—¿Puedo?
Russell asintió sin saber qué estaba concediendo.
El sheriff cogió la foto y la miró un instante. Volvió a colocarla junto a las pertenencias de Russell.
—¿Puede decirme cómo es que tiene esta foto, señor Wade? —Blein se volvió hacia el abogado y le dedicó una mirada significativa.
—No está obligado a responder, si le parece conveniente.
Russell interrumpió al abogado y se lanzó al vacío.
—Según mis informaciones, este muchacho se llamaba Matt Corey y murió en Vietnam.
—Exacto.
Esas palabras le sonaron como un paracaídas en el momento de abrirse.
—¿Lo conocía?
—Trabajamos juntos cuando éramos jóvenes. En mi tiempo libre yo me ganaba algunos dólares haciendo de albañil de obras. Él era una par de años mayor que yo y estaba en una empresa para la cual yo trabajé un verano.
—¿Recuerda cómo se llamaba?
—Claro, era la de Ben Shepard. Tenía el depósito de materiales y herramientas hacia North Folk Village. Matt era como un hijo para Ben y vivía allí, en una habitación de la nave. —Con el índice, Blein señaló una de las fotografías—. Con
Walzer
, ese gato raro con tres patas.
Sin albergar demasiadas esperanzas, Russell formuló la siguiente pregunta.
—Y ese Ben Shepard, ¿sigue vivo?
La sorprendente respuesta del sheriff llegó con un leve matiz de envidia en el tono:
—Más que nunca. Ese viejo zorro tiene casi ochenta y cinco años y está más derecho que un palo de escoba, y además rebosa salud. Y, mire, estoy seguro de que todavía folla como un puercoespín.
Russell esperó a que el coro de ángeles que sentía en la cabeza terminase su canto de gloria.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—Tiene una casa en Slate Mills, no lejos de su viejo depósito. Le anotaré la dirección.
Blein cogió papel y bolígrafo y garabateó una hoja. La puso sobre la foto. Para Russell fue gesto de buen augurio: esas imágenes habían sido el principio de todo; sabía que lo escrito en ese papel era el principio del final.
La impaciencia le revoloteaba en el estómago como mariposas.
—¿Puedo irme, señor Blein?
El sheriff hizo un gesto con la mano.
—Desde luego. Su abogado y la fianza que ha pagado opinan que sí.
—Gracias, sheriff. Pese a las circunstancias, ha sido un placer.
Woodstone se levantó de la silla. Él y el sheriff Blein se dieron la mano. Seguramente mantenían tratos a menudo, dadas sus respectivas ocupaciones en una pequeña ciudad como Chillicothe. Russell ya había llegado a la puerta.
Lo detuvo la voz del sheriff.
—Señor Wade...
Con la mano en el pomo se dio la vuelta y se encontró con la mirada del policía.
—¿Sí?
—¿Puedo hacerle una pregunta yo a usted?
—Adelante.
—¿Por qué le interesa Matt Corey?
Russell mintió sin pudor, tratando que no se notara:
—Unas fuentes fiables me han dicho que ese muchacho protagonizó un acto heroico nunca reconocido. Estoy haciendo un reportaje sobre su sacrificio y el de otros soldados ignorados como él.
No se preguntó si su tono patriótico había calado en aquel maduro representante de la ley. En su pensamiento ya estaba sentado frente a un viejo constructor de nombre Ben Shepard. Siempre que aquel viejo zorro, como lo había definido el sheriff Blein, aceptase hablar con él. Russell no olvidaba las dificultades que hubo de sortear para que lo recibiera ese otro viejo zorro que era su padre.
Siguió al abogado Woodstone al exterior, atravesando la oficina. Una muchacha de uniforme estaba detrás del mostrador y otro agente rellenaba documentos en un escritorio. Apenas salió, se reencontró con Estados Unidos. Chillicothe era la esencia del país, con todos sus defectos y virtudes. Coches y personas se movían entre las casas, anuncios, señalizaciones de tráfico, prohibiciones, semáforos. Todo lo que una nación había construido, ganando y perdiendo guerras, a la luz de la gloria y en las penumbras de la vergüenza. En cualquier caso, pagando el precio en carne propia.
Russell vio que el Mercedes estaba aparcado en la acera de enfrente. El abogado captó su mirada y señaló el vehículo con un gesto.
—El señor Balling ha mandado a una persona a que recogiera el coche con otro juego de llaves. He dado instrucciones para que se lo trajeran aquí.
—Buen trabajo. Se lo agradezco, señor Woodstone. Informaré a la persona que lo ha contratado.
—Ha sido su padre en persona.
Russell no pudo evitar sorprenderse.
—¿Mi padre?
—Sí. Al principio creí que era una broma. Pero cuando me dijo que usted había sido arrestado...
El abogado se contuvo de decir que consideraba más verosímil que Russell Wade estuviera preso por ebriedad y exceso de velocidad que la voz de su padre al teléfono.
Bajo una circunspecta rascada de nariz, Russell disimuló una sonrisa.
—¿Le pareció que mi padre estaba alterado?
El abogado encogió los hombros.
—Fue eso lo que me hizo dudar: cuando oí su voz tuve la impresión de que le costaba contener la risa.
Russell sonrió.
Después de tanto tiempo, descubrir que Jenson Wade tenía sentido del humor, era como mínimo algo extraño. Se preguntó cuántas cosas no sabía de su padre. Con un deje de amargura se respondió que muchas, tantas como las que su padre no sabía de él.
Russell detuvo el coche frente a la casa y apagó el motor.
Se quedó sentado un momento, en medio de un paisaje campestre, bajo un cielo que no tenía ganas de sonreír. Con gentileza, pero con firmeza, había rechazado el ofrecimiento del abogado Woodstone, que le había propuesto acompañarlo, ya que conocía a Ben Shepard de toda la vida. Fuera o no verdad, cuando lo propuso sus ojos brillaban de curiosidad. Russell había entendido el motivo. Ésa era una pequeña localidad y estar en posesión de las novedades hacía que cualquiera se convirtiese en el centro de atención y comentarios en las barbacoas del domingo. Ya el hecho de haber defendido al hijo del presidente de la Wade Enterprise era motivo suficiente para llenar una hora de conversación. No quería ahorrarle a sus amistades al menos otras dos horas.
La casa era de piedra y madera, tenía amplios ventanales y transmitía sensación de solidez. Seguramente, su propietario la había construido según sus necesidades y criterios estéticos, por cierto admirables. Tenía dos plantas y se erguía sobre una pequeña elevación del terreno. En el frente tenía un soportal al que se accedía subiendo unos escalones. Delante había un pequeño prado y un jardín bien cuidado y, desde donde Russell estaba, en la parte posterior se entreveía un huerto. A la derecha había una calzada asfaltada por donde se llegaba a la parte trasera de la casa, donde quizás estuviera el garaje.
Bajó del coche y se aproximó al cercado que rodeaba la propiedad. Junto a la entrada había un buzón verde con el nombre de Shepard pintado en letras blancas. La verja no estaba cerrada con llave y no había carteles que advirtieran de la presencia de perros en el interior. Russell la abrió y enfiló un sendero de losas de piedra encastradas en la hierba. Había llegado a pocos pasos de la casa cuando una persona apareció por la esquina de la izquierda. Era un hombre más alto que la media, con un cuerpo todavía vigoroso, la cara arrugada y bronceada y unos ojos azules sorprendentemente jóvenes. El mono de trabajo y el cesto con verduras que traía en una mano indicaban que venía del huerto detrás de la casa.
Cuando el hombre lo vio, se detuvo. Su voz sonó firme y tranquila.
—¿Qué desea?
Busco al señor Ben Shepard.
—Pues bien, lo ha encontrado.
A Russell le impresionó la personalidad del anciano. Intuyó que el mejor modo de relacionarse con él era decirle la verdad.
—Me llamo Russell Wade y soy un periodista de Nueva York.
—Muy bien. Ahora que ya me lo ha dicho, puede coger el coche y volver por donde ha venido.
Ben Shepard pasó por delante con tranquilidad y subió los escalones hacia la galería.
—Es muy importante, señor Shepard.
El hombre respondió sin volverse.
—Tengo casi ochenta y cinco años, jovencito. A mi edad lo único importante es abrir los ojos por la mañana.
Russell supo que si no decía algo más, el encuentro terminaría antes de comenzar.
—He venido a hablar de Little Boss.
Al oír ese nombre, que quizá durante años había pronunciado sólo en la memoria, el viejo se paró en medio de la escalera.
Se volvió.
—¿Y usted qué sabe de Little Boss?
—Sé que era un chico que se llamaba Matt Corey.
La respuesta fue brusca y cortante:
—Matt Corey murió en Vietnam hace muchos años.
—No, señor. Matt Corey murió en Nueva York hace poco más de seis meses.
Los hombros de Ben Shepard parecieron ceder. Se lo veía afectado pero no sorprendido. Durante un momento se quedó cabizbajo. Cuando levantó la mirada, Russell vio que tenía los ojos acuosos. A su mente acudieron las lágrimas contenidas de Lester, el hermano de Wendell Johnson. Se dio cuenta de cómo la guerra, cualquier guerra, da motivos para llorar aún años después de haber terminado.
El viejo le indicó la casa con un gesto.
—Venga, entre.
Russell lo siguió y se encontró en un amplio salón que ocupaba toda la fachada del edificio. A la derecha, cerca de la chimenea, había una mesa de billar y un soporte para los tacos. La parte izquierda era la zona de la televisión, con sillones y sofás. Una gran estancia amueblada con sobriedad y de una sorprendente modernidad. De todos modos, los muebles no tenían aspecto de nuevos. Russell pensó que en el pasado debió de ser un salón moderno, en su estilo. Aquí y allá, como elementos aglutinantes, había cuadros y objetos que encarnaban los recuerdos de toda una vida.
Shepard se dirigió a la parte de los sillones y los indicó con un gesto.
—Siéntese. ¿Quiere un café?
Russell se hundió en un cómodo sillón.
—Gracias. He pasado la noche en una celda. Un café me vendría muy bien.
El viejo pareció apreciar la sinceridad de Russell. Se volvió hacia una puerta en la otra parte del salón, donde se vislumbraba la cocina.
—María.
Una muchacha morena y de piel olivácea se asomó a la puerta. Era joven y más bien bonita, y Russell comprendió de dónde venía el comentario malicioso del sheriff sobre su anfitrión.
—¿Nos preparas un café?
La muchacha volvió a la cocina sin decir nada. El viejo se sentó en otro sillón frente a Russell. Cruzó las piernas y lo miró con curiosidad.
—¿Quién lo detuvo?
—Un agente del sheriff, en la carretera.
—¿Uno grandote, con la cara picada de viruelas y pinta de cowboy que perdió la vacas?
—Así es.
El viejo hizo un gesto con la cabeza, con la expresión de quien recuerda hechos desagradables.
—Lou Ingraham. Para él, el mundo termina en los límites del condado. No le gustan los forasteros y no pierde la ocasión de fastidiarlos. Tiene un historial significativo en ese sentido.
En ese momento María traía una bandeja con un termo de café, una jarra de leche y dos tazas. Lo puso todo en una mesita junto al sillón del viejo.
—Gracias, María. Puedes tomarte el día libre, me arreglaré.
La sonrisa de la muchacha iluminó el salón.
—Gracias, Ben.
Se alejó y desapareció por la puerta de la cocina, satisfecha por ese asueto inesperado. Russell entendió que la charla mundana de Shepard había servido para ganar tiempo, en espera de que se marchara alguien que podía ser indiscreto. Eso lo puso de buen humor, pero al mismo tiempo en guardia.
—¿Cómo quiere el café?
—Solo y sin azúcar. Como ve, salgo barato.
Russell decidió tomar la iniciativa mientras el viejo servía el café.
—Señor Shepard. Primero hablaré yo. Si lo que digo es verdad, me permitiré formularle algunas preguntas. En caso contrario haré lo que me ha aconsejado usted: cogeré el coche y me iré por donde he venido.
—De acuerdo.
Russell empezó su exposición con cierta aprensión, dado que no estaba del todo seguro de que las cosas hubieran ocurrido de ese modo.
—Matt Corey trabajaba para usted y vivía en su nave-depósito. Tenía un gato, que por un capricho de la naturaleza o por obra de las personas, sólo tenía tres patas. El gato se llamaba
Walzer
.
Sacó la foto del muchacho con el felino y la puso en el regazo de Shepard. El viejo apenas movió la cabeza y la miró sin tocarla.
—En 1971 partió hacia Vietnam, destinado al Undécimo de Caballería Mecanizada. En Xuan-Loc se encontró con un muchacho llamado Wendell Johnson. Se hicieron amigos. Un día participaron en una operación que acabó en una carnicería; fueron los únicos supervivientes de su pelotón. Los hicieron prisioneros y el Vietcong los utilizó como escudos humanos durante un bombardeo.
Russell hizo una pausa, temiendo ir demasiado rápido. Vio que Shepard lo miraba con interés, quizá más atento a su actitud que a sus palabras.
—A pesar de que ellos estaban allí y nuestros hombres lo sabían, el bombardeo se produjo igualmente. Wendell Johnson y Matt Corey fueron alcanzados por el napalm. Uno fue pillado de lleno y murió carbonizado, el otro se salvó pero sufrió quemaduras gravísimas en todo el cuerpo. Después de un largo período de convalecencia y rehabilitación en un hospital militar, fue dado de alta. Sus condiciones eran de devastación total, tanto en el aspecto físico como en el psicológico.
Hizo una nueva pausa y advirtió que los dos contenían la respiración.
—Tengo razones para creer que, por un motivo que no entiendo, las placas de identificación fueron cambiadas o confundidas. Matt Corey fue declarado muerto y todos creyeron que el superviviente era Wendell Johnson. Y él, ya recuperado, no desmintió este cambio de identidad. No había fotos ni huellas digitales que pudieran demostrarlo. Su cuerpo estaba completamente desfigurado y tal vez ya no tuviera huellas digitales.
En el salón cayó el silencio. Ese silencio que evoca recuerdos y da lugar a la gravitación de los fantasmas. Ben Shepard permitió que una lágrima contenida durante muchos años se deslizara desde sus ojos hasta humedecer la foto.
—Señor Shepard...
El viejo lo interrumpió para mirarlo con unos ojos no corrompidos por la edad ni por los hombres.