Delante del portal, con el número 140, esperaba un coche de la policía. Salinas bajó y caminó hacia Vivien.
No le dedicó a Russell ni una mirada. A estas alturas, ése parecía el comportamiento oficial del Distrito 13 respecto a él. Incluso la inclinación que el agente siempre había sentido hacia Vivien parecía haberse evaporado.
Le tendió un manojo de llaves.
—Hola, Vivien, me ha dicho el capitán que te dé esto.
—Perfecto.
—El apartamento es el 418B. ¿Quieres que te acompañe?
—No hace falta, nos arreglaremos.
El agente no insistió. Parecía contento de poder alejarse de esa compañía. Mientras veían alejarse el coche patrulla, la sobresaltó la voz de Russell.
—Gracias.
—¿Gracias por qué?
—Ese agente te ha preguntado sólo a ti si querías que te acompañara. Le has respondido usando el plural, en un modo que también me incluye. Eso es lo que te agradezco.
Vivien lo había hecho sin pensar, porque la presencia de ese hombre a su lado se había vuelto algo habitual. Igualmente, se vio obligada a apreciar la delicadeza de Russell.
—Para bien o para mal, somos un equipo.
Russell aceptó la definición con una leve sonrisa.
—No me parece que esto te procure amigos en la comisaría.
—Ya se les pasará.
Con este lacónico comentario, entraron por el portal. Esperaron la llegada del ascensor en un vestíbulo que olía a gato y macho humano. El artefacto llegó precedido por unos incomprensibles chirridos de montacargas. Subieron a la cuarta planta y enseguida localizaron el apartamento. Estaba sellado de mala manera con un par de cintas amarillas que indicaban que no se podía entrar porque el lugar estaba sujeto a investigación policial.
Vivien quitó la cinta y metió la llave en la cerradura.
Apenas abrieron la puerta tuvieron esa sensación de desolación propia de las viviendas deshabitadas durante mucho tiempo. Había una gran habitación que servía de salón y cocina. Una primera mirada revelaba que ésa era la casa de un hombre solo. Solo y sin ningún interés por el mundo. A la derecha había un rincón para cocinar, con una nevera junto a una mesa y una única silla. Del otro lado, junto a la ventana, una butaca y un viejo televisor apoyado en una mesita enclenque. Sobre todas las cosas había una fina capa de polvo con huellas del registro policial del día anterior.
Entraron en el apartamento como si fuera un templo del mal, conteniendo la respiración, conscientes de que durante años un hombre había vivido entre esas paredes, había dormido y comido en compañía de presencias que sólo él podía ver y a las que había elegido combatir del modo más violento.
Ahora que podían intuir su historia, tenían la dimensión exacta de qué se había alimentado, día tras día, el rencor que lo había llevado a una devastadora locura.
Había decidido matar a personas creyendo que con ellas también mataba sus recuerdos.
Echaron un rápido vistazo a la habitación desnuda, donde no había ningún objeto que no fuera indispensable. Ningún cuadro, ningún adorno, ninguna concesión al gusto personal, salvo que su ausencia fuera un gusto personal. Junto a la nevera había un rastro de vida cotidiana: un estante lleno de hierbas aromáticas, un signo de que quien vivía en esa casa se cocinaba su comida.
Pasaron a la otra habitación, con la que se completaba el minúsculo apartamento. Junto a la puerta y empotrado en la pared había un armario, frente a una cama de una plaza casi pegada a la pared. A la derecha de la cama, para separarla del tabique, había una mesita de noche con una lámpara desnuda. A la izquierda, dos caballetes sostenían dos planchas paralelas de madera. Una estaba a la altura de una mesa normal, la otra a unos sesenta centímetros del suelo. Allí estaba el segundo y último asiento de la casa, un viejo sillón de oficina con rueditas, con un aspecto tan desastrado que más que comprada parecía regalada por un ropavejero o recogida de la basura. También allí las paredes estaban desnudas, excepto por un mapa de la ciudad pegado con chinchetas a la altura del banco.
En la tabla inferior había objetos. Sobre todo libros. Algunas revistas. Un mazo de cartas sugería interminables solitarios más que partidas entre amigos. Y una gran carpeta de cartón gris con papeles.
Vivien se acercó.
Si ése era el lugar donde montaba sus invenciones, las herramientas y los elementos susceptibles de análisis ya habían sido recogidos por los agentes durante el registro del día anterior. Aun así, el capitán le había asegurado que todo estaba intacto, por lo que era posible que no encontraran nada llamativo.
Se agachó y cogió unos libros. Una Biblia, un libro de cocina moderna, una novela negra de Jeffery Deaver —un escritor que a ella le gustaba mucho— y una guía turística de Nueva York.
Cogió la carpeta y la apoyó sobre la tabla más alta de la mesa. Estaba llena de dibujos con una característica común: en vez de sobre papel, todos estaban hechos sobre láminas de plástico transparente, como si el dibujante hubiera escogido ese soporte para dejar patente su originalidad, aparte de su talento.
Empezó a mirar los dibujos uno a uno.
Sí, quizás el soporte garantizaba la originalidad, pero incluso para la mirada de alguien inexperto era claro que el autor no tenía talento para el arte. La composición era aproximada, el trazo era vacilante y el uso del color no tenía gusto ni mostraba técnica alguna. En cuanto a los motivos: la persona que había vivido en ese apartamento parecía obsesionada por las constelaciones. Cada dibujo representaba una, según un mapa estelar que sólo él tenía en la cabeza.
«Constelación de la Belleza, constelación de Karen, constelación del Final, constelación de la Ira...»
Una serie de puntos unidos por líneas de colores diferentes. A veces aparecían estrellas, que parecían dibujadas por la mano de un niño, a veces círculos, o cruces, o unos desgreñados rastros de pincel. Russell, dos pasos por detrás de ella, se le acercó. Quería ver lo que estaba examinando.
Se permitió una opinión que ella compartió.
—¡Qué horror!
En ese momento el teléfono de Vivien empezó a sonar. Se metió la mano en el bolsillo con el deseo de apagarlo sin comprobar quién la llamaba. Pero miró el visor temiendo ver el número de la clínica Mariposa. En cambio, aparecía el nombre del padre McKean.
—Dígame.
Una voz conocida le llegó al oído.
—Vivien, soy Michael.
—¿Qué sucede?
—Necesito verte. Lo más rápido que puedas y sola.
—Michael, en este momento estoy en un lío descomunal y no...
El sacerdote replicó como si las palabras ya las hubiera escuchado dentro de sí muchas veces:
—Vivien, es un asunto de vida o muerte. No de mi vida, sino de la de muchas personas.
Un momento de indecisión. Un instante que, por el modo en que siguió hablando, al religioso debió de parecerle eterno.
—Es algo relacionado con las explosiones. Que Dios me perdone.
—¿Las explosiones? ¿Qué tienes que ver tú con las explosiones?
—Ven enseguida, te lo ruego.
McKean colgó y Vivien se quedó inmóvil, de pie en medio de la habitación, sobre el recuadro de sol dibujado en el suelo por los caprichos de la ventana. Mientras hablaba por teléfono, como siempre le sucedía cuando estaba absorta, se había movido de un cuarto a otro. Ahora se encontraba en la sala de estar.
Russell la había seguido y se había quedado en el umbral de la puerta.
Lo miró, indecisa sobre qué decirle, pero también sobre qué decirse. Michael le había pedido hablar a solas. Si llevaba a Russell contrariaría al cura y tal vez lo cohibiría. Además, Russell podría enterarse de que su sobrina estaba en una comunidad de toxicómanos. No tenía ganas de soportar eso.
Habló deprisa. Dejaría para más tarde el descubrir si había hecho una buena elección.
—Debo ir a un lugar.
—¿El singular significa que debes ir sola? ¿He entendido bien?
Durante la conversación telefónica a Vivien se le había escapado la palabra «explosiones», algo que había llamado la atención de Russell.
—Sí, he de ver a una persona y debo verla sola.
—Creía que teníamos un acuerdo.
Vivien le dio la espalda, pero se arrepintió.
—El acuerdo no es válido en esto.
—El capitán me dio su palabra de que podría seguir de cerca las investigaciones.
Vivien sintió una ráfaga de furia. Por lo que era él, por lo que era ella, por lo que estaba viviendo sin posibilidad de intervenir ni cambiar nada. Sólo la de padecerlo.
Se volvió de golpe, la voz seca, la expresión dura.
—Has tenido la palabra del capitán, no la mía.
El instante siguiente duró un siglo.
«No puedo creer que yo haya dicho esto...»
Russell palideció. Después se quedó mirándola, como se mira a una persona que se está yendo y no volverá nunca. La miró con una tristeza esencial, una mirada que parecía ser el reflejo de la añoranza.
Por fin, se dirigió a la salida sin que ella tuviera la fuerza de decir o hacer nada. La abrió y salió al pasillo. La última señal que tuvo de él fue la puerta que se cerraba con delicadeza.
Vivien se sintió más sola que nunca. Su impulso fue salir al pasillo y alcanzarlo, pero se dijo que no podía hacerlo. No en ese momento. No sin antes saber qué tenía que decirle el padre McKean. Estaba en juego la vida de muchas personas. Su propia vida y la de Russell pasaban a un segundo plano. De ahora en adelante apelaría a toda su fuerza de voluntad y a todo su coraje. Demasiado como para ocupar su mente en admitir que se había enamorado de un hombre que no la quería.
Esperó un momento, para darle tiempo a que saliera del edificio y se alejara. Mientras tanto, le retornaron como una acusación las palabras que le había dicho a Russell cuando estaban entrando.
Le había dicho que eran un equipo.
Él había confiado en ella y ella lo había traicionado.
Vivien abrió la puerta y vio el pasillo desierto y mal iluminado. La penumbra y la idea de que aquel hombre terrible lo hubiese recorrido durante años, que caminara cada día por aquella misma moqueta desvaída, le dieron la sensación de estar en un lugar hostil y malvado.
Una negra vieja y arrugada, con las piernas increíblemente torcidas, salió desde la esquina del rellano y caminó en su dirección apoyándose en un bastón. Con la mano libre sostenía una bolsa de la compra. Cuando vio a Vivien no pudo evitar hacer un comentario.
—Ah, por fin se lo han alquilado a un ser humano.
—¿Señora?...
La vieja no se molestó en dar explicaciones y se paró ante la puerta de su casa, frente a la que Vivien acababa de cerrar. Sin explicación le tendió la bolsa. Quizá su edad y sus condiciones físicas le habían enseñado a imponerse antes que pedir. O quizá pensara que su edad y sus condiciones le daban en sí mismas el derecho a ciertas cosas.
—Tenga esto. Y recuerde que no doy propinas.
Vivien se encontró con una bolsa que olía a pan y cebollas. Sin dejar de apoyarse en el bastón, la mujer buscó en el bolsillo del abrigo, sacó una llave y la metió en la cerradura. Luego respondió a una pregunta no formulada:
—Ayer vino la policía. Ya sabía yo que ese tipo era un mal bicho.
—¿La policía?
—Ya. Otras buenas piezas. Tocaron el timbre pero no abrí.
Después de esa declaración de desconfianza, Vivien decidió no identificarse. Esperó a que la vieja abriese la puerta. Inmediatamente apareció un gran gato negro. Cuando vio que su ama estaba en compañía de otra persona, emprendió una resuelta retirada. Impulsada por un reflejo, Vivien comprobó que tuviera las cuatro patas.
—¿Quién vivía aquí antes de que yo...?
—Un tipo con la cara toda marcada. Un diablo. Tanto en el aspecto como en los modales. Un día llegó una ambulancia y se lo llevaron. Espero que hayan sido los del manicomio.
En su sentencia lapidaria, la mujer había dado en el blanco. El manicomio hubiera sido el lugar adecuado para que aquel hombre, fuera quien fuese, pasara todos los días de su vida. La vieja entró en su casa e indicó la mesa con un movimiento de la cabeza.
—Póngala allí.
Vivien entró tras ella y vio que el apartamento era el reverso idéntico del que acababa de inspeccionar. En la habitación había dos gatos más. Uno estaba durmiendo sobre una silla sin preocuparse por nada, era blanco y naranja. El otro, gris atigrado, saltó sobre la mesa. Vivien dejó la bolsa y el minino corrió a olfatearla.
La vieja le dio un cachete en el culo.
—Vete. Se come más tarde.
El gato bajó al suelo y corrió a esconderse bajo la silla donde dormía su camarada.
Vivien echó un vistazo rápido a la habitación. Era el triunfo de lo desparejo. No había una silla igual a otra. En un estante sobre el fregadero había una serie de vasos todos diferentes. Un pequeño caos de colores y cosas viejas. El tufo a orines de gato era más intenso que el que se olía en el vestíbulo.
La vieja se volvió hacia Vivien y la miró como si de golpe hubiera aparecido ante ella.
—¿Qué estaba diciéndole?
—Me estaba hablando del inquilino del apartamento de enfrente.
—Ah, sí, ese tipo. No volvió más. Otro vino a ver el apartamento un par de veces, pero no le habrá gustado porque no lo alquiló. Quién sabe en qué estado se encuentra esa vivienda.
A Vivien se le puso el corazón en la boca.
—¿Otro? El casero no me ha dicho que hubiera otra persona interesada en el apartamento.
La vieja se quitó el abrigo y lo tiró sobre el respaldo de una silla.
—Sucedió hace un tiempo. Era un tipo alto, con una chaqueta verde, de esas que usan los militares, creo. Un tipo raro también él. Vino un par de veces pero no lo he vuelto a ver. Menos mal que no lo alquiló él.
Vivien tenía ganas de quedarse y seguir haciéndole preguntas, cuidándose de no inquietarla. Desde el principio había dejado bien clara su opinión sobre la policía. Pero hacerlo requería un tiempo y la urgencia demostrada al teléfono por el padre McKean la impulsaba fuera de allí como una cuerda atada a la vida. Se prometió que volvería después de haber hablado con el sacerdote.
La vieja se acercó a la cocina.
—¿Quiere un café?
Como una persona que considerara que esa invitación era un placer al que se veía obligada a renunciar, Vivien miró el reloj.