—¿De qué se trata?
—No te lo puedo decir. Éste es un punto de desventaja. Temo que tendrás que fiarte de mí.
Su padre se reclinó en el respaldo y sonrió como ante un chiste.
—Contigo la palabra fiarse me parece como mínimo exagerada. ¿Por qué debería fiarme?
—Porque te pagaré.
La sonrisa se transformó en una mueca. Cuando se hablaba de dinero, el señor Wade entraba en su coto de caza favorito. Y Russell sabía que en ese territorio había pocos que estuvieran a su altura.
—¿Con qué dinero, propinas?
Russell le devolvió la sonrisa.
—Tengo algo que te gustará más que el dinero.
Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un papel doblado en tres. Lo extendió, se levantó del sillón y lo dejó sobre el escritorio. Jenson Wade cogió las gafas que había posado en la mesa, se las puso y leyó el papel.
Por la presente, el abajo firmante se compromete, desde el primer día del próximo mes de junio, a trabajar en las dependencias de Wade Enterprise durante tres años por la cifra de un dólar mensual.
Russell Wade
Russell vio la sorpresa recorrer la cara de su padre. La idea de tenerlo en su poder y de poder humillarlo a placer debía de ser una perspectiva alentadora. La imagen de Russell con un mono de trabajo limpiando los suelos y los baños, le habría dado una buena alegría.
—Supongamos que acepte. ¿Qué debería hacer?
—Tú tienes muchas relaciones en Washington. O, mejor aún, hay muchas personas en tu... lista de deudores, tanto en la política como en el ejército.
Tomó el silencio de su padre como una satisfecha admisión de su poder.
—Yo estoy siguiendo una pista, pero me he bloqueado ante un muro que no puedo derribar solo. Quizá gracias a ti pueda sortearlo.
—Sigue.
Russell se acercó al escritorio. Sacó del bolsillo las dos fotos, la del chico con el blindado y la que estaba con el gato. Antes de darle los originales a Vivien, las había escaneado y había impreso una copia de seguridad. Entonces se había sentido bastante culpable, pero ahora estaba contento de haberlo hecho.
—Es algo que tiene que ver con la guerra de Vietnam, a partir de 1970. Tengo el nombre de un soldado, Wendell Johnson, y estas fotografías de un hombre desconocido, pero que prestaba servicio junto a Johnson. Creo que los dos estuvieron metidos en algo extraño, algo que todavía hoy está bajo secreto militar. Tengo necesidad de saber una cosa. Y de saberlo en el menor tiempo posible.
El magnate se tomó su tiempo para reflexionar, fingiendo que estudiaba las fotos. Russell ignoraba que no serían sus palabras las que convencerían al padre, sino el tono con que las había dicho. Era ese acento apasionado que sólo la verdad puede tener.
Su padre le señalaba el sillón frente al escritorio.
—Siéntate.
Cuando lo hubo hecho, Jenson Wade apretó un botón del teléfono.
—Señorita Atwood, póngame con el general Hetch, enseguida.
Mientras esperaba, pulsó otro botón para activar el altavoz. Russell pensó que ese gesto se sustentaba en dos razones. La menos relevante era permitirle escuchar la conversación que se produciría. La segunda, y fundamental, que estaba por ofrecerle al hijo una nueva demostración de lo que significaba su apellido.
Poco después, una voz ruda y ligeramente ronca invadió la habitación.
—Hola, Jenson.
—Hola, Geoffry, ¿cómo estás?
—Acabo de terminar mi partida de golf.
—¿Golf? No sabía que jugaras al golf. Debemos jugar una partida tú y yo.
—Estaría muy bien.
—Apúntalo en la agenda, amigo.
Hasta ahí llegaron los prolegómenos sociales. Russell sabía que cada año su padre gastaba fortunas para resguardarse de escuchas inconvenientes, por lo que también sabía que la conversación se desarrollaría sin ambages.
—Bien, ¿qué puedo hacer por ti?
—Necesito un gran favor. Un favor que sólo tú puedes hacerme.
—Veamos si puedo.
—Es algo de vital importancia. ¿Tienes papel y pluma a mano?
—Un momento.
Se oyó al general pedirle a alguien papel y lápiz. Enseguida volvió al teléfono, y al despacho de Wade.
—Dime.
—Apunta este nombre: Wendell Johnson. Guerra de Vietnam, desde 1970.
El silencio indicó que el general estaba escribiendo.
—¿Has dicho Johnson?
—Sí.
Jenson Wade esperó un momento antes de continuar.
—Estuvo metido, junto con un camarada de armas, en algo que está bajo secreto militar. Quiero saber de qué se trata.
Russell advirtió que su padre usaba casi las mismas palabras que las usadas por él cuando le formuló el pedido.
Fue un pequeño detalle que lo puso de buen humor.
En cambio, del otro lado del teléfono lo que llegó fue una enérgica protesta.
—Jenson, no pensarás que puedo meter las narices en...
Fue cortada de raíz por la voz dura del amo de la Wade Enterprise.
—Sí que puedes. Si lo piensas bien, verás cómo puedes.
Esa frase estaba repleta de referencias y sobrentendidos, algo que sólo a ellos dos pertenecía. El tono del general cambió de golpe.
—Está bien. Veré qué puedo hacer, Jenson. Dame veinticuatro horas.
—Te doy sólo una.
—Pero Jenson...
—Apenas sepas algo, me llamas. Estoy en Nueva York.
Jenson Wade colgó antes de que el general pudiese replicar. Se levantó de su sillón y echó una mirada fuera de la ventana.
—No nos queda más que esperar. ¿Has comido?
Russell tenía hambre.
—No.
—Le diré a mi asistente que ordene algo para ti. Ahora tengo una reunión en la sala de juntas. Estaré de vuelta para cuando llame Hetch.
Salió por la puerta sin agregar nada y dejó a Russell respirando el aire del despacho, impregnado de un aroma a puros caros, madera noble y pasadizos secretos. Se acercó a la ventana y contempló el infinito horizonte de techos dividido al medio por la cinta de East River, como una brillante carretera de agua bajo el sol.
Poco después entró la secretaria de antes con una bandeja. Una campana de plata protegía el plato, y a su lado había una pequeña botella de vino, una copa, pan y cubiertos. Puso la bandeja sobre la mesita de cristal frente al sillón.
—Aquí tiene, señor Russell. Me he tomado la libertad de ordenar un entrecot poco hecho. ¿Está bien?
—Perfecto.
Russell se acercó a la muchacha, que se había quedado de pie y lo observaba con curiosidad. De algún modo, su actitud era sugerente. Con una sonrisa y la cabeza levemente ladeada, con el cabello largo se tocó la barbilla.
—Eres una persona muy famosa, Russell. Y muy atractivo.
—¿Tú crees?
La mujer se acercó un paso y le metió una tarjeta en el bolsillo con una sonrisa.
—Me llamo Lorna. Éste es mi número. Si quieres, puedes llamarme.
La siguió con la mirada mientras se dirigía a la puerta. Antes de salir, ella se volvió otra vez. En su mirada persistía la invitación.
Russell se quedó solo. Se sentó y empezó a comer el entrecot, pero no tocó el vino. Se dirigió a una pequeña nevera empotrada en un mueble frente al sofá y cogió una botella de agua. En su mente reapareció un momento de sol, mar, viento y cercanía.
Con otra mujer.
«Pero dado que estás conmigo podemos decir que los dos estamos de servicio. Por lo tanto: nada de alcohol...»
Mientras comía, recordaba dos pésimas actividades para ser hechas al mismo tiempo, especialmente con los pensamientos que le cruzaban la mente. Se obligó a terminar la comida evocando el consejo de Vivien. No sabía cuándo tendría la posibilidad de volver a comer.
Se incorporó y volvió a la ventana. Se quedó todo el tiempo mirando el panorama, tratando de vencer la impaciencia y alejar de su mente el rostro de Vivien. En vano.
Lo sobresaltó la entrada de su padre. Russell miró el reloj y constató que había pasado casi una hora y media desde su salida hacia la reunión.
—Ha llamado el general. He pedido que me lo pasen aquí.
Se dirigió al escritorio con paso enérgico, se sentó y activó el altavoz.
—Aquí estoy. ¿Tienes noticias?
—Sí.
—¿De qué se trata?
—Una cosa normal de trapos sucios del ejército.
—¿Y qué es?
Se oyó un ruido de papel manipulado.
—Wendell Johnson. Nacido en Hornell el siete de junio de 1948. Allí vivía cuando fue movilizado. Servía en el Undécimo de Caballería Mecanizada, estacionado en Xuan-Loc. Calificación Uno-Y. Pertenecía al MOS, Military Occupational Specialty, que define y clasifica las tareas militares.
Russell hizo un gesto como para que su padre apretara al general.
—Vamos al grano. ¿Qué le pasó?
—Estos datos concernientes a la persona me los han dado por escrito. Del resto te diré lo que recuerdo. No he podido tener acceso directo al expediente. Pude llegar por vías transversales, por lo que sólo podré decirte lo que me han dicho. ¿De acuerdo?
—Sí, claro. Pero ¡hazlo, por el amor de Dios!
La voz del general se adecuó al apremio de su interlocutor.
—En 1971 el pelotón de Johnson participó en una acción al norte de Cu Chi, que había sido desaconsejada por los de inteligencia pero que igualmente fue dispuesta por los mandos. Aparte de Johnson y otro soldado, todos fueron abatidos. Los dos fueron hechos prisioneros y, después de poco tiempo, utilizados por el Vietcong como escudos humanos contra los bombardeos.
Russell hubiese querido formular él directamente las preguntas al general, pero no podía por motivos obvios. Cogió del escritorio un bloc de papel y una pluma y escribió «¿Y después?». Puso el papel ante su padre, que con la cabeza hizo un gesto de asentimiento.
—¿Y después?
—La persona que ordenó la incursión aérea, un tal comandante Mistnick, conocía la presencia de esos muchachos en ese lugar, se lo habían comunicado los pilotos de reconocimiento, pero fingió que no pasaba nada. Llegaron los aviones y rociaron la zona con napalm. En otras ocasiones, ese oficial había dado muestras de desequilibrio, por lo que fue dado de baja y se ocultaron los hechos, con el desagrado de todos, bajo el epígrafe de secreto militar. En ese período la opinión pública mundial nos acusaba por esa guerra. No me sorprende que las cosas hayan terminado como terminaron.
Russell escribió «¿Y esos dos?».
¿Qué sucedió con esos dos? —preguntó su padre.
—Johnson resultó completamente quemado y fue rescatado por las tropas que llegaron de inmediato. Lo salvaron por milagro y estuvo internado bastante tiempo en un hospital militar. No recuerdo dónde.
Un nuevo papel: «¿Y el otro?»
—¿Y al otro qué le pasó?
—Murió carbonizado.
Con mano temblorosa, Russell escribió la pregunta que más le interesaba: «¿Su nombre?»
—¿Sabes cómo se llamaba?
—Espera, lo tengo aquí...
Un nuevo ruido de papeles. Y después el coronel dijo un nombre:
—Matt Corey, nacido en Corbett Place el veintisiete de abril de 1948 y residente en Chillicothe, Ohio.
Russell apuntó esos datos con rapidez y a continuación alzó los brazos al cielo, exultante. Después miró a su padre y le mostró el pulgar alzado.
—Muy bien, Geoffry. Por ahora, te lo agradezco. Veámonos para esa partida de golf.
—Cuando quieras, viejo.
Un botón y la presencia del general Hetch fue borrada del despacho, dejando en el aire sus últimas palabras. Jenson Wade se reclinó en su sillón. Russell apretaba un papel con aquel nombre que tanto habían buscado.
—Debo ir a Chillicothe.
Su padre lo miró, apreciando a esa persona nueva y sorprendente que tenía delante. Después, con el índice señaló el techo.
—Éste es un edificio de oficinas y en la terraza tenemos un pequeño helipuerto. Puedo hacer que nuestro helicóptero te recoja dentro de diez minutos.
Russell no lo podía creer. El inesperado ofrecimiento de ayuda por parte de su padre le infundió una energía y una lucidez de las que no se creía capaz. Miró el reloj.
—Hasta Ohio serán más o menos ochocientos kilómetros en línea recta. ¿Llegaremos antes de que oscurezca?
Un gesto de hombros que valía millones de dólares.
—No hay problema. El helicóptero te llevará hasta el aeropuerto La Guardia, donde están los jet de la compañía. Haré que te lleven al aeropuerto más cercano a Chillicothe. Mientras estés de viaje, le diré a mi asistente que te busque un coche para que te espere cuando aterrices.
Russell se encontró, en pie frente al escritorio de su padre, frente al hombre a quien más había temido en su vida. Aunque creyó que no tenía palabras, dijo lo más obvio.
—No sé cómo agradecértelo.
—Tienes un modo...
Jenson Wade metió la mano en su chaqueta y del bolsillo sacó el papel con el compromiso de Russell. Lo dejó sobre el escritorio. Después, con una expresión satisfecha, volvió a reclinarse.
—Trabajarás para mí los próximos tres años, no lo olvides.
—¿Tienes un pitillo, tío?
Russell se despertó preguntándose quién demonios...
Una cara demacrada, con las mejillas cubiertas por una barba descuidada, estaba a un palmo de su propia cara. Dos pequeños y chispeantes ojos lo miraban. Un tatuaje subía desde el mugriento cuello de la camisa hasta la oreja izquierda. El aliento era de alcohol y dientes cariados.
—¿Qué?
—Si me das un cigarrillo.
De pronto, Russell recordó dónde se encontraba. Se sentó con un crujido de articulaciones. Una noche pasada en el catre de una celda no proporcionaba confort a ningún cuerpo. La noche anterior, cuando lo habían arrestado, ese tipo delgado y de mal aspecto no estaba. Debían de haberlo traído mientras él dormía. Estaba tan cansado que no había oído nada.
El hombre siguió a la caza de cigarrillos con su voz ronca.
—Venga... ¿tienes o no tienes un cigarrillo?
Russell se puso de pie. Instintivamente, el hombre retrocedió un poco.
—Aquí no se puede fumar.
—Joder, ya estoy en la cárcel. ¿Qué quieres que hagan, que me arresten? —Su compañero de infortunio subrayó la ocurrencia con una risotada llena de flemas.
Russell no tenía cigarrillos, tampoco humor para seguir hablando con aquel distinguido fumador.
—Déjame en paz.
El hombre vio que no conseguiría nada y, farfullando un incomprensible anatema, se tendió en el catre adosado a la pared. Se dio la vuelta y puso una chaqueta enrollada bajo la cabeza a modo de almohada.