—Lo siento. Lo aceptaría con mucho gusto, pero tengo prisa.
En el rostro de la anciana se dibujó una leve desilusión. Vivien la consoló.
—¿Cómo se llama usted?
—Judith.
—Bien, Judith, yo soy Vivien. Ahora te diré qué haremos: yo iré a mi cita y cuando vuelva llamaré a tu puerta y nos tomaremos juntas ese café. Como dos buenas vecinas.
—Pero entre las tres y las cuatro debo ir al doctor por mi espalda. Me...
«¡Ah, no! Ahora no quiero oír la lista de sus achaques.»
Vivien interrumpió, antes de que naciera, la que podría convertirse en una larga letanía de artritis y dolores de aquí y allá.
—Bien, bien. Ahora tengo que irme, Judith. Nos veremos más tarde.
Llegó a la puerta, pero antes de salir le dedicó una sonrisa a su nueva amiga.
—Y ten caliente el café, que tendremos muchas cosas que contarnos.
—Sí, claro. Pero recuerda que yo no doy propinas.
Cuando se encontró sola en el pasillo, Vivien se preguntó hasta qué punto sería fidedigna esa anciana despistada. Pero, aunque fuera muy frágil, le había proporcionado una posible pista. Ya lo decía Bellew: en la actual situación no debía desatenderse ningún detalle fortuito.
Aturdida por los ruidos del ascensor, bajó al vestíbulo y salió a la calle. Un agente de pie junto a su Volvo le estaba poniendo una multa de aparcamiento. Vivien llegó al coche cuando el agente estaba levantando el limpiaparabrisas para poner el resguardo.
—Perdone, agente.
—¿Es éste su vehículo?
—Sí.
—¿Sabía que éste es un espacio reservado a carga y descarga de mercancías?
Vivien le mostró la placa sin contestarle. El policía suspiró y quitó la multa del cristal.
—La próxima vez ponga el distintivo. Evitaremos perder el tiempo.
Tiempo... un bien que Vivien no tenía. Ni siquiera para discutir las justas observaciones de un agente de barrio.
—Disculpe, no era mi intención.
El uniformado se alejó tras hacerle un saludo. Vivien subió al coche y puso en marcha el motor. Otra vez le pidió ayuda a la luz giratoria. Inició su regreso al norte a la máxima velocidad posible sin arriesgar su vida y la de los demás. Enfiló la vía rápida Brooklyn-Queens y siguió por la 278 hasta que, una vez pasado el puente, se transformó en la Bruckner.
Durante el trayecto, después de haber reflexionado mucho, intentó llamar a Russell un par de veces. El teléfono seguía apagado. Para combatir el mal humor, trató de convencerse de que había actuado de la mejor manera posible. No obstante, se dio cuenta de que una parte de sí había seguido con Russell después de que se fuera. Y ahora no sabía dónde estaban ellos dos, ni hacia dónde caminaban.
Se obligó a hacer un resumen mental de toda la historia, examinando cada detalle para comprobar si en su análisis se les había escurrido algo. Ziggy, la carta, Wendell Johnson, Little Boss, aquel absurdo gato de tres patas. Todas las bombas que un demente había logrado diseminar antes de morir. Había habido muchas víctimas y habría muchas más si no atrapaban a quien había revelado su propósito de venganza y lo estaba poniendo en práctica sin piedad.
Y, por fin, aquella estrafalaria gatera, Judith. ¿Era o no era digna de confianza? Russell había visto a un hombre con chaqueta verde salir del apartamento de Ziggy. Un hombre con la misma ropa había estado allí. La pregunta era si se trataba de la misma persona. En el caso de que lo fuera, no podía tratarse de un inquilino, porque el capitán había dicho que el alquiler del apartamento había sido pagado por un año. El motivo no estaba claro. A menos que, junto a la carta, el padre hubiera enviado al hijo las llaves del apartamento. En tal caso, esa chaqueta verde había estado en el apartamento, abrigando a la persona a la que con tanta desesperación buscaban.
Dejó la llamada del padre McKean fuera de esta parte del análisis, aun cuando seguía resonándole en el cráneo.
«Es algo relacionado con las explosiones. Que Dios me perdone.»
No sabía qué esperar. Pero no veía la hora de llegar para saberlo.
El tiempo y la velocidad parecían transcurrir de diferente manera. Uno era demasiado veloz, la otra demasiado lenta. Intentó llamar a Russell otra vez. Se dijo que lo hacía más para que pasara el tiempo que por verdadero interés en hablar con él.
Nada.
No estaba disponible o estaba fuera de cobertura. Se rindió a su condición humana y se concedió la fantasía de estar en otro lugar, con él, en cualquier sitio donde no llegasen los ecos del mundo y los gritos de las víctimas. Un cálido flujo de deseo le acarició las ingles. Se lo reprochó. Se dijo que estaba equivocada, pero después de mucho tiempo era la única señal que tenía de que seguía viva.
Cuando entró en la calle sin pavimentar, después de un par de curvas apareció el tejado de Joy. La invadió una ansiedad súbita. De pronto perdió la seguridad de querer saber lo que el padre McKean tenía que decirle. Aminoró para no llegar al patio de ingreso seguida por una nube de polvo. El sacerdote la estaba esperando en el inicio del jardín. Una mancha negra contra el verde de la vegetación y el azul del cielo. Tenía puesta la sotana, ese hábito que en el curso de los tiempos la Iglesia había permitido que los sacerdotes sustituyeran con ropa más cómoda y moderna. Mientras bajaba del coche y caminaba hacia McKean, tuvo la impresión de que esa indumentaria no era una casualidad, que tenía un significado concreto. Como si de algún modo el sacerdote necesitara afianzar su identidad y lo hiciera con todos los recursos de que disponía.
Cuando se le acercó, comprobó que sus suposiciones no parecían muy lejos de la realidad. El hombre que tenía frente a sí la miraba con ojos apagados y huidizos. McKean no mostraba ni sombra de la vitalidad y la benevolencia que lo caracterizaban.
—Por fortuna has venido.
—Michael, ¿qué ocurre tan urgente? ¿Qué te pasa?
El padre miró alrededor. Un par de muchachos estaban reparando la alambrada del cercado al fondo del jardín. Un tercer chico, de pie junto a ellos, les alcanzaba las herramientas que necesitaban.
—Aquí no. Sígueme.
Se dirigió hacia la casa. Fueron a la habitación que había junto a la oficina, y que servía de dispensario. El cura abrió la puerta y entró.
—Ven, por favor. Aquí no nos molestará nadie.
Vivien lo siguió. La habitación estaba pintada de blanco. A la derecha, una camilla blanca adosada a la pared, cubierta con una sábana también blanca. Un poco más allá, en un rincón había un viejo biombo de hospital, restaurado y forrado con otra tela blanca. En la parte opuesta, un pequeño armario con medicinas, del mismo color. La sotana de Michael McKean destacaba como una mancha de tinta en la nieve.
El sacerdote sólo tuvo fuerzas para mirarla a los ojos un par de segundos.
—Vivien, ¿crees en Dios?
Ella reflexionó. Era imposible que McKean la hubiese citado con tanta premura sólo para una comprobación de su fe. Así pues, si le había formulado esa pregunta debía de ser por otro motivo.
—A pesar del trabajo que hago, soy una soñadora, Michael. Es lo máximo que puedo permitirme.
—Ésa es la diferencia entre nosotros. Un soñador alberga la esperanza de que sus sueños se hagan realidad.
McKean hizo una pausa y buscó la mirada de Vivien. En ese momento, por un instante fue el mismo de siempre.
—Un creyente tiene la certeza.
Se dio la vuelta y se acercó al armario de las medicinas. Apoyó la mano sobre la puerta y durante unos segundos se quedó mirando los envases y frascos.
Habló sin mirarla.
—Y lo que estoy por decirte es algo contrario a la certeza. Contrario a las enseñanzas que durante años me han impartido. Pero hay situaciones en las cuales los dogmas de la Iglesia se vuelven incomprensibles ante el sufrimiento humano. Ante muchos, demasiados sufrimientos humanos.
Otra vez se volvió hacia ella. Tenía el rostro lívido.
—Vivien, el hombre que puso las bombas en el Lower East Side y el Hudson ha venido a confesarse conmigo.
La detective se zambulló en las heladas aguas del Ártico. Quedó mucho tiempo bajo la superficie hasta que emergió para recuperar el aire.
—¿Estás seguro?
Fue una pregunta instintiva que arrastraba muchos sobrentendidos. La respuesta que obtuvo fue, en cambio, prudente y calma, la de alguien que sabe explicar una cosa difícil de creer.
—Vivien, soy licenciado en psicología. Sé que el mundo está lleno de locos mitómanos capaces de confesar todas las culpas de la tierra con tal de obtener un poco de notoriedad. Sé que en algunas investigaciones la policía ha de concentrarse tanto en la búsqueda de los culpables como en quitarse de encima a los que se confiesan como tales. Pero este caso es diferente.
—¿Por qué lo crees?
El cura se encogió de hombros.
—Por todo y por nada. Detalles, palabras, una entonación. Pero después del segundo atentado ya no tengo dudas. Es él.
Tras el asombro inicial, Vivien había vuelto a ser ella misma, vivificada por una descarga de adrenalina. Comprendía la trascendencia de lo que el sacerdote le confiaba. Y también qué batalla consigo mismo había librado y perdido antes de decidirse a hacerlo.
—¿Puedes empezar desde el principio?
El padre McKean afirmó con la cabeza, en actitud de espera. Ahora que había abierto la caja de Pandora sabía, por experiencia, que Vivien cogería las riendas con eficiencia.
—¿Cuántas veces lo has visto?
—Una.
—¿Cuándo?
—El domingo por la mañana, el día después del primer atentado.
—¿Qué te dijo?
—Me confesó lo que había hecho. Y me dijo que tenía intenciones de repetirlo.
—¿Cómo te lo dijo? ¿Recuerdas las palabras que usó?
—Como si pudiera olvidarlas, Vivien... Me dijo que la primera vez había reunido la luz y la oscuridad. Y que la próxima vez uniría el agua y la tierra. —Hizo una pausa para reflexionar un momento—. Y así ha sido. La primera explosión se produjo al terminar el día, cuando la luz y la oscuridad se reúnen. La segunda ocurrió a orillas del río, de modo que la tierra y el agua volvieron a ser una sola cosa. ¿Sabes qué significa?
—Significa que está recorriendo el Génesis, con propósitos destructivos en vez de creativos —dijo Vivien.
—Exacto.
—¿Te dijo por qué lo hace?
McKean se sentó en un taburete, como si las fuerzas lo estuvieran abandonando.
—Le formulé la pregunta casi con tus mismas palabras.
—Y él... ¿qué respondió?
—Respondió: «Soy Dios.»
Esa sentencia, pronunciada a media voz fuera del ámbito del confesionario, los hizo pensar en la demencia. En la huida sin retorno hacia la locura homicida, la que borra cualquier esperanza de indulgencia y sólo deja espacio al mal, hasta que el mal se manifiesta en toda su barbarie.
El clérigo volvió a apelar a sus estudios de psicología.
—Este hombre, sea quien sea, es mucho más que un asesino en serie, es un homicida de masas, un genocida. Dentro de sí reúne ambas patologías. Y de las dos muestra la furia y una sanguinaria carencia de discernimiento.
Vivien pensó que si hubiesen atrapado a ese hombre, se habrían presentado psiquiatras dispuestos a pagar por poder estudiarlo. Y muchas personas estarían dispuestas a pagar por poder matarlo con sus propias manos.
—¿Me lo puedes describir, Michael?
—No le vi bien la cara. El confesionario de Saint Benedict se mantiene en la penumbra, por voluntad de la parroquia. Además, en todo momento tuvo la precaución de ponerse de lado.
—Dime lo que recuerdes.
—Moreno, joven, creo que alto. Una voz apagada, pero calma y fría como el hielo.
—¿Algún otro detalle?
—No sé si servirá: tuve la impresión de que vestía una chaqueta verde, de esas militares. Pero una prenda no significa mucho.
«En cambio, en este caso lo significa todo.»
Vivien sintió una suerte de exultancia que le inundaba los pulmones como si hubiese respirado aire puro.
O sea que Judith, la vieja que no daba propinas, había visto bien. En su interior la bendijo, se juró y volvió a jurarse que iría a compartir ese café y escucharía todas las lamentaciones sobre sus achaques. Se agachó delante del sacerdote, que en ese momento miraba el suelo con aire desolado, y le puso las manos en las rodillas. No le pareció un abuso de confianza, sino una confirmación de cercanía.
—Michael, es demasiado complicado explicarte el porqué, pero es él. Has acertado. Es él.
Esta vez fue el sacerdote quien formuló la pregunta, quizá buscando alivio en una negativa:
—¿Estás segura?
Ella se incorporó de golpe, como impulsada por un resorte.
—Completamente, ciento por ciento.
Comenzó a pasearse por el dispensario, reflexionando a una velocidad de la que no se creía capaz. Después se detuvo para encarar el lado práctico.
—¿Te dijo que volvería?
—No lo recuerdo, pero creo que lo hará.
Mil pensamientos se acumularon en la cabeza de Vivien. Mil imágenes que daban vueltas en una rápida e incontrolada secuencia interior.
Por fin, supo lo que debía hacer.
—Michael, si se supiera que has violado el secreto de confesión, ¿cuáles serían las consecuencias para ti?
El sacerdote se incorporó, con la expresión de quien siente que su alma se hunde en el abismo.
—La excomunión. La interdicción permanente para ejercer mi ministerio.
—Pero eso no ocurrirá. Porque nadie lo sabrá.
Vivien comenzó a explicar qué pensaba hacer. Y lo hizo pensando en el hombre que estaba con ella en aquella habitación blanca, y también en el bien de Joy. Y en lo que en esa casa se hacía jornada tras jornada por chicos como Sundance.
—No puedo poner un micrófono en el confesionario. No me lo permitirías. Pero hay algo que sí podrías hacer.
—¿Qué?
—Si ese hombre vuelve, llámame al móvil y déjalo encendido para que pueda escuchar vuestra conversación. Así lo oiré sólo yo y dispondré el operativo para que lo detengan lejos de la iglesia.
Michael McKean, un sacerdote que había perdido toda certeza, vio que en el horizonte se insinuaba una tenue esperanza.
—Pero cuando lo atrapéis, ese hombre lo dirá todo, me delatará.
—¿Y quién le creerá? Porque tú y yo lo negaremos todo. Tengo otra testigo, una persona que vio al tipo de la chaqueta verde en otro lugar, y puedo atribuirle a ella todos los méritos. Tú saldrías limpio.