1222

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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: 1222
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A 1222 metros sobre el nivel del mar, doscientos viajeros de un tren atrapado en la nieve se preparan para pasar la noche en un viejísimo hotel de montaña mientras se cierne sobre ellos la peor tormenta de nieve de la historia de Noruega. Pero no es la tormenta lo más peligroso esa noche. Casi en seguida uno de los de los pasajeros aparece muerto, asesinado. Atrapados como están, la inspectora de policía jubilada Hanne Wilhelmsen se esforzará en encontrar al culpable antes de que este vuelva a atacar. Pero Hanne también tendrá que vencer a sus propios demonios. Su particular búsqueda de la verdad ya le ha costado el amor de su vida, su carrera en el Departamento del Ministerio de Justicia así como un balazo en las costillas…

¿Es prudente seguir investigado por su cuenta? ¿O mejor esperar a que lleguen los refuerzos? Mientras tanto crecen los rumores de que el tren transportaba una carga secreta. ¿Por qué el último vagón está cerrado? ¿Y por qué está sellada la entrada al último piso del hotel? Y, sobre todo, ¿volverá el asesino a actuar?

Anne Holt

1222

Hanne Wilhelmsen - 8

ePUB v1.0

Crubiera
24.04.13

Título original:
1222

Anne Holt, 2007.

Traducción: Kirsti Baggethun Kristensen y Asunción Lorenzo Torres

Diseño portada: Headdesign / Gemma Martínez / Random House Mondadori

Ilustración portada: Corbis y Alamy

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.1

Este libro tiene una parte seria y mucho de diversión, Johanne.
Por eso es mi primer librito para ti

0 EN LA ESCALA DE BEAUFORT

CALMA

VELOCIDAD DEL VIENTO: 0,0 − 0,2 m/s

Los copos de nieve caen más o menos en vertical,
a menudo en un movimiento pendular.

1

Como el maquinista fue el único que murió, no se puede hablar de catástrofe. Cuando debido a un fenómeno meteorológico que sigo sin entender del todo el tren descarriló y no entró como debía en el túnel de Finsenut, había 269 personas a bordo. Un maquinista muerto constituye solo un 0,37 por ciento del número total del grupo. Teniendo en cuenta las circunstancias, fuimos muy afortunados. Aunque en el choque hubo muchos heridos, la mayoría fueron leves: piernas o brazos rotos, traumatismos craneales, arañazos, magulladuras y pequeños cortes, claro; apenas hubo una persona en el tren que no quedara físicamente marcada por el choque. Pero, como ya he señalado, solo una víctima mortal. Y sin embargo, por los gritos que atravesaron el tren en los minutos siguientes al accidente, podía parecer que se trataba de una gran catástrofe.

Permanecí mucho rato sin hablar con nadie. Estaba convencida de que era una de los pocos supervivientes, y además tenía en los brazos un bebé desconocido. Me llegó por los aires desde atrás cuando ocurrió el choque, me rozó el hombro y dio contra la pared que había justo delante de mi silla de ruedas, antes de aterrizar sobre mis rodillas con un suave golpe. En un acto reflejo abracé el bulto, que no paraba de chillar. Volví a respirar y noté el seco olor a nieve.

La temperatura descendió en un espacio de tiempo asombrosamente breve, pasando de un desagradable calor estático a un frío de esos que causan daños por congelación. El tren se inclinó. No mucho, pero lo bastante como para que empezara a dolerme un hombro. Iba sentada en la parte izquierda del compartimento, y era la única usuaria de silla de ruedas de todo el tren. Una pared de un blanco grisáceo hacía presión contra la ventanilla de mi lado. De repente comprendí que nos habían salvado las enormes cantidades de nieve; sin ellas, el tren habría volcado.

El frío resultaba paralizador. En Hønefoss, a cincuenta kilómetros de Oslo, me había quitado el jersey. Ahora llevaba solo una camiseta y apretaba contra mi pecho a un bebé, mientras constataba que estaba nevando dentro del compartimento. Tenía la piel desnuda de los brazos tan fría que los copos que se arremolinaban se posaban en ella un helado segundo, antes de derretirse. Todas las ventanillas del lado derecho del vagón se habían roto.

El viento debía de haber aumentado en los escasos minutos transcurridos desde que el tren se había detenido en la estación de Finse para que los pasajeros subieran y bajaran. Solo habían bajado dos. Cierto es que me había fijado en cómo se encogían contra el temporal cuando recorrían el andén en dirección a la entrada del hotel, pero no parecía peor que el mal tiempo habitual en alta montaña. Allí sentada, con mi jersey envolviendo al bebé, e incapaz de alcanzar mi chaquetón, temía que el viento fuera tan fuerte y la nieve tan fría que muriéramos congelados en poco tiempo. Me incliné lo mejor que pude sobre el bebé. Ahora, al volver la vista atrás, no sabría decir cuánto tiempo permanecí allí sentada, sin dirigirme a nadie, sin decir nada, con los gritos de los otros pasajeros como fragmentos inconexos de sonido en el rugido compacto del vendaval. Tal vez transcurrieran diez minutos. Probablemente solo unos segundos.

—¡Sara!

Una mujer nos miró colérica a mí y al bebé, que era todo rosa, desde el jersey hasta los minúsculos calcetines. También los pequeños puños que yo intentaba proteger con las manos y la carita furibunda que no paraba de chillar tenían un delicado color rosa.

La cara de la madre, en cambio, estaba roja como la sangre. Un profundo corte en su frente sangraba copiosamente. Eso no le impidió, no obstante, arrancarme a la niña. El jersey se me cayó al suelo. La mujer envolvió al bebé en una manta con tanta habilidad y rapidez que no podía tratarse de su primer hijo. Tapó la cabecita con la manta, apretó el bulto contra su pecho y me gritó en tono acusador:

—¡Me caí! Iba hacia la parte delantera del vagón, y en ese momento me caí.

—Todo irá bien —dije yo, despacio; tenía los labios tan rígidos que me resultaba difícil hablar—. Su hija, al parecer, está ilesa.

—Me caí —sollozó la madre, intentando darme patadas sin alcanzarme—. ¡Sara se me cayó! ¡Se me cayó!

Liberada del pesado bebé, cogí el jersey y me lo puse. Aunque iba camino de Bergen, donde me esperaban una lluvia torrencial y dos grados de temperatura, me había llevado una chaqueta de plumas. Por fin conseguí bajarlo de la percha, donde milagrosamente seguía colgado. A falta de gorro, me até la bufanda alrededor de la cabeza. No tenía guantes.

—Relájese —dije metiendo las manos por las mangas de la chaqueta—. Sara está llorando. Es buena señal, creo. Peor está…

Hice un gesto en dirección a su frente. Ella no lo vio. La niña seguía chillando, y no se dejaba tranquilizar, a pesar de que la madre intentaba resguardarla del frío con su chaquetón de piel demasiado estrecho. La sangre seguía chorreándole de la frente y me atrevería a jurar que se congelaba antes de llegar al suelo inclinado, que ya estaba resbaladizo de nieve, sangre y hielo. Alguien había pisado un cartón de zumo de naranja. El trozo de hielo amarillo yacía como una enorme yema de huevo en medio de la blancura.

Mi cuerpo no entraba en calor. Al contrario, era como si la ropa de abrigo empeorara la situación. Es cierto que el entumecimiento iba desapareciendo poco a poco, pero fue sustituido por una aguda picazón. Temblaba tanto que tuve que apretar los dientes para no lastimarme la lengua. Sobre todo quería dar la vuelta a la silla de ruedas, para poner caras a todos los gritos, al llanto de una mujer que debía de estar justo detrás de mí y a la cascada de maldiciones y blasfemias procedente de una voz que sonaba como si perteneciera a un adolescente. Quería enterarme de cuántos muertos había, de la magnitud de las lesiones de los supervivientes, y de si sería posible tapar las ventanas por los sitios por donde estaba entrando la ventisca, que arreciaba por segundos.

Quería volverme, pero era incapaz de sacar las manos de las mangas del chaquetón.

Quería mirar el reloj, pero no soportaba la idea del frío en la piel. El tiempo me resultaba igual de confuso que los torbellinos de nieve fuera del vagón, un caos gris con rayos azules de los tubos de luz del compartimento, que ya habían empezado a parpadear. No entendía cómo podía hacer tanto frío. Debía de haber transcurrido más tiempo desde el choque del que yo pensaba. Debía de hacer más frío de lo que el maquinista había informado por los altavoces al entrar en la estación de Finse. Había advertido a los fumadores que estábamos a veinte grados bajo cero y no era cuestión de aprovechar los dos minutos de la parada para fumar en el andén. El hombre debía de haberse equivocado. He estado muchas veces a veinte grados bajos cero. Nunca lo he sentido como esa vez. Esa vez hacía un frío mortal, y mis brazos se negaron a obedecer cuando por fin decidí mirar el reloj.

—¡Hola!

Un hombre acababa de forzar las puertas automáticas de cristal que había junto a las bandejas para el equipaje. Estaba con las piernas separadas en el suelo inclinado, llevaba traje de moto de nieve, un enorme gorro de piel con orejeras y un par de gafas alpinas amarillas.

—¡He venido a rescatarlos! —gritó en el dialecto del lugar, bajándose las gafas hasta el cuello—. ¡Mantengan la calma! ¡El hotel está aquí al lado!

No se me ocurría qué podía hacer un solo hombre en un compartimento lleno de gente gimiendo. Y, sin embargo, fue como si su mera presencia tuviera un efecto tranquilizador en todos nosotros. Incluso el bebé de rosa dejó de llorar. El chico que llevaba profiriendo maldiciones sin parar desde el choque gritó la última:

—¡Joder, ya era hora de que viniera alguien! ¡Me cago en la madre que te parió!

Y con eso se calló.

Puede que me quedara dormida. Tal vez estuviera a punto de morir congelada. Al menos el frío ya no me molestaba tanto. He leído sobre eso. Aunque no quiero decir que notara ese calor agradable y somnoliento que según dicen inicia la muerte por congelación, lo cierto es que ya no me castañeteaban los dientes. Era como si mi cuerpo hubiese decidido cambiar de estrategia. Ya no quería luchar y temblar. En cambio, notaba cómo un músculo tras otro cedía y se relajaba. Al menos en la parte del cuerpo donde aún tengo movilidad.

No sé con seguridad si me dormí.

Pero hay algo que no recuerdo. Nuestro salvador debió de ayudar a bastantes heridos antes de que yo me despertara sobresaltada.

—Qué diablos…

Estaba inclinado sobre mí. Su respiración me quemaba la mejilla, y creo que sonreí. Al instante se puso en cuclillas y observó detenidamente mis rodillas. O en realidad fue mi pierna lo que miró.

—¿Eres paralítica? ¿Tienes las piernas paralizadas? De antes, quiero decir.

No me dio la gana de contestarle.

—¡Johan! —gritó de repente, sin levantarse—. ¡Johan! ¡Ven aquí!

Eso significaba que ya no estaba solo. Oí el motor de un coche a través de la ventisca, y con las ráfagas de viento de fuera entró un suave olor a gases de tubo de escape. El ruido iba y venía, se oía cada vez más fuerte, para luego desaparecer, lo que me hizo pensar que habría muchas motos de nieve en marcha. El tal Johan se puso de rodillas y se rascó la barba al ver lo que su compañero le señalaba.

—Tienes la pierna atravesada por un bastón de esquiador —dijo por fin.

—¿Qué?

—Tienes un bastón de esquiador atravesándote la pierna.

Ladeó la cabeza fascinado.

—La ruedecilla se ha roto con el golpe y te presiona el pantalón, pero lo que es el propio bastón…

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