13 balas (18 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

BOOK: 13 balas
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—Quiero que me manden todo lo que descubran a mi PDA, ¿ok? —dijo.

—Sí, desde luego —respondió Clara—. Si tienes suficiente ancho de banda, te enviaré el informe completo con todas mis fotos.

Caxton asintió con la cabeza. La policía estatal estaba probando unos nuevos ordenadores portátiles con más memoria y una conexión sin cable a Internet más fiable que las de los ordenadores de los coches patrulla.

—Sí, mándamelo —dijo rascándose la nariz—. Y ahora larguémonos de aquí.

—Déjame que avise al sheriff.

Clara se alejó con paso rápido y dejó a Caxton examinando su nueva herida. Cuando regresó, Clara se había quitado la corbata y se había desabrochado el primer botón de la camisa del uniforme.

—Vamos —le dijo—. Puedes dormir en el coche.

CAPÍTULO 23

Pero no pudo dormir. Clara conducía un Crown Victoria reforzado que era como casi todos los coches de policía del mundo. Se parecía mucho al coche patrulla de Caxton. Había sido diseñado para proporcionarles a los policías toda la información necesaria para realizar su trabajo. El salpicadero estaba atestado de aparatos: una pantalla para el radar, el omnipresente ordenador portátil para comprobar números de matrícula y la cámara de vídeo que filmaba todo lo que sucedía tanto en el interior como desde la perspectiva del parachoques delantero. Los diversos aparatos de radio graznaban y crujían a intervalos variables. El asiento no se podía reclinar debido a la partición antibalas que había justo detrás de la cabeza de Caxton, pensada para proteger al conductor y a su acompañante de los ocupantes del asiento trasero. Aquel coche era un lugar para trabajar, no para dormir. Tras pasar quince minutos intentando relajarse, se tiró del pelo; estaba tan frustrada que no podía ni hablar.

Clara se la quedó mirando.

—Sé lo que necesitas —le dijo y cogió la siguiente salida.

Aparcó junto a un edificio de una sola planta con unas luces navideñas que colgaban de los aleros. Era una pequeña taberna.

A través de las ventanas se filtraba una luz alegre, brillante, y se oía el sonido sordo de la música country mal que salía de una
junkebox.
Entraron, cogieron dos taburetes y Clara pidió dos Coronitas con limas.

—Así es imposible que te duermas, estás tensa como un muelle.

Caxton sabía que era cierto. No le apetecía demasiado la cerveza, pero tampoco la rechazó. No solía beber, era más bien una persona diurna y no había logrado cerrar un bar en su vida. Sin embargo, con la botella helada entre las manos y el sabor de la lima en los labios, se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos el ambiente agradable de cuando uno sale a tomar algo con los amigos.

Probablemente no había puesto los pies en un lugar como aquel desde que había conocido a Deanna.

En el extremo opuesto del bar, un televisor de plasma de cincuenta pulgadas retransmitía un partido de fútbol americano.

Caxton tampoco estaba acostumbrada a ver la tele, y la luz brillante y el movimiento constante atraían todo el tiempo su atención. El fútbol americano no le interesaba lo más mínimo, pero le producía una sensación de normalidad que le resultaba muy placentera.

Poco a poco, sus hombros se fueron distendiendo, su postura se relajó y Caxton se fue hundiendo en el taburete.

—Bueno —dijo por fin—, no estamos tan mal. —Oye, mira —dijo Clara señalando el televisor.

La emisora local había cortado la programación y emitía un boletín de noticias. Eran sólo las diez de la noche. La emisión empezaba con un video grabado en el bosque, con destello de luces de emergencias y un reportero que no paraba de mirar hacia la cámara con ojos como platos y los labios fruncidos. Caxton no entendía de qué iba todo aquello hasta que de pronto vio su propia casa, pálida y fantasmal, que surgía de la oscuridad ante los brillantes focos de las cámaras.

—¿Puede subir el volumen? —le preguntó Clara al camarero.

—No, recuerdo que hubiera cámaras —dijo Caxton, que se dio cuenta de que estaba contemplando la escena de la matanza vampírica. O, por lo menos, sus secuelas:

«... aunque tengo que decir que todavía no nos han permitido ver el cuerpo», dijo el reportero. «Todo este asunto está rodeado de un aura de secreto, como si los U.S. Marshals estuvieran intentando ocultar algo. Pasadas veinticuatro horas, no disponemos de ninguna información sobre el presunto vampiro, las autoridades ni siquiera han revelado su nombre».

¿Veinticuatro horas? ¿En serio había pasado un solo día?

Caxton se cubrió la boca con la mano. En la pantalla del televisor, su rostro impasible se apartaba una y otra vez los focos. Recordaba vagamente una luz molesta, pero no se había dado cuenta de la presencia de los medios mientras daba parte. La pelea con el vampiro la había impresionado tanto que debía de haber quedado aturdida.

«Una fuente de la Policía del Estado de Pensilvania nos concedió una entrevista esta tarde con la condición de que no reveláramos su identidad. El entrevistado asegura que el supuesto vampiro no recibió ningún aviso ni tuvo ocasión de rendirse a las autoridades. Diane, estoy seguro de que oiremos mucho más sobre esta historia durante los próximos días».

«Gracias Arturo», dijo la presentadora, con expresión tranquila e imperturbable. «Sigan atentos a la cobertura informativa de este.»

—¿Eso es lo que querían oír? —preguntó el camarero. Clara asintió con la cabeza y el hombre bajó el volumen y puso un reality show en el que aparecían unas modelos de lencería que trabajaban en una carnicería.

—Caramba, pronto vas a ser famosa, ¿sabes? —preguntó Clara—. Todas las cadenas del condado querrán entrevistarte.

—Eso si logro sobrevivir el tiempo necesario —dijo Caxton entre dientes.

—¿Cómo? —preguntó Clara, pero al ver que Caxton no lo repetía sacudió la cabeza—. Y dime, ¿cómo era el vampiro?

—Lívido. Grande. Y tenía muchos dientes —respondió la agente.

—Yo en el instituto estaba obsesionada con los vampiros. Mis amigas y yo nos poníamos una capa y unos colmillos de plástico, y grabábamos películas sobre cómo nos hipnotizábamos mutuamente con nuestras miradas más sexys. La verdad es que tenía bastante buen aspecto disfrazada de vampiro.

—Lo dudo —dijo Caxton y Clara arqueó las cejas en lo que podría haberse convertido fácilmente en una expresión ofendida—. No me malinterpretes: seguro que tenías buen aspecto, pero entonces significaba que no te parecías a un vampiro. Para empezar, los vampiros son clavos como una bola de billar. ¿Y esos colmillitos afilados? Créeme, no quieres ver cómo son en realidad.

Clara golpeó la barra.

—¡Los vampiros también son sexys! —exclamó en tono desenfadado—. ¡Deja de intentar destrozar mi fantasía infantil! Me da igual que sean calvos. ¡Mientras estemos en este bar, los vampiros son sexys!¡Muy, muy sexys!

A pesar de su humor, Caxton sonrió.

—Ah, ¿sí? —dijo.

—Joder, ¡claro que sí! —exclamó Clara, que a continuación agarró a Caxton por el bíceps—. ¡Y las duras cazadoras de vampiros son aún más sexys!

Ambas se rieron; aquella carcajada relajada, cordial, sentaba de maravilla.

—¿No cree que es sexy? —le preguntó Clara al camarero.

Su mano seguía encima del brazo de Caxton, aunque en el fondo no había nada censurable en ello. Clara ni siquiera la estaba mirando; tomó otro sorbo de su botella de cerveza, pero no apartó la mano.

—Yo me la tiraba —respondió el camero, con los ojos fijos en el modelo de lencería que elaboraba una salchicha con un molinillo industrial de carne.

—Ahora vuelvo —dijo Caxton, que bajó del taburete.

Clara apoyó la mano sobre la barra. Caxton se dirigió al aseo de mujeres, donde se refrescó la casa con agua fría. «Uau», pensó. «Uau». Aquella mano en su brazo no había sido tan sólo cálida, había sido caliente, caliente desde un punto de vista físico. Sabía que se trataba tan sólo de una ilusión, pero, aun así: «Uau». Hacía mucho tiempo que no se sentía de aquella forma. Y echaba de menos sentirse así; lo echaba de menos.

Cuando salió del baño, Clara estaba de pie junto al teléfono. Sonreía de oreja a oreja y sus ojos no revelaban nada. Intentaba mostrarse serena y agresiva al mismo tiempo. Caxton recordaba haber bailado aquel baile anteriormente, incluso recordaba haber ejecutado los mismos pasos. Cuando Clara bajó los ojos y dio un paso a la izquierda justo al mismo tiempo que Caxton daba un paso a la derecha, ésta recordó lo que se sentía; los pequeños miedos que se multiplicaban cuanto más te contenías, las grandes esperanzas que te tragabas para que no te abrumaran, pero que seguían estallando.

Incluso sonaba una buena canción en la
jukebox.
Caxton no lograba recordar ni el título ni el nombre del cantante, pero era una buena canción.

Echaba de menos esa sensación: las mariposas en el estómago, los escalofríos en la nuca. La echaba tanto de menos que cuando Clara levantó los brazos, ella se le acercó y cerró los ojos al notar sus manos sobre el rostro, aquellos dedos pequeños que le acariciaban suavemente la barbilla. Caxton soltó el aliento y de repente notó los labios de Clara sobre los suyos, húmedos, mullidos, con la temperatura perfecta. Eso era lo que Caxton más había echado de menos: aquellos primeros besos vacilantes, el sabor de nuevo de unos labios de mujer. Clara empezó a mover la lengua y Caxton alzó sus manos, pero no para tocarle la cara a Clara sino para apartarse lenta, muy lentamente.

Clara tenía los ojos húmedos y los labios fruncidos, con expresión interrogante.

—Pero ¿no eres.? —empezó a preguntar, con un susurro.

—Tengo pareja —respondió Caxton, que notó el sudor bajo el vendaje del hombro—. Tengo que irme a casa. Con ella.

Clara asintió y dio un paso a la derecha para dejar pasar a Caxton. Sin embargo al mismo tiempo Caxton dio un paso a la izquierda y a punto estuvieron de chocar. Eso bastó para aliviar la tensión del momento, pues ambas rompieron a reír al unísono. Caxton pagó Ja cuenta y subieron de nuevo al coche de la oficina del sheriff. Hablaron muy poco durante el trayecto hasta la casa de Caxton, pero en los labios de Clara había dibujada una sonrisa. Detuvo el vehículo frente a la casa y se quedaron un rato en silencio, escuchando el gimoteo de los perros dentro de su caseta. Normalmente los lebreles estaban callados, pero Caxton no estaba preocupada: se trataba tan sólo de su reacción ante la presencia de un extraño.

—Me encantan los perros —dijo Clara—. ¿De qué raza son?

—Lebreles rastreadores —respondió Caxton como si estuviera cometiendo un delito.

A Clara se le iluminó el rostro.

—Algún día a lo mejor me los puedes presentar.

—Sí, desde luego. A lo mejor, algún día —dijo Caxton.

Se había ruborizado. Al abrir la puerta del coche y notar el aire fría en las mejilla, se dio cuenta de que había estado ruborizada durante todo el trayecto. No era de extrañar, pues, que Clara no dejara de sonreírle.

—Bueno, gracias por acompañarme —le dijo—. Ya. ya nos veremos.

—No te preocupes —le respondió Clara—. Puedo esperar un poco antes de clavarte mis colmillos en ese cuello que tienes.

Soltó una carcajada y arrancó.

Caxton dio de comer a los perros —Deanna se había vuelto a olvidar y ni tan sólo tenían agua— y entró en casa. Se desnudó en la cocina y corrió hacia la cama. Se escondió con rapidez bajo las sábanas para no enfriarse. El cuerpo de Deanna era seco y anguloso, pero Caxton le acarició el estómago y subió la mano para acariciarle el pecho. Deanna se agitó en sueños y Caxton la besó en el lóbulo de la oreja.

—Ay, esta noche no, cariño —susurró Deanna—. Hueles a sangre.

Con las heridas de la mano y del hombro, Caxton supuso que no le faltaba razón.

Se pasó un buen rato bajo la ducha, jugando con el amuleto que le había dado Vesta Polder, contemplando como el agua se enroscaba por la espiral, hasta que por fin, afortunadamente, empezó a adormilarse. Con las pocas energías que le quedaban, se secó, se metió en la cama y, antes de darse cuenta, se había dormido.

CAPÍTULO 24

Por la mañana Caxton jugó un rato con los perros. Fuera hacía frío y la caseta estaba climatizada, de modo que se quedo dentro con ellos. Los perros brincaban a su alrededor y le mordisqueaban el pelo y la cara, la forma que tienen los lebreles de mostrar su cariño. Eran encantadores y tenían unos cuerpos esbeltos y perfectos.
Wilbur,
que sólo tenía tres patas, pero un pelaje beige azulado precioso, se acurrucó en su regazo, y dio vueltas y más vueltas, como si quisiera hacerse un nudo antes de dejarse caer sobre las piernas cruzadas de Caxton. Ella le rascó detrás de las orejas y le dijo que era un buen perro. Lola, la lebrel italiana, que ya tenía un buen hogar esperándola al norte del Estado de Nueva York, no paraba de empujar la puerta con el hocico, pero cada vez que Caxton se la abría por completo, una ráfaga de aire frío la hacía retroceder. Entonces la perra se sentaba sobre los cuartos traseros y lanzaba dentelladas al viento, como si quisiera plantarle cara.

Cuando Deanna la encontró allí, debajo de los lebreles, Caxton volvía a sentirse casi humana. Deanna le dedicó una fría sonrisa, como si acabara de pescarla con la mano dentro de la lata de las galletas. Entonces le tendió a Caxton su PDA y se marchó sin decir una sola palabra.

Caxton vio que había un nuevo e-mail de «[email protected]», que imaginó que debía de ser de Clara. Le temblaron las manos mientras lo abría. ¿Y si lo había visto Deanna? ¿Y si en lugar de escribirle un email Clara la hubiera llamado y Deanna hubiera descolgado el teléfono? Pero enseguida se dio cuenta de que estaba paranoica. Para empezar, ella no había hecho nada, incluso había detenido a Clara antes de que pudiera suceder algo. Además, el e-mail de Clara no era en absoluto comprometedor. Era uno de los correos más profesionales que hubiera recibido jamás y no contenía nada más que el informe de la oficina del sheriff sobre los hechos de Bitumen Hollow. No incluía ni siquiera un saludo cordial.

En realidad eso la hizo sentirse un poco triste. La aparición de Clara era un auténtico problema, pero aún así... había sido muy bonito. Borró aquellos pensamientos de la cabeza y estudió el informe. Se trataba de un documento frío y clínico, y de aquel modo intentó leer Caxton, mientras trataba de obviar el horror de aquellos que habían muerto en aquel pueblo la noche anterior. La mayor parte del informe se basaba en el testimonio presencial del gerente de la librería cristiana, el que la había golpeado con aquella cruz enorme. En cuanto se hubo calmado, el hombre resultó ser un tipo de lo más observador. Había visto como dos vampiros entraban por la calle principal del pueblo, vestidos con sendos abrigos negros y con los cuellos subidos para ocultar los dientes. Sin embargo, si lo que intentaban era hacerse pasar por seres humanos, podrían haberse ahorrado el esfuerzo: en Bitumen Hollow se conocían todos y aquellos dos vampiros enormes —ambos medían bastante más de metro ochenta— sobresalían como dos pulgares dislocados. La primera persona en salir había sido una adolescente, la víctima núm. 1, Helena Saunders. Uno de los vampiros la levantó del suelo y el otro le arrancó la manga de la chaqueta y le mordió en el brazo, en palabras del superviviente, «como si mordiera una mazorca de maíz». A partir de este momento, las cosas se pusieron feas.

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