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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: 1222
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No respondí y marqué el número del papel. Sonó dos veces antes de que alguien contestara. Se oyó la voz de un hombre.

Yo ya no oía ni el vendaval ni los ruidos de los tres cocineros en la cocina. Ya no notaba la molesta corriente. Al contrario, sentía cómo el calor invadía mi cuerpo y cómo se me aligeraba la cabeza.

Me quedé sin pensamientos.

Más adelante me arrepentiría de haber colgado, de no haber pronunciado ni una sola palabra y de haber cortado la conexión cuando el hombre me preguntó por segunda vez quién llamaba. Cuando más tarde ese mismo día intenté llamar de nuevo, una voz mecánica me respondió: «Este abonado ha cambiado de número. Este abonado ha cambiado de número. Este abonado ha cambiado de número».

El robot no facilitaba el nuevo número.

Debería haber dicho algo cuando tuve la oportunidad. Porque el hombre al otro lado de la línea resultó fácil de reconocer. Había cogido el teléfono él mismo, y se había presentado con su nombre completo, sin intermediarios, sin secretario de Estado, consejeros o «espere un momento, por favor, y le pondré con el ministro».

El número que le había dado un desconocido a Berit Tverre un par de minutos antes de descarrilar el tren era el del teléfono móvil personal del ministro noruego de Asuntos Exteriores.

O de un fantástico imitador.

Fuera como fuera, yo no entendía absolutamente nada.

6

—¿Quién era?

—Nadie.

—¿Nadie? ¡Pero si he oído contestar a alguien!

—No era nadie —repetí buscando en las llamadas recibidas de Magnus Streng.

Con un par de pulsaciones el número que acababa de marcar quedó borrado de la memoria del teléfono móvil. Le alcancé al doctor el elegante aparato gris. Él lo cogió y lo miró de modo inquisitivo, como si esperara que el dispositivo se pusiera a hablar por su cuenta.

Me metí el papel en el bolsillo del pantalón.

—Esto ha sido completamente irrelevante para la situación en que nos encontramos —dije—. Continuemos.

—¿Continuar?

—Geir —dije con un intenso suspiro—. Tienes una fea tendencia a repetir mis palabras.

—Y tú tienes una fea tendencia a no contestar a lo que pregunto.

—Vaya —dije—. Vaya, vaya.

Geir abrió la boca, y puedo apostar lo que sea a que estaba a punto de repetir de nuevo mis palabras, con una enorme interrogación detrás de la palabra vaya. Recapacitó.

—Creo que debemos dejar que la loca del ático se las arregle sola —dije con una sonrisa—. O el loco. Sea como sea debemos volver a lo nuestro. Dejemos a la gente del piso de arriba en paz. No tienen nada que ver con el asesinato de Cato Hammer. Y mucho menos con el vendaval. Por cierto…

Era evidente que Geir tuvo que contenerse para no prorrumpir en una nueva sarta de preguntas. Sonreí a Berit, y señalé la recepción con un gesto de la cabeza.

—Estoy admirada de la mentira que has contado ahí dentro. Ha sido muy sensato por tu parte. De hecho, la gente parecía creerte. Tal vez debido al infarto del anciano. Nos recordó a todos nuestra vulnerabilidad. La rapidez con la que pueden ocurrir las cosas. Lo frágil que es la vida… En general, no estoy a favor de contar mentiras, pero en este caso…

—Estás a favor de callarte —dijo Geir.

—Bueno, sí —continué, encogiéndome de hombros—. En este caso ha estado muy bien ofrecer una mentira. Probablemente. A juzgar por la histeria que se desató al llegar esos chicos corriendo, Dios sabe lo que podría haber sucedido si la gente se hubiese enterado de que se había perpetrado una ejecución pura y dura. Por cierto, ¿cómo podías estar tan seguro de que no habían oído tiros? Por lo que he podido ver, has salido corriendo de la cocina, no de las escaleras.

—Pura conjetura —contestó Geir—. He supuesto que se equivocaban. Resulta bastante evidente que la gente de arriba es profesional. Y no es muy profesional ponerse a pegar tiros a dos chicos a los que seguramente se podría ahuyentar con un par de gritos. En general, no resulta muy profesional pegar tiros a dos chicos desarmados. Además… —se rascó la nuca e hizo un gesto con la boca que no fui capaz de interpretar del todo—… si realmente
habían
oído tiros, era muy importante hacerles creer que estaban equivocados.

—Debo volver dentro —dijo Magnus Streng tras una pausa que nos resultó embarazosa a todos—. Con mis pacientes. Hay que cambiar vendajes, examinar roturas de piernas. Allí soy mucho más útil que aquí. Si se me permite la inmodestia. Adiós, damas y caballeros.

Me reí un poco y le dije adiós con la mano. Magnus Streng era un hombre al que se le dice adiós con la mano. Magnus Streng era, en suma, una persona a la que resultaba imposible despreciar, a pesar de todos mis esfuerzos en esa dirección. Al contemplar su extraña figura acercarse a la puerta de la cocina, decidí dejar de intentarlo. La amabilidad y el arcaico lenguaje del doctor Streng estaban totalmente desfasados. Al mismo tiempo tenía un aire de caballero antiguo; a veces demasiado insistente y otras un poco ridículo, y, no obstante, Magnus Streng era un hombre amable, que tenía que gustarte. No me topo a menudo con hombres así. No me permito toparme con ese tipo de hombre a menudo. No quiero.

—¡Hola!

Me estremecí cuando Geir agitó una mano ante mis ojos.

—¿Dónde está Berit? —murmuré.

—A veces pareces estar en trance —dijo Geir. No pude determinar si estaba irritado o preocupado—. Se ha ido. ¿No te has dado cuenta?

No contesté, pero lo miré fijamente, como si no lo hubiese visto en la vida. Sus ojos eran de un color indefinible, entre grises y marrones. Tenía la tez más oscura de lo que cabría esperar por la estación del año. Debajo de la incipiente barba negra se dibujaba una parte gris clara de piel seca. Debía de ser más joven que yo; el sol, el viento y el frío le habían causado profundas arrugas alrededor de los ojos y en la frente. No la edad. Supuse que tendría unos cuarenta años. Me había fijado en que siempre masticaba rapé, pero en ese momento sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos. Me ofreció uno. El hecho de que aceptara nos sorprendió a los dos. Me metí el cigarrillo en la boca y me incliné hacia delante para que me lo encendiera. Los dos dimos la espalda al ruido de cacerolas de la cocina.

La primera calada.

Nunca te olvidas de lo bien que sabe.

Todos los cigarrillos deberían apagarse tras la primera calada.

—Hace mucho, ¿no? Geir sonrió y se encendió uno para él.

—Muchos años. Tengo una niña.

—Yo también. Tres. Sin embargo fumo. Por regla general a escondidas.

Se echó a reír ruidosamente; esa risa alegre, como de chica.

Geir seguía oliendo bien. El olor a algo en lo que yo no quería pensar, pero que en ese momento era tan fuerte que no podía dejar de pensar en él.

Hubo un tiempo en que tuve a alguien llamado Billy T. Era mi mejor amigo, y por eso tuve que rechazarlo. En mi vida apenas me cabe Nefis. El hecho de que nos sea posible llevar una convivencia a veces incluso buena y segura se debe a que ella es la única persona del mundo que domina el arte de estar cerca y completamente ausente a la vez.

Y luego está Ida. Ella tiene los ojos azul claro y me mira con un amor que nunca creí que existiera. Ida sigue creyendo que soy una buena persona. Pero aún no ha cumplido cuatro años.

En nuestra pequeña familia tenemos además una especie de ama de llaves, un viejo gorrión con el ala herida que vino para quedarse, aunque en realidad nadie la invitara a hacerlo. Pero yo no quiero a Marry. Simplemente existe, como un mueble humano con quien he aprendido a convivir.

Para mí es más que suficiente: Nefis, Ida y una cansada prostituta que ha dejado de beber y que nos hace la comida.

Ya no pienso nunca en Billy T.

Tal vez fuera el olor de Geir Rugholmen. Tal vez fuera el ruido ininterrumpido de las fuerzas de la naturaleza que golpeaban Finse 1222, y a la vez nos apiñaba, convirtiéndonos en algo más que ciento noventa y seis individuos. Mejor dicho, ciento noventa y cuatro, pues Cato Hammer y Elias Grav ya habían abandonado el censo. Tal vez fuera por eso. Dos dramáticas muertes en menos de veinticuatro horas eran demasiadas, incluso para mí.

Alguna vez en el pasado vadeé entre cadáveres. En un par de ocasiones literalmente.

La verdad era que había perdido la costumbre. De trabajar en la policía así como de todo lo demás.

Me había costado demasiado dejar que la gente se me acercara, de manera que dejé de intentarlo. Ahora, después de tantos años de aislamiento autoimpuesto, empecé a entender lo agotador que resultaba mantener a las personas a distancia. Y pensé en Billy T. por primera vez en muchísimo tiempo.

—Lo estás haciendo otra vez —dijo Geir apagando el cigarrillo en el suelo con el talón.

—¿El qué?

—Desconectar.

—No deberías tirar la colilla aquí —dije—. Al fin y al cabo nos encontramos en una especie de cocina.

Alargó la mano para coger mi colilla, la dejó caer al suelo y la pisó, antes de recoger las dos.

—¿Qué piensas de esos de ahí arriba? —pregunté lentamente.

Frunció el ceño.

—¡Hace un momento has dicho que nos olvidáramos de ellos!

—Sí. Pero ahora estamos solos. ¿Qué piensas?

—Todo y nada. Realmente no puedo imaginarme de quién se trata.

—Entonces no has estudiado muy de cerca los hechos.

—¿Cuáles son?

De repente apareció el cocinero en la gran abertura que daba a la cocina. Con los brazos en jarras y cara de enfado.

—¿Hay alguien
fumando
aquí?

—No —contestamos Geir y yo al unísono.

Geir se metió las colillas discretamente en el bolsillo. Me descubrí rezando para que no se hubieran apagado del todo.

—Esto apesta —dijo el cocinero frunciendo la nariz—. Si vuelve a ocurrir, quedará absolutamente prohibido usar esta zona para reuniones. ¿Entendido?

Los dos murmuramos sinceras promesas.

El hombre volvió al trabajo. Yo podría haber soltado los frenos de la silla y dar las gracias por el cigarrillo. Podría haber vuelto a la recepción a esperar con impaciencia el almuerzo. Tenía muchas maneras de poner de mal humor a Geir.

Pero opté por afirmar:

—Son noruegos. Tienen algo que por alguna razón requiere una vigilancia extrema. Un objeto o una persona.

—Una persona —dijo Geir muy decidido, sentándose en el taburete que había dejado Berit—. No pudieron traer el equipaje del tren. Toda esa vigilancia de allí arriba no tendría ningún sentido si el objeto vigilado se hubiese quedado entre los restos de un tren vacío.

—Podría tratarse de un objeto pequeño. Podrían haberlo llevado encima.

—Si fuera un objeto pequeño, habrían podido vigilarlo aquí abajo, sin necesidad de atrincherarse en un apartamento.

—Exacto.

—Pero acabas de decir… Yo pensaba…

—No hago sino mencionar la posibilidad. Pero estoy de acuerdo contigo. Arriba hay una persona que necesita vigilancia. ¿De quién se trata?

—¿Cómo?

—¿Quién necesita una estrecha vigilancia?

—Los políticos, la casa real, los superfamosos…

—Estamos en Noruega —lo interrumpí—. Ningún político o persona real necesita esa clase de vigilancia. Y apenas tenemos superfamosos. Además, incluso Madonna y Robbie Williams habrían rechazado este follón. Habrían preferido…

—Un preso —interrumpió.

—Exacto. Un preso. Puesto que el Ferrocarril Nacional Noruego no habría colaborado más que con las autoridades oficiales en algo tan irregular como acoplar un vagón extra al tren normal, debemos deducir que se trata de un transporte de presos.

La corriente de aire que se colaba por la puerta estaba empezando a molestarme. Me dolían los músculos y me arrepentí de haber dejado el chaquetón de plumas en la recepción.

—Un preso al que hay que trasladar —concluí—. ¿Cómo se traslada a un preso?

—¿Cómo se traslada a los presos?

Esbocé una leve sonrisa. Antes de darme tiempo a señalarle que de nuevo caía en su mala costumbre, él prosiguió:

—En avión. En coche. Pero… ¿en tren?

—Es muy poco práctico —contesté—. Tienes razón. De hecho, jamás he oído hablar de algo así. El tren está limitado por las vías. Lo conducen otros. Se pone en marcha y se para según un horario fijo. También pasa algo parecido con los aviones, claro, pero al menos van más deprisa.

—Tal vez el prisionero tenga miedo a volar.

—Entonces se puede ir en coche, es así de fácil. Aunque cruzar la montaña en invierno no sea precisamente un viaje de placer, viajar en coche sería mucho más sencillo que acoplar un vagón extra a un tren lleno de civiles. A decir verdad…

Miré fijamente, tal vez con añoranza, el paquete de cigarrillos en el bolsillo de su pecho. Se lo sacó y me dio uno.

—No. No quiero que me riña el cocinero.

—Ibas a decir la verdad.

—Sí. Ya hemos sacado la conclusión de que debe de ser un preso. Y con tanto alboroto, podemos deducir que se trata de un preso de alto riesgo. Y entonces…

El frío resultaba realmente molesto. Me eché el aliento a las manos para calentarlas. El calor me hizo estremecerme.

—Nadie —dije con énfasis—, ningún representante de la ley de este planeta transportaría voluntariamente a un preso de alto riesgo en un tren de pasajeros, y mucho menos en el ferrocarril de Bergen en invierno. Al parecer, conocían los peligros que implican los vendavales y la nieve, ya que traían su propia moto. Impresionante. Y este detalle nos dice más que muchas otras cosas. Se trata de un viaje que han emprendido con muy pocas ganas. Un viaje planificado durante mucho tiempo. Un viaje que les ha asustado lo indecible.

—Entonces, ¿por qué lo emprendieron? ¿Y de quién estás hablando? ¿La policía? ¿El ejército? ¿Las autoridades penitenciarias? ¿Por qué no podían simplemente…?

De repente se detuvo al verme sonreír abiertamente por primera vez. Tal vez mi sonrisa lo asustara.

—No tuvieron elección —declaré, y empecé a desplazarme con la silla hacia la puerta.

—Alguna elección tendrían.

—No en este caso.

Me giré a medias.

—No solo estamos hablando de un preso peligroso. También estamos hablando de un preso capaz de poner condiciones. La única explicación de por qué se eligió el tren es que el propio preso lo exigiera, por alguna razón que desconocemos.

Lo último era una burda mentira. La razón por la que un detenido iba a preferir ir a Bergen en un tren de pasajeros en lugar de en avión o en coche, resultaba más que obvia. Pero lo que iba a compartir con Geir Rugholmen tenía un límite. Al menos por el momento.

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