21 Blackjack (23 page)

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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

BOOK: 21 Blackjack
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Los tres guardias de seguridad dejaron solo a Martínez en la habitación, dejando la puerta cerrada con llave al salir. Martínez comprobó el pomo por si acaso, pero no hubo suerte. Cuando consiguió que se le pasara la impresión inicial, recobró la compostura. Nunca le habían llevado al cuarto de atrás, pero sabía lo que tenía que hacer. Era un juego, y si jugaba con cuidado todo saldría bien.

Al cabo de veinte minutos, se abrió la puerta y entró un hombre al que Martínez reconoció de haberlo visto en el casino, seguido del guardia de seguridad de las patillas. El director del casino tenía unos cincuenta años, el pelo gris y espeso y unos labios acuosos. Sus ojos eran entrañables pero su mandíbula era agresiva, una fea combinación. Vestía un traje gris a medida y en la mano tenía una cámara Polaroid.

Le pasó la cámara al Patillas y señaló a la pared de hormigón:

—Señor Gómez —dijo, utilizando el alias de Martínez—, por favor, levántese y póngase contra la pared.

Martínez negó con la cabeza.

—No, no voy hacer eso. De hecho, me gustaría irme ahora.

El Patillas le señaló con el dedo y gritó:

—¡Ponte contra la pared de una puta vez!

Martínez se mantuvo firme. Habló con tranquilidad y determinación:

—No. He dicho que quiero irme ahora. ¿Me están reteniendo contra mi voluntad?

Escogió las palabras cuidadosamente. Había oído suficientes historias de Micky para saber cómo tenía que actuar. También sabía que en ese casino ya no tenía nada que hacer. No enviaban al director del casino a menos que estuvieran totalmente seguros. Los jefes de mesas, los guardias de seguridad e incluso los encargados de turno eran molestias banales. El director del casino representaba al propio casino.

El director del casino se pasó la mano por sus gruesos labios:

—Tenemos derecho a retener a los individuos sospechosos de hacer trampas o cometer otros delitos en nuestro casino.

—¿Me está acusando de hacer trampas? —replicó Martínez. Sentía cómo se le encendía la cara. Su miedo se estaba transformando en rabia. No le gustaba el modo en que ese viejo de mierda intentaba intimidarle. Y sin duda no le gustaba la manera en que el Patillas le miraba, hostigándole con la Polaroid como si fuera una especie de arma. Joder, ya debían de tener cientos de fotos de él, para eso tenían los ojos celestiales.

—No —admitió el director—. Pero sí que tengo un informe que afirma que ha agredido a uno de los guardias de seguridad. ¿Verdad, Jimmy?

Jimmy el Patillas asintió, con una sonrisa en el rostro. Martínez no se lo podía creer. Parecía una escena de una película mala.

—¡Y una mierda! Si quieren llamar a la policía, llámenla. Si no, déjenme salir de aquí o llamo a mi abogado.

Mientras el director se lo pensaba, el aire de la habitación se llenó de tensión. Martínez sabía que no iban a llamar a la policía. Si algo detestaban todos los casinos por igual, era la publicidad fuera de su control. No tenían pruebas sólidas para acusarle de nada. De hecho, ni el director ni los guardias de seguridad habían mencionado el recuento de cartas. No podían retenerle, porque entonces estarían haciendo algo muy parecido a un secuestro y con eso les podía llevar a juicio. No tenían elección: tenían que soltarle.

—Muy bien, gamberro —farfulló el director del casino—. Pero escucha atentamente. Te informamos formalmente de que ya no eres bienvenido en este casino. Si pones un puto pie en el umbral de la puerta, estarás entrando sin autorización y entonces sí que vamos a poder arrestarte. ¿Entendido?

Jimmy el Patillas abrió la puerta a regañadientes, pero Martínez se tomó su tiempo para salir. El guardia le acompañó hasta la entrada del casino, donde Martínez encontró su equipaje. Lo habían hecho a toda prisa. Afortunadamente, Michael, la mula de carga de su comando, guardaba casi todas las fichas, pero sus camisas de seda estaban todas arrugadas y a una le habían arrancado una manga.

Cuando salió del casino arrastrando sus bolsas, Martínez se despidió del casino escupiendo en el suelo.

Kevin quería coger el siguiente avión con destino a Boston. Estaba muy afectado por cómo le habían expulsado y sobre todo por la historia de Martínez. No se podía creer que hubieran sacado a Martínez directamente de su habitación. Jill y Dylan creían que no era ilegal —al fin y al cabo el hotel era suyo; las señoras de la limpieza entraban en las habitaciones cuando querían—, pero la historia del cuarto de atrás les había dejado preocupados. Si hubieran querido arrestarle en base a la acusación falsa de agredir a un guardia de seguridad, habrían montado un lío de cuidado. Jill coincidía con Kevin en que debían dar por finalizado el fin de semana.

Pero tanto Martínez como Fisher querían quedarse otra noche. Martínez estaba más enfadado que asustado y, en cuanto a Fisher, le preocupaba más averiguar hasta qué punto estaba comprometido el equipo. No sabían si las dos expulsiones estaban relacionadas o si era mera coincidencia. Y como sólo habían expulsado a Kevin y Martínez —no habían molestado a ninguno de los observadores—, quizá el equipo no corriera ningún riesgo. Era un poco raro que a Kevin le expulsaran de un casino en el que no había estado nunca: obviamente, tenía que haber cierto grado de complicidad en la sombra. Kevin describió al hombre de pelo plateado y con la cara marcada que había visto al lado del encargado de turno, lo cual llevó a Fisher a preguntarse si no sería uno de los investigadores privados de los que Micky les había advertido. Si ése era el caso, el lío era mucho más gordo que dos simples expulsiones; supuestamente, la agencia Plymouth trabajaba para muchos casinos de la ciudad y compartía información sobre tramposos y contadores con los jefes de mesas de todo el Strip.

—Sólo hay una manera de averiguarlo —dijo Fisher mientras desayunaban en un bar a medio kilómetro del casino más próximo—. Seguimos con el plan del fin de semana y vemos qué ocurre.

Al final, Kevin y Jill decidieron darle a Fisher lo que quería. El equipo era demasiado joven para que se considerasen dinosaurios; como mínimo había otros cien casinos que aceptarían su dinero.

Kevin y Martínez se registraron en el Hotel Rio bajo nombres falsos: Billy Lo y Andy Sánchez. El Rio estaba a doscientos metros del Strip, una distancia corta pero prudencial. Era un casino de colores vivos, de ambiente festivo y carnavalesco, muy popular entre la gente joven y la clase media-alta. Estaba en el centro de un «pueblecito» lleno de tiendas y restaurantes. Además, periódicamente varias carrozas de carnaval asaltaban la zona de juegos descendiendo desde el techo del casino. Como en el caso del New York, New York, el Rio no era uno de los sitios predilectos de los contadores; la algarabía reinante podía volver loco al más centrado de los jugadores. Pero era un buen lugar para descansar de los locales que frecuentaba el equipo del MIT.

Tras dejar su equipaje en dos suites distintas de la planta vip, Kevin y Martínez tiraron una moneda y a Kevin le tocó ser el gran jugador de la noche. Los dos comandos observarían a la vez, mientras el equipo de Fisher descansaba en el Paradise. Todos se mantendrían en contacto mediante los buscas y el número de teléfono de emergencias durante toda la noche.

Hacia las doce, Martínez y los observadores se repartieron por el casino y tomaron sus posiciones en las mesas. Kevin se tocó los bolsillos abultados para sentir el peso de las fichas moradas que tenía a su disposición. Tenían más de cien mil dólares en fichas del Rio, así que Kevin no necesitaría recurrir al dinero en metálico a menos que tuvieran una larga racha de pérdidas.

Se paseó a través de las mesas, recorriendo con la mirada el colorido casino. Casi de inmediato vio que Martínez le hacía señas: su mesa estaba hirviendo. Kevin se fue tranquilamente hacia allí y entonces vio que había un jefe de mesas a unos pocos metros del crupier. No parecía que el hombre, bajo y fornido, con gafas gruesas y papada, estuviera prestando demasiada atención, pero a Kevin le dio un vuelco el corazón. Lo de la noche pasada le había dejado tocado. Se regañó por actuar como Tay, teniendo miedo de cualquier empleado del casino que moviera un dedo. Debía superar sus temores si quería ser de alguna utilidad para el equipo.

Se sentó en la mesa y puso unas cuantas fichas en el círculo de apuestas. De repente, el jefe de mesas levantó la mirada, le vio y se puso justo al lado del crupier. Se acercó al tapete y con sus gruesos dedos retiró las fichas de Kevin del círculo.

—Su dinero no es bienvenido aquí.

Kevin le miró fijamente. Se sentía el pulso en las sienes y vio que Martínez se movía incómodo en el asiento de al lado.

—¿Por qué no? —preguntó Kevin finalmente.

—Creo que sabe perfectamente por qué no, señor Chow.

Kevin parpadeó. Chow era el apellido que había utilizado en el New York, New York. De repente sintió la necesidad de mirar hacia arriba, hacia las cámaras del techo. Se imaginó que todas las lentes estarían enfocadas hacia su rostro, contrastando la imagen con la ficha que les había dado un maldito detective privado.

Kevin se levantó, recogió sus fichas y se fue de la mesa. El hombre levantó la mano:

—Un momento, señor Chow. Me gustaría hacerle algunas preguntas…

Kevin se dio la vuelta y corrió hacia los ascensores. No miró atrás para ver si Martínez también se había ido, pero esperaba que su amigo fuera lo bastante listo como para salir corriendo. Llegó a los ascensores y tocó el botón de la planta vip. No le gustaba nada volver al hotel, pero tenía que recuperar su bolsa. Si la dejaba en la habitación, seguramente ya no podría recuperarla, como tampoco los cincuenta mil dólares en fichas que guardaba dentro.

Mientras subía, miró hacia la cámara redonda que había en una esquina del techo del ascensor. Sabía que le estaban observando. Se preguntó si habría guardias de seguridad esperándole en el pasillo o la habitación. Tenía la espalda totalmente empapada en sudor.

Por suerte, el pasillo estaba vacío y corrió a toda prisa hacia la suite. Abrió la puerta con mucho cuidado, pero dentro no se encontró ningún guardia de seguridad. Se dirigió a la habitación e hizo el equipaje tan rápido como pudo.

Luego volvió al ascensor. Casi había llegado a la planta baja cuando de repente su busca sonó y le dio un susto de muerte. Se lo quitó del cinturón y miró la pantalla digital. Las palabras pasaban parpadeando a cámara lenta:

«SAL DE AHÍ CAGANDO LECHES».

Kevin apretó los dientes.

«¿Qué coño crees que estoy haciendo?».

«MÁS RÁPIDO».

La pantalla se quedó un blanco un momento y luego aparecieron más palabras parpadeantes.

«HE LLAMADO A TU HABITACIÓN. EN RECEPCIÓN ME HAN DICHO QUE YA NO ESTABAS REGISTRADO EN EL HOTEL.»

«¡Mierda!».

¿Se habían equivocado en recepción? ¿O el casino le había «echado» cuando el jefe de mesas le expulsaba? Si Kevin ya no estaba registrado como huésped del hotel… No estaba seguro, pero pensó que quizá eso significaba que ya no tenía derecho a estar ahí. Estaría más protegido en el casino, que, aunque fuera propiedad privada, no dejaba de ser una zona abierta al público. En cambio, si seguía rondando por el hotel, podían considerarle un intruso, incluso sin advertírselo previamente.

Por suerte, el ascensor estaba a punto de llegar a la planta baja. Kevin guardó el busca y salió tan rápido que casi chocó con un artista que llevaba plumas rojas y moradas sobre la cabeza. Kevin le empujó y corrió hacia la salida. Mantuvo la cabeza baja con la esperanza de que las cámaras lo perderían de vista entre la multitud. Y, justo cuando se aproximaba a la salida de cristal, oyó el grito:

—¡Señor Chow! ¡Espere un momento!

No se detuvo. Oía los pasos que se le aproximaban por detrás, pero él continuó avanzando a toda prisa. Finalmente llegó a la puerta y salió a la calle. No paró para buscar un taxi ni pensó en el ridículo que hacía un chico asiático corriendo por la calle en dirección al Strip, con una bolsa de deporte apretada contra el pecho.

VEINTIUNO

Boston, otoño de 1997

Cuando Teri llegó a Las Vegas el domingo por la tarde, Kevin ya estaba en Boston lamiéndose las heridas. Había conseguido tranquilizarse tras cuatro horas de vuelo, con la ayuda de Fisher y Martínez, que tenían una visión menos desesperada de la situación. No cabía duda de que algo había cambiado en Las Vegas ese fin de semana. Era evidente que por lo menos algunos casinos se estaban pasando fotos de los miembros del equipo, tal vez mediante una agencia de detectives como la Plymouth, y que un par de sus identidades falsas se habían visto comprometidas. Sin embargo, parecía que aún no habían detectado al equipo propiamente dicho. No habían perseguido a ninguno de los observadores y Fisher no había tenido ningún problema. Incluso Martínez había podido jugar unas cuantas manos antes de salir del Rio por propia voluntad. No había razón para dejarse llevar por el pánico: sólo había que ir con más cuidado y estar mejor preparados.

Ya no se alojarían en el hotel donde jugaban. Era demasiado peligroso volver a la habitación a buscar las bolsas y después de lo que le había pasado a Martínez nadie se sentía seguro con la idea de dormir en el mismo sitio en el que hacía negocios. También vigilarían con más determinación a los jefes de mesas y al personal del casino —fácilmente identificables por su vestimenta y sus etiquetas identificativas— para evitar que se acercaran al gran jugador antes de que éste pudiera marcharse.

Kevin quería apartarse de Las Vegas completamente, por lo menos durante unos meses. Aunque ahora se diera cuenta de que seguramente no había corrido tanto peligro como pensaba, la persecución por el Rio le había dejado muy afectado. Pero Fisher y Martínez no querían ni contemplar esa posibilidad. Kevin tenía un empleo más allá del Blackjack, pero ellos necesitaban jugar para pagar el alquiler. Si querían continuar siendo un equipo, tenían que volver a la carga en cuanto antes. Los sucesos del fin de semana eran alarmantes, pero no cambiaban la rentabilidad global del equipo. Incluso si quemaban todos sus lugares favoritos, había muchos más casinos disponibles.

En un intento de aplacar el miedo de Kevin y recobrar la confianza del equipo, Fisher sugirió que el próximo fin de semana hicieran un viaje a Chicago. Kevin accedió e incluso sonrió al pensar en el extravagante barco de vapor amarrado en el Fox River. Tal vez Fisher tuviera razón. Tal vez una visita al Grand Victoria era la mejor manera de tranquilizarse.

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