—Habla —dijo Johan sin levantar la mirada de la comida.
—Aquí no. Tengo que hablar contigo. De verdad.
—Entonces tendrás que esperar. Estoy comiendo.
—Es importante. Ven.
Ya no susurraba. Ahora su voz tenía una nota ambigua y amenazadora. Se enderezó, y su cara adquirió una expresión que tal vez pudiera surtir efecto en la sala de reuniones de un consejo de administración, pero que allí resultaba cómica.
—Quiero hacerte una oferta —dijo—. Una oferta especialmente lucrativa.
Johan se rió entre dientes y dejó la cuchara en el plato.
—De acuerdo. ¿En qué consiste esa oferta?
—Ven. Vámonos de aquí.
—Como ves, estoy comiendo.
—Ya has acabado. Ven.
—No. Quiero más café. Además acabo de decidirlo. No quiero hablar contigo. Ni ahora ni luego. En realidad, estoy muy bien aquí. Vete.
—Un millón —insistió el hombre—. Podrás ganar un millón de coronas.
Johan se echó a reír. Se limpió la boca y miró de reojo al hombre de negocios.
—A eso lo llamo yo oferta —dijo con un gesto de aprobación al tiempo que se levantaba lentamente—. Una oferta que merece ser estudiada. Gracias por la comida, amigos. Y por la charla.
Nos dijo adiós con la cabeza a cada uno de nosotros, y tendió la mano a Magnus Streng. Mientras se la estrechaba el médico lo miró sorprendido.
—Luego nos vemos —dijo Johan antes de darse la vuelta y seguir al hombre del portátil.
—Steinar Aass —dijo Magnus Streng con una mueca cuando los dos habían desaparecido de nuestra vista—. No es exactamente un hombre con quien convenga hacer negocios.
Al oír ese nombre todas las piezas me encajaron. Steinar Aass era lo que los periódicos suelen llamar un mago de las finanzas. El hombre había sido imputado una decena de veces por cometer toda clase de infracciones financieras, pero nunca había sido procesado. Esto podía deberse a que fuera objeto de una persecución y sin embargo observante de la ley. Otra explicación podría ser la desgraciadamente célebre falta de personal y recursos de la unidad de delitos financieros. No obstante, el año anterior el periódico de economía
Dagens Næringsliv
había estado a punto de pillar a Steinar Aass en un artículo de siete páginas. Habían seguido el flujo de dinero de una banda de delincuentes desde Noruega hasta enormes inversiones inmobiliarias en Brasil. El dinero había efectuado una o dos rotaciones con ayuda de Steinar Aass y sus amigos a lo largo de la preciosa costa atlántica, antes de que se sacara milagrosamente de la lavadora como capital legal.
—¡Coño! —exclamó Geir—. ¡Tienes razón! ¡Es él!
El camarero dio la vuelta a la mesa y nos sirvió café a todos. Noté el efecto de la cafeína. Ya no me pesaban tanto los ojos. Los dolores de espalda, que me habían molestado durante horas, remitían. Magnus Streng pareció meditar antes de poner la mano sobre el brazo de la camarera y decir:
—¿Sería posible conseguir una copita de coñac, señorita? Anoche me sirvieron un sabroso Otard, que estaría muy bien.
La mujer sonrió y asintió.
Como nos habíamos acostumbrado a su insólita figura, todos sonreímos a Magnus Streng. Incluso Mikkel y su pandilla habían dejado de mirarlo con esa sonrisa de burla que antes le dedicaban al hombre menudo. Únicamente Kari Thue conservaba su hosca expresión, mirara a quien mirase. Excepto a Mikkel, claro. Descubrí que ella ya no disimulaba. Al contrario, había empezado a lanzar miradas hacia nuestra mesa. Me resultaba difícil adivinar por quién tenía más interés. Pero desde luego, no sonreía.
—Ahí están mis colegas —dijo Magnus interrumpiendo mis pensamientos. Hizo un gesto con la cabeza hacia la mesa a que estaban sentados los demás médicos—. He de decir que han sido excepcionalmente amables.
Yo no veía razón alguna para decir que los otros siete médicos habían sido amables. Los que habían abandonado sus habitaciones habían permanecido todo el rato juntos o se habían sumido en sus lecturas. Dos de ellos llevaban portátiles y habían aprovechado su estancia forzosa en alta montaña para prepararse para un congreso que, según tenía entendido, ya había empezado. Después de curar heridas y lesiones la primera tarde, se habían dado prácticamente de baja de la pequeña sociedad de Finse 1222. Y apenas los había visto intercambiar alguna palabra con Magnus Streng.
—Me han dejado todo el escenario para mí —dijo Magnus con voz suave—. Y eso es algo por lo que les estaré eternamente agradecido. Mirad, allí está nuestro amigo de vuelta. ¡Ya!
—Tres millones —dijo Johan con una amplia sonrisa antes de sentarse.
—Ha sido rápido —señaló Geir—. ¿Ya tienes
tres millones
?
—No. Está claro que no quiero hacer negocios con un tipo como él. Sentía curiosidad, eso es todo.
Miró fijamente la copa de coñac que pusieron delante del doctor Streng. La camarera lo miró interrogante, y él asintió con la cabeza.
—Quería saber qué servicios míos podrían tener tanto valor. Cuando me ha dicho lo que quería, he regateado el precio hasta triplicarlo, y me he echado a reír.
—¿Y qué quería? —preguntó Magnus Streng con la nariz metida en la gran copa—. ¿Que lo sacaras de aquí?
Johan lo miró sorprendido.
—Sí… Me quería dar tres millones de coronas por llevarlo a la población más cercana conectada por carretera con Oslo. Me ha dicho que debe llegar a Brasil antes del sábado porque su hija pequeña está gravemente enferma. Cuando me he negado, de repente ha resultado que todos sus hijos estaban mortalmente enfermos. ¡Eso tampoco le ha servido! Creo que más bien se trata de un dinero enfermo de muerte…
Aunque seguía con interés la conversación, al mismo tiempo no perdía de vista a esa pareja que ya no sabía muy bien si lo era. Se habían puesto a hablar entre ellos, inclinándose el uno hacia el otro, alterados y aparentemente en desacuerdo sobre algo.
—Tres millones —dijo Berit incrédula—. ¿Eso habría sido legal? Quiero decir, ¿habrías podido recibir semejante suma?
Todos menos yo miraron a Magnus Streng, que estaba adquiriendo el estatus de enciclopedia viviente, pues parecía saber de todo. Era como si nadie se acordara de que Geir Rugholmen era abogado.
—Bueno —contestó Magnus chasqueando la lengua—. En este país tenemos libertad de contrato. Si ese hombre pagaba por voluntad propia, probablemente sería legal. Si hubieras tenido que reclamar el dinero, eso quizá habría atentado contra tu dignidad. Como en el juego de póquer y otras apuestas. Entonces, ¿te has negado?
—Sí. Claro.
—Pero ¿habrías podido hacerlo? ¿Te habría sido posible llegar a Haugastøl con estas condiciones meteorológicas?
Johan se encogió de hombros.
—Sí, siempre y cuando la moto hubiera aguantado, lo que no es nada seguro. He hecho muy pocos viajes largos con un frío tan extremo como este. Es totalmente innecesario correr ese riesgo. Yo no corro nunca riesgos
innecesarios
. Además…
Todo el mundo alrededor de la mesa seguía con interés la conversación entre Johan y Magnus. Yo intentaba escuchar al mismo tiempo lo que ocurría entre los dos extranjeros. Mi oído captaba alguna que otra palabra, pero no pude reconocer la lengua. Sé lo suficiente de turco como para al menos identificarlo. Tampoco era árabe; Nefis ya había empezado a enseñar a Ida esta tercera lengua, para que más adelante la niña fuera capaz de leer el Corán sin intromisiones inoportunas, como dice con una sonrisa irónica.
—… además Steinar Aass no habría aguantado ni diez minutos —prosiguió Johan—. Habría llegado a Haugastøl con un hombre muerto.
La mera idea parecía divertirle. Le sirvieron la copa de coñac y dio un pequeño sorbo. Seguía exhibiendo una amplia sonrisa, como si acabara de darle a alguien gato por liebre.
—Perdone…
El kurdo, o tal vez debo decir el hombre a quien yo había tomado por kurdo, acababa de levantarse. Se acercó vacilante a nuestra mesa y miró primero a Berit, luego a Geir y luego de nuevo a Berit. A continuación dedicó una tensa sonrisa a Magnus Streng y a Johan. A mí me esquivó del todo. Dudé un poco y me pregunté si me equivocaba al pensar que él no sabía que yo lo había visto sacar un arma.
—Ruego me disculpen por molestarlos —dijo—. Pero ¿podríamos mi mujer y yo pedir algo?
Hablaba tan bien el noruego que al principio no capté lo que decía. Apenas tenía acento; de no ser por su aspecto y su anticuada ropa lo habría tomado sin más por un noruego. Me resultaba un poco embarazoso no haber advertido eso antes, tras más de veinticuatro horas en el mismo hotel.
—Claro que sí —contestó Berit—. ¿De qué se trata?
—Quisiéramos…
Se tocó el bigote y miró a la mujer, que seguía sentada a la mesa. A veces ella levantaba la vista, pero solo un instante, antes de bajarla de nuevo, de una manera que, teniendo en cuenta lo que yo había observado antes, parecía deliberadamente humilde.
—Nos gustaría que nos trasladaran al edificio de apartamentos —pidió el hombre en voz baja.
—Entiendo —dijo Berit frunciendo las cejas.
Todos, excepto yo, miraron hacia Kari Thue.
—Puedo entenderlo —prosiguió Berit amablemente—. Pero me temo que sea imposible. Las dos entradas están tapadas por la nieve. Además he de… —vaciló, y miró a Johan. Él hizo un gesto negativo casi imperceptible con la cabeza— decir que no sería prudente de ninguna manera dejar salir a alguien con estas condiciones meteorológicas. Es cierto que ayer pusimos una cuerda entre las dos entradas, pero hace horas que ha desaparecido bajo la nieve. De modo que… —se encogió de hombros, como lamentándose— no puede ser.
—Es muy importante para nosotros —insistió el hombre.
—Como ya le he dicho, lo comprendo, pero no puede ser…
—¿Y si nos vamos bajo nuestra responsabilidad? Lo único que necesitamos es ayuda para quitar un poco de nieve de la entrada…
—Entonces os detendría —dijo tranquilamente Johan—. Y si fuera necesario, os encerraría. No hay nada que discutir al respecto. Nadie puede salir. Nadie. ¿Entendido?
El hombre tragó saliva. Volvió a tocarse el poblado bigote. Tardó unos segundos en hacer un gesto de asentimiento y decir:
—De acuerdo. Lamento haberlos molestado.
—Entiendo muy bien que no quieran estar aquí —murmuró Berit cuando el hombre había vuelto a su sitio—. Si nosotros no podemos soportar a Kari Thue, para ellos debe de ser mucho peor.
Todos los sentados en torno a la mesa dieron muestras de estar de acuerdo.
Yo no.
No creía que el hombre armado tuviera miedo de Kari Thue. Pensaba que ni siquiera le resultaría desagradable estar en la misma habitación que ella. Al contrario, la agresión de Kari Thue la noche anterior parecía haber reforzado el papel que a él le gustaría desempeñar. Las razones por las que él y la mujer del hiyab querían mudarse al edificio de apartamentos eran muy distintas. Querían estar en la misma casa que los pasajeros del vagón secreto.
No sabía del todo por qué, pero algo empezaba a esclarecerse.
Roar Hanson era un enigma aún mayor.
La cena había concluido, como Magnus Streng declaró entre risas, después de un florido y prolijo discurso para dar las gracias por la comida. Yo quería dormir más que ninguna otra cosa. Geir y Berit habían intentado una vez más convencerme para que aceptara una cama de verdad. Como éramos muchos menos que el día anterior, incluso podría disponer de una habitación individual. Me negué en redondo.
En cuanto la cena hubo acabado, dejé que me llevaran de vuelta a la recepción subiendo los tres escalones. Cada vez que la gente toma el control de mi silla me siento como un bebé en un cochecito. Lo último que deseo es sentirme como una niña pequeña. Ya fue bastante terrible cuando lo fui. En otras palabras, me resultaba intolerable la idea de que alguien me subiera un piso entero. Berit desistió por fin y sugirió cambiar uno de los sofás cortos del Milibar por uno más largo del Salón Azul. Así al menos podría tumbarme.
Acepté y agradecí el ofrecimiento, pero tuve que esperar a que la recepción estuviera vacía para poder acomodarme. Una cosa era dormitar un poco en la silla con gente alrededor y algo muy distinto tumbarse a la vista de todo el mundo. Sentada en mi silla e intentando disimular mis continuos bostezos, me sentía como una anfitriona cansadísima tras una exitosa cena de la que nadie quiere marcharse. En general, el ambiente había mejorado bastante. Seguramente tenía algo que ver con el alcohol que se había servido. Después de todo lo que había sucedido ese día, sospechaba que incluso los bebedores más moderados habían vaciado su copa más de una vez. Se lo merecían.
—¿Podría…?
Parpadeé.
Allí estaba de nuevo Roar Hanson.
—Siéntate —dije no tan amablemente como antes.
—¿Por qué mentiste? —preguntó.
—No mentí.
—Sí, negaste que Cato hubiera sido asesinado.
—No, no lo hice. Después de que hubieras… aireado tus sospechas, te pregunté por qué, en tu opinión, había sido asesinado. No negué nada de nada.
Se sentó, indeciso. Parecía estar intentando reconstruir la conversación que habíamos mantenido justo antes de que la catorceañera vestida de rojo anunciara a gritos su macabro hallazgo en la recepción de mercancías. Debía de tener buena memoria, porque su mirada era menos acusadora cuando suspiró, se inclinó hacia delante con los brazos sobre los muslos y empezó de nuevo:
—Yo sé quién mató a Cato —dijo en una voz apenas audible—. Y me atormenta poseer esa información.
Trabajé durante más de veinte años en la policía. No los he contado nunca, pero como la mayor parte de esos años presté mis servicios en homicidios, creo no exagerar si digo que he intervenido en más de doscientos casos. En casi todos ellos aparecía un tipo como Roar Hanson. Alguien que afirmaba saber. No es infrecuente que sea el propio criminal el que intente volverse inmune a las acusaciones; una táctica tan estúpida que deberían poner una nota de advertencia contra ella en todo lo que pueda usarse como arma homicida. Aún no he conocido a ningún agente que no mire inmediatamente en dirección al que dice saber. Además, la gente debería acordarse del octavo mandamiento: No levantarás falso testimonio, ni mentirás.
Roar Hanson no daba la impresión de estar levantando falso testimonio.
Al contrario, presentaba todos los síntomas de la aflicción. Tenía la piel húmeda y de un gris enfermizo, y el pelo tan grasiento que se le pegaba al cráneo. Tenía los ojos enrojecidos y lacrimosos, aunque yo no habría sabido decir si lloraba o no. En ese momento dejó caer la cabeza entre los hombros. Cualquier otra persona le habría dado una palmada en la espalda. En cambio yo me aparté un poco.