—¿Qué significa lo que hay escrito detrás?
El hombre cogió la foto, miró la imagen y después leyó lo escrito.
—The King era el sobrenombre que se había puesto Wendell en broma. Supongo que Little Boss es el del otro muchacho. —Le devolvió a Vivien el añoso rectángulo de papel—. Le pido disculpas por haberle dicho que nunca había visto a ese chico, pero creo que la última vez que miré esa foto fue hace treinta años.
Volvió a apoyarse en el respaldo y Vivien advirtió que le brillaban los ojos. Tal vez su actitud un poco cínica fuera sólo un modo de defenderse. Quizás el hecho de no haber tenido más noticias de su hermano lo había hecho sufrir demasiado. Y ella había llegado para reabrir la vieja herida.
—¿No tiene idea de quién puede ser la persona que está con Wendell en la foto?
El hombre sacudió la cabeza. Su silencio valía más que mil palabras, porque quería decir que esa noche había vuelto a perder a su hermano.
Y, para Vivien, la sensación era que habían perdido el único rastro que tenían.
—¿Podemos quedarnos con esta fotografía? Le prometo que se la devolveré.
—Está bien.
Vivien se levantó y los otros advirtieron que su presencia en aquella casa no tenía más razón de ser. Lester Johnson parecía haber perdido toda la energía. Los acompañó a la puerta en silencio, tal vez reflexionando sobre qué poco basta para hacer aflorar los recuerdos y cuánto daño pueden hacer.
Cuando Vivien estaba por salir, le dijo:
—¿Puedo hacerle una pregunta, señorita?
—Sí, claro.
—¿Por qué lo están buscando?
—No puedo decírselo, pero sí hay algo que puedo afirmar con total seguridad. —Hizo una pausa para dar importancia a lo que iba a decirle—. Si su hermano no volvió no fue porque no quisiera. Su hermano murió en Vietnam, como tantos otros muchachos como él.
El hombre inspiró profundamente. Acababa de perder a su hermano por segunda vez.
—Gracias.
—Gracias a usted, señor Johnson. Salude a Billy de mi parte. Es un niño muy guapo.
Cuando la puerta se cerró, Vivien se sintió bien por haber ayudado a ese hombre a que resolviera sus dudas. Y por dejarlo solo para que se permitiera algunas lágrimas en memoria de su hermano. Mientras se acercaba al coche pensaba que para ellos, por el contrario, la certeza era todavía una meta lejana. Había viajado a Hornell convencida de que encontraría un punto de llegada, en cambio había encontrado un nuevo y precario punto de partida.
«Las guerras terminan. El odio dura para siempre.»
La frase de Russell le volvió a la cabeza cuando abría la puerta del coche. Un odio incubado durante años había llevado a un hombre a sembrar de bombas la ciudad. Un odio que había llevado a que otro las hiciera explotar» La esperanza de volver a Nueva York con otro estado de ánimo se había derrumbado ante la realidad. Sabía que durante todo el viaje de vuelta pensaría en las consecuencias de ese juego insensato que era la guerra, y en cómo era capaz de seguir cosechando víctimas aun después de muchos años.
Vivien no abrió los ojos enseguida cuando sonó el despertador.
Se quedó en la cama, disfrutando del contacto con las sábanas, con la pereza resultado de una noche de sueño entrecortado y sin descanso. Cuando se movió, se dio cuenta de que estaba atravesada en la cama, en diagonal. Era una señal del nerviosismo que la había hecho cambiar de posición durante el duermevela, y que había seguido después de haberse dormido. Estiró la mano para apagar el despertador. Eran las nueve. Se desperezó. La otra almohada aún tenía rastros del olor de Russell.
O ella imaginaba que era así, lo cual era peor.
En la penumbra echó una mirada a ese paisaje familiar que era su dormitorio. La continuidad de la investigación ya no estaba en sus manos, y Bellew le había aconsejado una noche de tregua. Ella había sonreído. Como si una tregua fuera posible con el móvil en la mesilla de noche, amenazando con sonar por momentos, portador de noticias como para esconder la cabeza bajo las mantas y desear despertarse cien años más tarde y a mil kilómetros de allí.
Se levantó, se puso un albornoz, cogió el teléfono y se dirigió descalza a la cocina para hacerse un café. Esa mañana, al contrario que de costumbre, no tenía ganas de desayunar. La sola idea de tener que comer algo le cerraba el estómago. La última vez que había comido fue con Russell en el quiosco del Madison Square Park.
Russell...
Mientras ponía el filtro en la cafetera, tuvo una sensación de despecho. Con todo lo que estaba pasándole, con un loco suelto que amenazaba con hacer que media ciudad volara por los aires, con Greta en la cama de una clínica en condiciones desesperadas, no le parecía justo ni posible que en su cerebro todavía hubiese sitio para pensar en Russell.
La noche anterior, a la vuelta de Hornell, había ido a casa con ella a recoger sus pertenencias y se había marchado. Él no le había pedido quedarse, y ella sabía que si se lo hubiese propuesto, él habría dicho que no.
De pie en el umbral de la puerta, antes de irse se había dado la vuelta para mirarla. Con esos ojos oscuros donde a la tristeza se había sumado la firmeza.
—Te llamo mañana por la mañana.
—Está bien.
Ella se había quedado inmóvil unos segundos frente a la puerta cerrada. Una puerta más de las muchas que en ese momento encontraba ante sí.
Vertió en la taza un café que, por más azúcar que le echara, le sabría siempre amargo.
Se dijo que había ocurrido lo que pasaba tantas veces en la vida. Quizá demasiadas veces. Había pasado una noche llena de la única forma de amor que el tiempo no cubría de escarcha, ese amor que se encendía por la noche para apagarse con la salida del sol y la mañana. Para él había sido así y ella debía sentirlo de la misma manera.
«Pero si son el precio que hay que pagar para tenerte, las acepto sin reticencias...»
—Vete a tomar por culo, Russell Wade.
Profirió a viva voz su exorcismo barriobajero y se quedó de pie, apoyada contra la encimera, tomando el café sin ganas. Se obligó a pensar en otra cosa.
En el Hornell Municipal Airport, un momento antes de que el helicóptero se elevara para llevarlos de regreso a Nueva York, había llamado al capitán Bellew para ponerlo al corriente de las malas noticias. Después de exponerle los hechos, el breve silencio le dijo que Bellew estaba tratando de sofocar una palabrota.
—Entonces, hay que empezar de cero.
Pero Vivien no se había dado por vencida.
—Todavía nos queda un camino por recorrer, Alan.
—Cuéntame.
Una leve nota de desconfianza en la voz del capitán.
—Hay que remontarse a la época de la guerra de Vietnam. A toda costa tenemos que averiguar qué les pasó al verdadero Wendell Johnson y al otro muchacho, el llamado Little Boss. Es la única agarradera que nos queda.
—Llamaré al jefe. A esta hora no creo que sea posible hacer nada, pero verás cómo por la mañana se pondrá en marcha de inmediato.
—Bien. Mantenme informada.
La conversación se había interrumpido por el rotor que comenzaba a dividir el aire. Ella y Russell habían subido al helicóptero y durante el viaje no hubo ruido capaz de interrumpir su silencio.
Sonó el teléfono. Como conjurado por su pensamiento, en la pantalla apareció el nombre de Bellew.
Vivien contestó.
—Aquí estoy.
—¿Cómo estás?
—Estoy. ¿Tienes novedades?
—Sí. Y no son buenas.
Esperó en silencio el jarro de agua fría anunciado por Bellew.
—A primera hora de esta mañana Willard se puso en contacto con el ejército. El nombre de Wendell Johnson está clasificado como secreto militar. No es posible el acceso a su expediente de servicio.
Vivien sintió un torbellino de furia en el estómago.
—Pero ¿es que están locos? En un caso como éste...
Bellew no la dejó terminar:
—Lo sé. Pero olvidas dos cosas, Light. La primera es que no podemos revelar los detalles del caso que nos ocupa. La segunda es que si lo hiciéramos sería un argumento demasiado endeble como para derribar la muralla que nos ponen delante. El jefe, en confianza, pidió la intervención del alcalde, quien como sabes tiene la potestad de consultar al presidente. De todos modos, estas cosas requieren cierto tiempo, incluso aunque intervenga el hombre más poderoso de Estados Unidos. Y si Wade ha dado en el blanco... precisamente es tiempo lo que nos falta.
—Es una locura, con todas esas personas muertas... —Y las que aún podrían morir, sugirió la frase inacabada.
—Sí, sí. Pero no podemos hacer nada. Ahora bien...
—¿Más novedades?
—Una pequeña cosa, y ésta es para tu satisfacción personal. El análisis de ADN ha demostrado que el hombre emparedado es Mitch Sparrow. Lo viste con claridad, Vivien.
En otro momento, eso hubiera sido un éxito. Una víctima identificada, aunque no se hubiese dado con el asesino. Ahora fue sólo un pequeño orgullo sin alivio.
Vivien trató de ahuyentar el desagrado que le producía todo eso. Pero había algo que podía hacer durante la espera.
—Quiero echar un vistazo en la vivienda de ese hombre. —Estuvo en un tris de decir «Wendell Johnson», pero ese nombre ya no tenía sentido. Ahora para ellos había vuelto a ser el «fantasma de las obras».
—Les he dicho a los chicos que no toquen nada; sabía que me lo pedirías. Enviaré a un hombre a que te espere con las llaves.
—Muy bien. Voy ya mismo.
—Hay una cosa curiosa: en todo el apartamento casi no hay huellas dactilares. Y entre las pocas que se encontraron, ninguna se corresponde con las de Wendell Johnson que me envió el capitán Caldwell.
—¿Significa eso que las ha limpiado?
—Tal vez. O quizá que el hombre no tenía huellas dactilares, que probablemente se le borraron a raíz de las quemaduras.
Un fantasma.
Sin nombre, sin cara, sin huellas dactilares.
Una persona que ni siquiera después de muerta aceptaba tener una identidad. Vivien se preguntó qué clase de experiencias había tenido que vivir ese desgraciado, y qué sufrimientos habría padecido para transformarse en lo que se había transformado, en cuerpo y alma. También se preguntó cuánto tiempo habría maldecido a la sociedad, aquella sociedad que le había arrebatado la vida sin pagarle nada. No tenía dudas sobre de qué modo se había vengado; decenas de muertos eran una prueba concluyente.
—Bueno, voy para allá.
—Mantente en contacto.
Vivien colgó y metió el teléfono en el bolsillo del albornoz. Enjuagó la taza en el fregadero y la puso en el secador. Fue al cuarto de baño y abrió la ducha. Poco después, mientras disfrutaba del tibio repiqueteo sobre la piel, pensó que toda esa historia, en su dramatismo, incluía algo grotesco. No porque su conclusión resultara huidiza, sino por el modo en que la suerte siempre le ofrecía vías de escape, por los sorprendentes escondites que la verdad se buscaba y finalmente encontraba.
Salió de la ducha, se secó y se vistió. Cuando tiró en el cesto de la ropa sucia lo que llevaba puesto desde el día anterior, le pareció sentir el olor del desengaño, algo que en su imaginación equivalía al de las flores muertas.
Cuando estuvo lista, cogió el teléfono y llamó a Russell.
Una voz impersonal le dijo que el abonado no estaba disponible o estaba fuera de cobertura.
Raro.
Le pareció muy extraño que Russell, con su ansiedad por participar, la oportunidad que se le ofrecía y la agudeza que había demostrado durante la pesquisa, hubiese descuidado tener operativo su teléfono. A lo mejor se había quedado dormido. Las personas habituadas a la vida disipada desarrollaban la capacidad de dormir cuando y donde querían, del mismo modo que lograban permanecer despiertos más horas de lo normal.
«Peor para él...»
Iría sola a hacer el reconocimiento de la vivienda. Era el modo en que solía trabajar y siempre le había parecido el mejor. Bajó las escaleras y salió a la calle. Se encontró con el sol y un cielo azul que en aquellos días seguían suavizando la tierra.
Cuando llegó al aparcamiento, Russell estaba junto al coche.
Estaba de pie y de espaldas. Vio que también él se había cambiado, aunque su ropa mostraba las señales de haber estado mucho tiempo en un bolso. Contemplaba el río, donde una gabarra arenera arrastrada por un remolcador navegaba contracorriente. Aquella imagen era un símbolo de victoria contra la adversidad, pero en ese momento era difícil compartirlo.
Russell se dio la vuelta apenas oyó pasos que se le acercaban.
—Hola.
—Hola. ¿Hace mucho que esperas?
—Un poco...
Vivien señaló el portal de su casa.
—Podías haber subido.
—No quería molestarte.
Vivien se dijo que quizá no quería encontrarse a solas con ella, pero saberlo con certeza no habría cambiado el sentido de las cosas.
—Te he llamado y tenías el teléfono apagado. Pensé que habías tirado la toalla.
—Por una serie de motivos, es algo que no puedo permitirme.
Vivien no consideró oportuno preguntarle por dichos motivos. Apretó el botón de apertura electrónica del Volvo y abrió la puerta. Russell lo rodeó y se sentó en el asiento del acompañante. Mientras Vivien arrancaba preguntó:
—¿Adónde vamos?
—Al 140 de Broadway, en Brooklyn. A la casa del «fantasma de las obras».
Enfilaron la West Street para proseguir hacia el sur. Poco después dejaron atrás la boca del Brooklyn Battery Tunnel y siguieron en dirección a la F. D. Roosevelt Drive. Durante el viaje, Vivien le contó que el expediente de Wendell Johnson estaba protegido por el secreto militar y le explicó por qué no era posible acceder a él en un tiempo breve. Russell escuchó en silencio, con su habitual expresión ensimismada, como si estuviese elaborando una idea que no consideraba oportuno formular aún. Entretanto habían llegado al puente de Williamsburg y el agua del East River resplandecía allí abajo, apenas un poco encrespada por una brisa ligera. Al final del puente, doblaron a la derecha por Broadway y poco después se encontraron frente al número que buscaban.
Era un gran edificio de apartamentos con aspecto desgastado, como las otras centenares de colmenas anónimas que hospedaban en esa ciudad a personas igualmente anónimas. En lugares como ése la gente vivía durante años sin dejar señales de su presencia. A veces morían sin que nadie preguntase por ellos durante días.