—Aquella malversación de fondos —dijo limpiándose despacio por debajo de la barbilla.
—¿Cato Hammer responsable de malversación de fondos?
¿Malversación de fondos
?
—¡Eh, no! ¡Para el carro! —Hizo una bola con la toallita y la dejó ante él sobre el escritorio—. Fue una funcionaria. Una mujer con problemas psíquicos; entre líneas podía leerse que se trataba de una tragedia. Un caso de cleptomanía combinada con obsesiones religiosas y debilidad mental. Al menos eso es lo que se dijo. Entre líneas, como ya he dicho.
—Una mala combinación —comenté levantando las cejas—. Pero ¿qué demonios tiene que ver eso con Cato Hammer?
—Hizo de portavoz del asunto ante los medios. Te puedes imaginar que aquello era una bomba en potencia para la Iglesia. La Iglesia del pueblo, el dinero del pueblo. Y no se trataba precisamente de calderilla. Si no recuerdo mal, eran unos tres millones de coronas. Algo así. Mucho dinero. Desde entonces en Noruega hemos asistido a un montón de casos de corrupción y robos de los bienes comunitarios a diario. Pero esto ocurrió en una época en que casos de esa índole eran aún raros.
—O en una época en que el descubrimiento de esos casos era aún poco frecuente —le corregí.
—Seguramente —asintió—. Ahora bien: Cato Hammer se ocupó de todo. Debía de tener un puesto directivo, tal como te dije cuando hablamos de esto, solo que no me acuerdo cuál. Al menos lo admitió todo, no en su nombre, sino en el de la institución. Se disculpó profunda y sinceramente por lo ocurrido y prometió una exhaustiva investigación de la organización para asegurarse de que nunca volviera a suceder nada parecido. Mientras tanto mostró una gran preocupación y respeto por la pobre mujer. Protegieron su identidad, su nombre jamás se hizo público y al final el caso cayó en el olvido.
—¿Cayó en el olvido? ¿No hubo ningún juicio?
—Supongo que sí. Pero la mujer estaba gravemente enferma, y es probable que la prensa no quisiera hurgar…
Nos echamos a reír al mismo tiempo, él muy ruidosamente y durante un buen rato.
—No —dijo secándose las lágrimas—. Algo debió de salir en la prensa. Pero ya te he dicho que fue hace casi diez años y no recuerdo los detalles. Pero a Cato Hammer lo recuerdo perfectamente. Un par de periódicos de la capital publicaron enseguida artículos sobre él, y fue invitado a varios programas de televisión. En menos de una semana ostentaba la imagen del jefe atento y considerado. Un magnífico representante del mensaje de amor de la Iglesia, el tal Cato Hammer. Fue más o menos en la época en la que los oscurantistas de la Iglesia del Estado salieron a la luz para vetar a los pastores homosexuales. Cato Hammer era exactamente lo que la Iglesia del pueblo necesitaba en una época en que la gente empezaba a abjurar en señal de protesta. Dócil, amable y adecuadamente campechano. Fue nombrado párroco solo unos meses más tarde.
—Qué memoria tienes.
—¡La he entrenado desde mi más tierna infancia! El cerebro es un músculo, ¿sabes? No literalmente, claro. Pero ¡merece la pena mantenerlo en muy buena forma!
Chasqueó la lengua satisfecho y movió la bola de papel sobre la mesa.
—Traición y avaricia —murmuré.
—¿Cómo?
Levantó la vista, con la mano sobre la bola. Acababa de tirar una taza de café vacía e intentó encestar en ella la minúscula bola. No lo consiguió, pero no se dio por vencido.
—Son palabras de Roar Hanson —dije—. Las relacionó con un episodio ocurrido en el Fondo de la Agencia de Información. Pero no parece que… Por lo que cuentas no parece que Cato Hammer…
—Hubiera sido culpable ni de traición ni de avaricia —concluyó él aprovechando una brevísima pausa—. Más bien al contrario, diría yo.
—A menos que…
Me callé.
—¿A menos que qué?
—Nada. ¿Recuerdas…? ¿Recuerdas cómo se llamaba esa mujer?
—¿La culpable? No.
Se rió brevemente y encestó por fin la bola de papel dentro de la taza.
—Todo tiene un límite —dijo—. ¡Incluso mi memoria! ¡No puedo recordar un nombre que nunca se hizo público!
Volvió a concentrarse en ese pequeño juego que se había inventado.
Me vino a la cabeza una idea, pero no fui capaz de captarla del todo. Además, algo era diferente, y eso me distraía. Algo había cambiado radicalmente.
—Escucha —dije en voz muy baja, ladeando la cabeza.
—¿Sí? —contestó Magnus amablemente, mirándome asombrado—. ¿Qué debo escuchar?
—Algo que ya no está —contesté.
Reinaba un silencio casi absoluto.
El sonido del viento todavía conseguía atravesar las sólidas paredes del hotel, pero ya había desistido del intento de hacer añicos Finse 1222. El silbido sonaba lejos y atenuado, como si no nos concerniera. Estábamos sanos y salvos dentro, tras unas paredes que llevaban cien años dando cobijo a los seres humanos. El extraño y torcido edificio había sido testigo de muchas idas y venidas durante casi una eternidad, y aparentemente no había sufrido grandes daños. Esta vez había estado cerca de la destrucción. Los daños tardarían en repararse. Pero ese hotel situado en la estación más alta de la línea de ferrocarril entre Oslo y Bergen había resistido el huracán, fin para el que se había construido y por el que nosotros nos habíamos salvado.
Magnus y yo nos quedamos callados durante varios minutos, mientras percibíamos cómo amainaba el viento. Las ventanas del pequeño despacho estaban completamente cubiertas de nieve. No podíamos ver el cambio, solo oírlo y captarlo con todos los sentidos que no fueran la vista.
—Maravilloso —murmuró Magnus en un tono eufórico, casi religioso—. Ya ha pasado. Mañana podremos volver a casa.
Sus palabras me arrancaron de una borrachera casi física. Un sólido chute de endorfinas me había proporcionado una desconocida sensación de felicidad, simplemente porque el tiempo estaba a punto de mejorar.
La sensación desapareció en cuanto Magnus Streng empezó a hablar.
—¿Qué pasa? —preguntó con voz preocupada y amable, casi cariñosa.
—Esto no será fácil —contesté.
—Perdona, pero no te entiendo —dijo él con voz apagada.
Una profunda arruga se le marcó en la nariz.
—No tienes por qué pedir perdón —me apresuré a decir—. Es solo que no veo cómo podremos salir de aquí ya mañana.
—Pero el vendaval… —dijo, agitando su brazo izquierdo—. Está retrocediendo, no cabe duda…
—La policía no consentirá que nos marchemos —dije.
—¿Que no consentirán…? ¿Qué quieres decir?
—Entre nosotros hay un culpable de dos asesinatos. Sería una mala labor policial permitir que la gente se marche de aquí sin haber comprobado todas las pistas, interrogado a todos, y…
Tomé aliento.
—La gente pondrá el grito en el cielo —dijo Magnus sin levantar la voz—. Revolución. Motín. Nadie en este hotel, excepto tal vez tú, yo y la gente de Finse, aceptará que los retengan aquí…
—Exacto —dije.
—¿Y qué podemos hacer para remediarlo?
Me moría por volver a casa.
Me dolía la espalda y no podía respirar hondo. Sentía como si una pinza me oprimiera el pecho; eso me recordó el porqué de mi viaje en el tren que acabó descarrilado: iba a consultar a un especialista norteamericano sobre esos problemas que sufría.
—No lo sé —contesté sin aliento—. Pero al menos nos servirán pronto la cena.
Magnus Streng se levantó y dio la vuelta a la mesa. Luego tomó mi cabeza entre sus manos grandes y chatas y me dio un beso leve y fugaz en la frente. Sin soltarme la cara, me miró a los ojos.
—Hanne Wilhelmsen —dijo con aire risueño—. A una persona con tu apetito no le puede ir nunca mal de verdad. Ven, vamos a convencer a Berit de que nos sirva un pequeño aperitivo. No conseguí una copa antes, cuando tanta falta me hacía. Ahora me sabrá mucho mejor.
Cuando abrió la puerta y salió delante de mí en dirección a la recepción, no me pareció que caminara contoneándose.
Estoy muy acostumbrada a la comida tradicional.
Cuando me dispararon, debió de operarse un cambio drástico en mi metabolismo, porque perdí un montón de kilos, y desde entonces me he mantenido delgada, a pesar de un apetito que a veces puede resultar molesto tanto a los demás como a mí misma.
Marry es una verdadera maestra en la cocina.
Sin embargo, nunca había tomado una sopa de coliflor tan exquisita como la que se sirvió de primer plato en Finse 1222 el viernes 16 de febrero de 2007. Pequeños racimos de coliflor, la verdura más aburrida e insípida de todas las que se emplean en la cocina noruega, flotaban en una sopa tan sabrosa y rica que me pregunté cómo era posible que tuviera tanto sabor algo que en el fondo tenía gusto a coliflor con un chorrito de nata líquida.
—Una sopa incomparable —dijo Magnus pidiendo que le sirvieran más—. El aire de montaña abre el apetito, ya lo creo. Mi felicitación al cocinero una vez más.
Guiñó un ojo al camarero, que le devolvió la sonrisa.
Dejé la cuchara. De nuevo había dejado que me bajaran por la escalera a fin de cenar en el comedor. En general había aceptado más ayuda de la gente durante las últimas veinticuatro horas que en los cuatro años anteriores juntos. Berit, Geir y Johan también estaban sentados a la mesa. Como el día anterior.
Estábamos creando rutinas.
—¿Y qué aspecto tiene todo en el exterior? —preguntó Magnus entusiasmado—. ¿Se pueden evaluar los daños?
Geir y Johan habían pasado fuera las últimas horas. Parecían extenuados; Geir comía medio dormido.
—Es extraño —dijo Johan sorbiendo ruidosamente la sopa—. Extrañísimo. La mayor parte de los edificios ha desaparecido.
—¿Se los ha llevado el huracán? —preguntó Magnus expectante.
—No. Deben de estar allí. Debajo de la nieve.
Geir miró embobado el plato.
—Desde luego este año no vendrá ninguna familia a pasar las vacaciones de invierno. Me gustaría dejar que el verano haga el trabajo de quitar toda la nieve. Lo que seguramente significa que tendremos que esperar hasta agosto. —Bostezó larga y desinhibidamente—. Conseguimos desenterrar la máquina quitanieves —prosiguió—. Ese joven, Mikkel, es un fenómeno. Mañana podremos empezar con la limpieza del andén. Ya casi no nieva. El viento molesta todavía un montón, pero ha amainado mucho. Y se va tranquilizando por momentos.
—Al Ferrocarril Nacional Noruego le espera una faena del carajo para reparar las vías —murmuró Johan—. Pero ese no es mi problema.
—¿Eso significa —preguntó Magnus limpiándose meticulosamente la boca con una enorme servilleta— que nos sacarán de aquí en helicóptero?
Johan asintió con la cabeza.
—Supongo que los primeros serán evacuados mañana a primera hora.
A mí me seguía extrañando que nadie recordara el hecho de que se habían cometido dos asesinatos.
—¿Qué ambiente se respira en el edificio de apartamentos? —pregunté.
—Ni idea —contestó Johan con una sonrisa torcida; se inclinó hacia delante y murmuró—: Teniendo en cuenta lo que dijo ese tipo… sobre la situación de allí, me pareció más seguro dejar que sigan aislados un poco más. Solo nos faltaría que esa panda irrumpiera en el hotel. Cuando fui al depósito de la Cruz Roja a coger el teléfono satélite pude ver que no han hecho ningún intento de quitar la nieve para salir. Tampoco lo ha hecho nadie para entrar, por cierto… —Se rió entre dientes y sacudió la cabeza—. ¡Ese gran edificio parece un tejado que alguien hubiera tirado en la nieve!
Magnus miró aturdido a su alrededor. Johan debía de haberse olvidado de que el médico menudo era el único de la mesa que no sabía nada de los cuatro hombres del sótano. Cuando Berit había venido a decirnos que alguien estaba retirando la nieve para entrar en el hotel, él estaba también en el despacho, pero nadie le había dicho de quién se trataba. No había preguntado. Y tampoco lo hizo ahora.
—¿Todo bien? —le preguntó sonriendo el camarero a Magnus, que al instante recuperó su habitual jovialidad.
—Estoy deseando que llegue el siguiente plato —dijo sirviéndose más vino.
—¿Has cogido el teléfono satélite? —le pregunté a Johan intentando no parecer muy interesada—. ¿Eso significa que ya podemos comunicarnos con el mundo exterior?
—Así debería ser —reconoció—. Pero aún no he conseguido que funcione, y no entiendo muy bien por qué. Lo arreglaré antes de que se haga de noche, seguro. Y en todo caso no es tan importante, pues los servicios de rescate saben que estamos aquí.
Por el rabillo del ojo vi entrar a Veronica en el comedor. Adrian la seguía, meneando el rabo como de costumbre. La joven se detuvo, miró a su alrededor y se sentó en una mesa libre. Adrian se inclinó hacia ella. Ella le susurró algo al oído. El chico asintió con la cabeza y cogió dos sillas que llevó a la mesa de la recepción.
Veronica miraba fijamente el tablero de la mesa. La negra melena le colgaba como una cortina sobre la cara, y no levantó la vista hasta que Adrian volvió y se sentó en la silla libre. Ahora no tendrían que preocuparse por compartir la mesa con compañía indeseable.
La joven se había pasado con el maquillaje. Me pregunté si era de verdad tan pálida o si empleaba algún tipo de maquillaje de teatro. La primera noche su aspecto había tenido cierto estilo, aunque absurdo, pero ahora ya no lo controlaba. La línea negra alrededor de los ojos ya no estaba tan nítidamente dibujada. Tenía el pelo tan graso que en la raya se le veía más claramente la raíz marrón. Había recuperado el jersey que había prestado a Adrian. Mientras contestaba a las preguntas del camarero, toqueteaba ansiosamente el logo del club de fútbol Vålerenga que llevaba sobre el estómago. Daba rápidos golpes con los tacones. Aún llevaba puestos los calcetines rojos de Adrian.
Veronica no llevaba nunca bolso.
Qué extraño.
En mi caso tengo varios bolsillos en distintos lugares de la silla de ruedas que hacen innecesario un bolso. Además, muy rara vez uso maquillaje. Cuando podía andar, solía arreglármelas con los bolsillos de la chaqueta.
Las mujeres que se maquillan no pueden ir sin bolso. Kari Thue, por ejemplo, no soltaba nunca ese ridículo bolsito con correas a modo de mochila. Lo agarraba como si estuviera custodiando las joyas de la corona. Miré hacia la mesa donde se habían congregado ella y sus partidarios. De las cinco mujeres allí sentadas, cuatro tenían bolsos que colgaban del respaldo de la silla o estaban colocados a los pies de sus dueñas. Kari Thue había dejado el suyo sobre las rodillas.