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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: 1222
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—Puede que solo quisiera charlar. Mostrarse agradable. Al fin y al cabo es un sacerdote, y Veronica no da la impresión de ser la chica más popular…

—¡Oye, no digas chorradas! Veronica conoce a un montón de gente. Gente famosa, quiero decir. Anda con muchos con los que tú solo puedes soñar. Además, es cinturón negro, segundo Dan de taekwondo. Ni te imaginas a la gente a la que enseña.

—Vale, vale. De acuerdo. Pero ¿por qué te has cabreado tanto hace un rato?

—A ti eso no te importa.

—Adrian…

—Joder. Y yo que pensaba que tú eras diferente.

—Gracias —dije.

Se tapó aún más la cara con el gorro.

—¿Gracias por qué?

—Por no haber dicho nada a nadie. De lo que hemos hablado esta mañana. De… ya sabes. He optado por fiarme de ti, y me alegra descubrir que no me he equivocado.

El chico vaciló. Yo había empleado un truco fácil, pero a Adrian nunca le habían dado confianza, y me veía obligada a recurrir a lo que fuera. Abrió y cerró la boca un par de veces antes de empezar:

—Dijo… ese cabrón dijo que…

Algo estaba sucediendo en la recepción.

—¡Le dispararon! —gritó una voz de chica—. Ese pastor no sufrió una hemorragia cerebral. ¡Le pegaron un tiro en la cabeza!

Adrian se volvió de golpe hacia la voz. Yo intenté levantar el cuerpo de la silla, apoyándome con fuerza en los reposabrazos. Pero no conseguí ver quién gritaba. Lo primero que advertí fue que estaba presenciando una reacción contraria al repentino pánico de la mañana, que había sido como una explosión. Eso más bien parecía una implosión. La gente se encerraba en sí misma. Nadie decía nada. Intenté abrirme paso hacia allí.

—Es verdad —dijo la misma voz llorosa—. Yo estaba dando una vuelta por ahí, nada más. Solo… El hombre tiene un enorme agujero en la cabeza, y…

Era la chica del equipo de balonmano que llevaba el chándal rojo.

—Bueno, bueno, tranquila…

Una voz de hombre intentaba consolarla.

—¿Es verdad? ¿Nos habéis mentido?

La voz de Kari Thue era inconfundible. Cambié de idea, y volví al sitio donde estaba. La gente que hasta ese momento se encontraba en el edificio anexo se nos estaba acercando. Se movían con lentitud, vacilantes, como si no quisieran creer la historia que iba de boca en boca, y que poco a poco les hacía apresurarse. Mikkel, el joven del pañuelo rosa, se estaba abriendo camino hacia la recepción. Con el rabillo del ojo vi a Adrian. Se había subido encima de la mesa donde estaban las cafeteras que habían sido rellenadas por cuarta vez después del desayuno. Por alguna razón el chico se había quitado el gorro, pero volvió a ponérselo rápidamente.

—¡Mentirosos! —gritó Kari Thue. Yo no podía ver a quién se dirigía, pero supuse que era a Berit Tverre, que se encontraba en el ojo del huracán—. ¡Tenemos derecho a saber que estamos encerrados con un… asesino!

Fue como si alguien hubiese subido al máximo el volumen de un botón gigante. Muchos se acercaron, tanto desde la escalera como desde el edificio anexo, donde el personal había empezado a preparar las mesas para el almuerzo. La gente se amontonaba, hablaba a la vez y se iba acercando al mismo punto: una aterrada chica de unos catorce años vestida de rojo que por curiosidad juvenil se había topado con los restos mortales de Cato Hammer.

Geir Rugholmen entró como un huracán procedente de la cocina. Se detuvo, respiró hondo, y pareció buscar a alguien con la mirada. Me buscaba a mí. Me miró fijamente durante varios segundos, antes de formular las siguientes palabras mudas:

—¿Qué hacemos ahora?

Podríais haber escondido el cadáver algo mejor, pensé. De repente me di cuenta de que yo no sabía dónde se encontraba. No lo había preguntado. Más adelante me enteraría de que habían colocado al pastor en la recepción de mercancías, junto a la cocina y a la puerta sin aislamiento que contenía el vendaval. Allí la temperatura era de diez grados bajo cero, de manera que desde el punto de vista de conservación era un buen lugar. Pero si pretendían mantener en secreto el asesinato, deberían haber buscado un sitio mejor. Tampoco me imaginaba qué opinaría el cocinero de tener un cadáver donde a diario recibía los productos frescos. Seguramente no sabía nada.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Geir de nuevo moviendo los labios en silencio.

Era incapaz de darle una respuesta.

2

—¡Lo único sensato es dividirnos! —gritó Kari Thue—. Tengo derecho a decidir de quién quiero fiarme. Con quién elijo estar encerrada. Al menos debemos formar dos grupos separados.

Me costaba dar crédito a mis oídos. Y a mis ojos. Debía de tener cara de tonta allí sentada, en el rincón junto a la cocina, con una taza de café colocada sobre un antiguo armario pintado, incrédula y boquiabierta, mientras cada vez más gente se iba reuniendo en torno a Kari Thue en el otro extremo de la habitación. Ya nadie se acordaba de la chica vestida de rojo. Ella había aportado su granito de arena, y había desaparecido de mi vista. Ojalá algún adulto la hubiera acompañado a su habitación. Por suerte, nadie miraba en mi dirección. Por primera vez desde el accidente, contemplé la posibilidad de pedirle a Geir que me ayudara a salir de allí. A una habitación para mí sola. Con una llave en la cerradura que me separara de los demás hasta que terminara el vendaval y pudiera regresar a mi casa de la calle Kruse sin tener que intercambiar una sola palabra con nadie. Incluso merecería la pena la humillación de ser llevada en brazos.

Pero Geir estaba ocupado en algo muy distinto.

Tras el accidente del tren la mesa larga se había convertido en una especie de tarima. Ahora Kari Thue se había subido al grueso tablero de madera y hablaba muy alto y muy deprisa, sin parar de gesticular, mientras Berit Tverre intentaba en vano hacerla bajar. Geir estaba abriéndose paso entre la gente para acudir en ayuda de la directora.

—Ya que tenemos acceso a dos edificios —gritó Kari Thue—, sugiero que un grupo se lleve la comida y la bebida que precise, y se vaya al edificio de apartamentos, mientras el otro grupo se queda aquí. Podemos bloquear los extremos del vagón de tren que une los dos edificios. También hay que poner guardias, claro. Yo me presto voluntariamente a formar parte de un comité de selección, que debe constar de… tres miembros. Tú…

Levantó un delgado dedo índice para señalar a la mujer que estaba tejiendo, y que se aferraba a su labor con aspecto de hacer todo lo posible para no derrumbarse.

—Y tú…

El dedo en forma de gancho apuntó hacia ese hombre de negocios que me resultaba familiar, pero que seguía sin ser capaz de identificar.

—Sugiero que durante una hora los tres hagamos un reparto con el que la mayoría se sentirá satisfecha. Según tengo entendido…

En este punto se le quebró la voz. Berit había conseguido agarrarla del brazo e intentaba bajarla de la mesa. Kari Thue se soltó bruscamente; Berit perdió el equilibrio y solo la gente que empujaba desde el otro lado de la mesa impidió que se cayera al suelo.

—¡Bájate! —gritó Berit—. ¡Ahora mismo! Aquí soy yo quien…

El resto de la frase desapareció en medio de la algarabía, y dejé de ver a la mujer. En la recepción se habían congregado unas cincuenta personas. Aún había tres veces ese número repartidas por los dos grandes edificios. Mikkel, el joven del pañuelo en la cabeza de la Taberna de San Paal, había colocado a su pandilla detrás de la multitud, donde se entretenían dando empujones a diestro y siniestro. Parecían totalmente indiferentes a lo que acababa de suceder, excepto como una oportunidad para divertirse. Algunas personas se pusieron a gritar que estaban de acuerdo con Kari Thue, otras intentaban ayudar a Berit. El sudafricano se había subido al alféizar y con un pie en la mesa pedía insistentemente a Kari Thue que se calmara. Yo solo captaba alguna que otra palabra en un noruego algo macarrónico, pero me bastó para entender que el hombre estaba seriamente preocupado. Además, con su traje gris a rayas estrechas, una camisa todavía limpia y una corbata de seda color burdeos con el nudo bien hecho, era el único entre los presentes que parecía tan aseado y correctamente vestido como en el momento de ocurrir el accidente. Le sirvió de poco. Kari Thue levantó la mano para golpearle, pero no acertó. Seguía hablando sin parar:

—¡Se trata de un violento asesino! ¡Estaremos mucho más seguros si nos dividimos! Tengo todo el derecho a elegir a quien quiera…

Geir se había subido de un salto al otro extremo de la mesa. Se apresuró hacia ella, agachó la cabeza al pasar por debajo de las lámparas que colgaban del techo, y sin mediar palabra, inmovilizó a la delgada mujer. La eterna y minúscula mochila de Kari Thue quedó enganchada entre la tripa de él y la espalda de ella, pero, por lo que pude ver, a él no le supuso ningún obstáculo.

—Tienes que tranquilizarte. ¡Y cállate la boca! —Para acentuar la gravedad de sus palabras, la apretó con fuerza y la levantó de la mesa—. ¿Lo entiendes? —gritó antes de susurrarle algo al oído.

No tengo ni idea de lo que le dijo, pero surtió efecto.

Kari Thue se desplomó como una lengua de trapo en sus brazos. Geir dejó que los pies de la mujer tocaran la superficie de la mesa antes de soltarla lentamente. Kari Thue no le pegó. No gritó. Tampoco lo hizo nadie más. Incluso la pandilla de jóvenes retrocedieron, como si de repente se hubieran dado cuenta de que podrían haber lastimado a alguien.

—Baja de la mesa —dije en voz alta—. Baja de la mesa, y decidiremos lo que vamos a hacer.

De repente estaba mirando a unas cincuenta caras que parecían más sorprendidas de que yo hubiera dicho algo que si me hubiese levantado y marchado. A decir verdad, yo misma estaba sorprendida.

—En primer lugar, la responsable de este lugar es Berit Tverre —afirmé—. Y en segundo lugar, la idea de dividirnos en dos grupos es totalmente inaceptable.

Ya que al fin abría la boca, debería haber dicho algo menos evidente. Mi voz sonaba extraña. Hacía mucho tiempo que no tenía necesidad de hablar tan alto. Por otro lado, me parecía que lo más importante no era lo que se decía, sino cómo se decía. Kari Thue se dejó ayudar a bajar de la mesa. Geir ya había bajado. La gente empezó a acercarse lentamente. Yo levanté las palmas de las manos y ellos se pararon como perros obedientes. Solo Kari Thue, Geir y Berit se abrieron paso entre el muro de gente que se encontraba a cuatro metros de mí. El sudafricano era el único que ya no quería formar parte de todo aquello. Se dirigió con paso airado hacia la escalera y desapareció. También me fijé en el kurdo, que estaba en la periferia del grupo, un poco alejado de los demás. Era el único que había dejado de mirarme y, en cambio, contemplaba un cuervo colocado en una vitrina junto a la recepción. El hombre tenía la vista clavada en los ojos resplandecientes del pájaro, y al parecer no tenía ningún interés por nada más en la estancia. La mujer del hiyab, que yo pensaba que era su esposa, estaba a su lado. Al encontrarme con su mirada vi algo que no entendí del todo. Hasta entonces había parecido extremadamente reservada, un ser tímido que evitaba cualquier intento de aproximación por parte de los demás. Ahora me miraba directamente. Sus ojos eran grandes y verdes, con manchas marrones. Me di cuenta de que no la había mirado de cerca hasta entonces. El hiyab atraía toda la atención. Lo cual sin duda era lo que se pretendía. Su rostro era ancho sin ser masculino; fuerte y sorprendentemente franco, con facciones simétricas y una expresión que era incapaz de interpretar.

—Continúa —susurró Geir; no me había percatado de que se me había acercado.

—¿Y quién coño ha dicho que tú vas a decidir nada?

Mikkel se me adelantó. Parecía descontento incluso cuando sonreía. Estaba al lado de Kari Thue con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza echada hacia atrás para subrayar mi estatus de inválida.

—Yo no decido —dije—. La que decide es Berit Tverre.

—¿Y eso quién lo ha decidido?

He de admitir que tengo un montón de prejuicios.

Antaño opinaba que merecía la pena intentar combatirlos. Los últimos años ni me he molestado. Me he rendido, por así decirlo. Como casi siempre me quedo en casa, no tiene sentido gastar energías en intentar ser mejor persona. Además, probablemente es demasiado tarde. Me estoy acercando a los cincuenta a toda velocidad. Dentro de tres años sobrepasaré el medio siglo, y prefiero dedicarme a otras cosas que a mostrar comprensión a niños de papá forrados. Mikkel tendría quince años menos que Kari Thue, pero se dejaba devorar desinhibidamente por la mirada de esa mujer que parecía controlarse para no tocar al chico.


Yo
lo he decidido —contesté—. Con el consentimiento de todos los que conservan la cabeza. Somos los huéspedes de Berit Tverre. Empieza tú también a comportarte como tal.

—Vivimos en una democracia —dijo Kari Thue en voz alta—. En una democracia que no deja de existir solo porque estemos aislados. Si la mayoría está de acuerdo conmigo en que lo más seguro sería…

—No lo sabrás nunca —dijo Berit dando unos pasos hacia delante—. Porque no vamos a hacer ninguna votación. Hanne Wilhelmsen tiene toda la razón. Sois mis huéspedes. Yo decido. Y ahora decido que…

El estallido que la interrumpió pareció venir de otro mundo.

Con el paso de las horas, todos nos habíamos acostumbrado al ruido de la tormenta: a sus golpes en las paredes y al intenso aullido del viento por las esquinas y salientes del hotel y sus edificios anexos. El estruendo del vendaval se había convertido en una especie de ruido de fondo que reconocíamos, como el embate de las olas en la costa o el constante bramido de la cascada junto a un viejo molino.

Eso fue algo muy distinto.

Primero creí que se trataba de una fuerte explosión. Resonó en mis oídos e hizo temblar las paredes. Las fuertes vibraciones en el suelo sacudieron la silla de ruedas. Se oyó un tintineo de copas y vasos procedente del Milibar. El setter, que en ese momento era el único perro que yo podía ver, se levantó con un aullido, antes de tirarse sobre los gruesos tablones del suelo. Como si pensara que el techo fuera a caérsele encima. No era el único. La gente se refugiaba debajo de la mesa larga. Otros corrían hacia el edificio anexo, lo que no parecía mala idea, pues el tremendo ruido procedía del otro lado de la recepción. Geir y Berit corrieron contracorriente y se encontraron junto a la escalera. Los perdí de vista cuando Mikkel y su pandilla me pasaron a toda prisa por delante para bajar a la Taberna de San Paal. Solamente Kari Thue se había quedado inmóvil. Sollozaba, tapándose la cara con las manos. Sus hombros eran estrechos y tan delgados que parecían cortar la fina tela de su blusa. Estaba esperando la muerte, y en una situación diferente es probable que me hubiese dado pena.

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