martínez, no siempre sabía cuándo mantener la boca cerrada.
A Kevin, Fisher le caía bien, a pesar de su temperamento. Últimamente había pasado más tiempo con Martínez, pero se sentía más próximo a Fisher, porque se parecían más. Un tipo duro de buena familia que esperaba mucho más de la vida.
—¿Tú crees que estoy preparado? —preguntó Kevin.
—Sólo hay una manera de saberlo —respondió Fisher, sonriéndole. Noche de combate, MGM Grand, Las Vegas.
Cuando salió del ascensor en la planta baja, Kevin se sumergió en un mar de excitación frenética. Era una molécula en un campo electromagnético saturado de energía y sus funciones cerebrales habían sido sustituidas por adrenalina puramente reactiva. La multitud de estímulos era abrumadora. Era como una noche de Año Nuevo en Boston: una aglomeración de gente bebida, vestida con atuendos de colores vivos y a veces de forma estrambótica, todo el mundo gritando y moviéndose en todas direcciones, timbres, campanas, luces brillantes y carne, tanta carne, mujeres con faldas de piel y tops transparentes, hombres con la camisa abierta hasta el ombligo y demasiadas joyas, aspirantes a mafiosos con traje y corbata, turistas procedentes del Medio Oeste, ejecutivos de Wall Street, modernillos de Los Ángeles…
Kevin cerró los ojos y respiró hondo, resituándose. Como hacía cuando nadaba, intentó buscar un punto azul a unos pocos centímetros de sus ojos. Entró en el casino y se abrió camino entre la multitud. Se concentró en las mesas de Blackjack y el enjambre de jugadores que las rodeaban. Por el camino, cogió un vaso de güisqui de una bandeja, bebió un trago y luego se derramó parte del acre líquido sobre la camisa. Se despeinó, se desabrochó algunos botones y se arremangó la camisa hasta los codos. Empezó a caminar más lentamente y con las piernas separadas. Cualquiera que le hubiera observado habría sido testigo de la metamorfosis: de chico listo del MIT a adolescente borracho.
Mientras se tambaleaba entre la gente, hizo inventario de sus contadores. Kianna estaba en la mesa más próxima a los ascensores, rodeada otra vez por la mafia de Hong Kong. Michael y Brian estaban en el otro extremo de la sala. Martínez estaba en el centro, sentado al lado de tres hombres afroamericanos ataviados con caros trajes de seda. Kevin estaba a punto de iniciar su segunda ronda cuando vio que Martínez cruzaba los brazos.
Agarrando con fuerza su copa, se hizo un hueco entre la inusual multitud que rodeaba la mesa para sentarse en el único asiento libre, el primer puesto. Se sacó diez mil dólares del bolsillo y los dejó caer sobre el tapete verde. Mientras el crupier contaba las fichas, Kevin dedicó una amplia sonrisa a toda la mesa y dijo:
—¿Qué tal les va la noche?
—Pues como si hoy fuera viernes trece… —masculló Martínez en tono malhumorado.
Los tres afroamericanos asintieron amablemente y Kevin de repente se quedó impresionado por lo enormes que eran. Hacían que Martínez pareciera una muñeca: sus piernas eran increíblemente largas. Entonces Kevin se fijó en las caras. Siempre le había gustado el deporte, así que reconoció enseguida a dos de ellos: Patrick Ewing y John Starks. Estaba jugando al Blackjack con tres jugadores del New York Knicks.
«No me extraña que haya tanta gente en esta mesa». Kevin volvió a mirar a Martínez, pero su compañero de equipo le ignoraba; ya le había pasado el recuento, así que ya nada más le importaba. Ni el hecho de que hubiera tres celebridades del baloncesto en la mesa, ni la multitud que les miraba, ni el jefe de mesas que observaba con devoción a los tres enormes y tremendamente ricos hombres.
Kevin se concentró en el círculo de apuestas. El primer jugador había perdido trescientos dólares. Starks había hecho una apuesta de doscientos cincuenta y Ewin, el doble.
Kevin puso dos fichas de quinientos dólares en el círculo.
El primer jugador hizo un gesto de admiración:
—Eh, chico rico, ¡así se hace! —se sacó cuatro cigarros del bolsillo y los ofreció a la mesa. Ewing y Starks cogieron uno, pero Martínez lo rechazó. Kevin se encogió de hombros. «¿Por qué no?». En lugar de estar en Boston, tomando una cerveza con Felicia en alguna fiesta universitaria, él estaba fumando puros con los New York Knicks.
—Gracias —dijo mientras Ewing le descabezaba la punta con un cortapuros—. ¿Habéis venido a ver el combate?
—No hay nada como Las Vegas en noche de combate —respondió Ewing.
El crupier empezó a repartir las cartas, pero Kevin ni las miró. Él estaba pendiente de Martínez y de sus señales para subir o bajar la apuesta. Al fin y al cabo, hacía de gorila, no tenía que pensar. El recuento era de más trece (viernes), así que las probabilidades estaban de su parte.
Durante la hora siguiente, Kevin les dio una paliza inolvidable a los Knicks; acumuló diez mil dólares de beneficios y se ganó el aplauso del público separando figuras en dos ocasiones y doblando un ocho. Cuando se levantó de la mesa, los Knicks le estaban invitando a una fiesta exclusiva que se daría después del combate en una suite del Mirage y Ewing le hacía preguntas sobre inversiones en bolsa (por alguna razón pensaban que su padre era el director de un banco). A Martínez nadie le había visto. Desapareció entre la multitud cuando Kevin estaba cambiando las fichas.
Cuando se marchó, a Kevin le daba vueltas la cabeza. Había sido mucho mejor de lo que se esperaba. Le hubiera gustado poder llamar a alguien de Boston para contárselo, pero las únicas personas que lo entenderían estaban ahí, en Las Vegas. Miró el reloj y vio que era hora de ir a ducharse y cambiarse para el combate. Echó una ojeada a las otras mesas para ver si Kianna y el resto ya se habían ido.
No vio a ninguno de los observadores, pero al darse la vuelta para dirigirse hacia los ascensores algo le llamó la atención. Un chico indio, bajo y fornido, estaba sentado en una de las mesas de Blackjack. Pasaba totalmente desapercibido: llevaba unos pantalones caquis, apostaba el mínimo de la mesa y estudiaba atentamente sus cartas. Lo extraño era que Kevin le conocía. Se llamaba Sanjay Das y hacía dos años habían ido juntos a clase de física. Estudiaba en el MIT.
Tal vez fuera una coincidencia; quizá sólo había venido a ver el combate. O quizá Micky y los otros le ocultaban algo.
Tal vez el de Micky no fuera el único equipo del MIT que trabajaba en la ciudad.
Kevin decidió no pensar en ello por el momento. Ya se lo preguntaría a Martínez o a Fisher cuando volvieran a Boston. Ahora era el momento de las celebraciones.
Al cabo de una hora, Kevin entró en el MGM Grand Garden Arena por el pasillo central y se quedó deslumbrado por las luces, las cámaras de televisión y el griterío del público. Comprobó una y otra vez el asiento de su entrada: el
ring
cada vez estaba más cerca y aún no había encontrado su fila. Parecía que iba a sentarse en el regazo de uno de los boxeadores.
Estaba en la fila diez cuando oyó un silbido a su derecha.
—¡Eh, chico rico!
Se dio la vuelta y vio a Patrick Ewing y los otros jugadores saludándole. Notó que le silbaban los oídos al acercarse para estrecharles la mano. Todo el mundo estiraba el cuello para verle mejor, intentando averiguar quién era ese chico asiático: suponían que tenía que ser alguien famoso, alguien que conociera a esas tres celebridades del baloncesto. Kevin aceptó otro puro de Ewing y luego se despidió deseándoles a los tres buena suerte.