—
¿Sólo eso?
—
Deme otro segundo, por favor
.
Otra vez los dedos sobre el teclado y después la voz
.
Vivien se imaginó a un hombre corpulento sometido a una tecnología demasiado difícil para él, cuyo único objetivo era el de recaudar la mayor cantidad posible de multas para justificar su sueldo ante el Consejo Municipal
.
—
Junto a él, fue detenido por resistencia cierto Lester Johnson
.
—
¿Padre o hijo?
—
Por la fecha de nacimiento yo diría que era su hermano. Entre los dos hay un año de diferencia
.
—
¿Sabe si este Lester todavía vive en Hornell?
—
No soy de aquí y hace poco que estoy en este puesto. Todavía no conozco mucha gente. Si me concede un segundo más lo busco
.
—
Me sería muy útil
.
Vivien leyó en el rostro de Bellew la tentación de explicarle a Caldwell que de segundos se componen los días y hasta los meses. Y que para ellos el tiempo era oro. No obstante, había respondido con calma
.
—
No tengo ningún Wendell Johnson en el listín telefónico, pero tengo un Lester Johnson en el ochenta y ocho de Fulton Street
.
—
Muy bien. Le enviaré un par de personas en un helicóptero. ¿Hay algún sitio donde puedan aterrizar?
—
Está el aeropuerto Hornell
.
—
Perfecto, llegarán lo más rápido que se pueda. Además necesitaré su ayuda
.
—
Por supuesto
.
—
Sería importante que fuese usted en persona a recibirlos. Por otra parte, es de vital importancia que esta conversación quede entre nosotros. Absoluta reserva, ¿me explico?
—
Perfectamente
.
—
Gracias
.
El capitán cortó la comunicación y miró a Vivien y Russell
.
—
Bien, os espera un viajecito. Mientras tanto yo enviaré hombres a Brooklyn, a la dirección de este Johnson, para que haga un reconocimiento. No creo que vayamos a encontrar nada, pero en un caso como éste no podemos descartar ningún detalle
.
En un cuarto de hora, Bellew consiguió un helicóptero equipado para vuelos nocturnos. Vivien y Russell fueron transportados a toda velocidad a un campo de fútbol en la calle Quince, a orillas del East River. El helicóptero llegó poco después, un feo insecto que se movía en el cielo con agilidad. Sólo el tiempo de subir y la tierra ya nos les pertenecía y la ciudad se transformó en una secuencia de casas y agujas de iglesias, allá abajo, hasta que desapareció del todo. La inmersión en la oscuridad se produjo a cámara lenta, con una línea de luz cada vez más fina en el horizonte, para recordarles que el sol existía
.
El piloto aterrizó sin sacudidas, junto a un edificio largo y estrecho iluminado por una hilera de fanales. En un espacio a la derecha había varios pequeños aviones de turismo aparcados. Cessna, Piper, Socata y otros modelos que Vivien no conocía. Cuando abrió el portillo, vio que desde el edificio venía hacia ellos un coche de policía.
El coche se detuvo y un agente uniformado se apeó. Era alto, de unos cuarenta años, con bigote y pelo entrecano. Se acercó con los movimientos flemáticos y descoyuntados de un jugador de baloncesto. Mientras le estrechaba la mano y lo miraba a los ojos, Vivien confirmó la idea que se había hecho cuando oyó su voz en el teléfono del capitán. Pero el hombre inspiraba confianza y daba la impresión de no detentar su cargo porque sí.
—Capitán Caldwell.
Su mano era firme y decidida.
—Detective Vivien Light. Éste es Russell Wade.
Los dos hombres se saludaron con un movimiento de la cabeza. De algún modo, la urgencia que habían transmitido, había contagiado al jefe de policía de Hornell.
Señaló el vehículo.
—¿Vamos?
Subieron al coche, que se puso en marcha cuando no habían terminado de ajustarse los cinturones de seguridad. Salieron del aeropuerto y poco a poco dejaron atrás las luces de la pista, mientras se incorporaban a la carretera 36.
—Fulton Street no está lejos. Está en la parte norte de Hornell. Llegaremos en pocos minutos.
A esa hora no había mucho tráfico, pero el capitán encendió la luz giratoria. Vivien le dijo:
—Por favor, apáguela cuando estemos en los alrededores. Prefiero llegar sin anuncios previos.
—De acuerdo.
Aun cuando se moría de curiosidad, el capitán Caldwell no lo demostró. Siguió conduciendo en silencio, con la cara iluminada por las luces del salpicadero. Vivien sentía la presencia de Russell en el asiento trasero; iba en silencio y con aire ausente. De todos modos, y por lo que recordaba haber leído en el ordenador portátil, detrás de aquel aspecto distraído vibraba la capacidad de captar detalles y referirse a estados de ánimo con aguda penetración. Después de participar en algo, lograba transmitirle a quien leía la sensación de haber estado allí con él. Era una manera muy diferente de tratar un argumento, muy distinto del de los artículos de prensa.
Y sólo Dios sabía cuánta necesidad de verdades había. El papel impreso, después de haber relatado y documentado las consecuencias de los atentados, después de haberse lanzado tras la pista de posibles reivindicaciones, se volcaría en una violenta campaña contra el trabajo de la policía y los otros organismos que investigaban, y lo haría muy pronto, acusándolos de no estar capacitados para garantizar la seguridad de los ciudadanos. Unos actos criminales como los que estaban devastando la ciudad, dentro de poco tendrían repercusiones políticas y ofrecerían argumentos válidos a quienes quisieran atacar al jefe Willard, al alcalde o a sus colaboradores. Cada persona con un mínimo de autoridad y responsabilidad en el caso, incluida ella misma, sería arrollada por una tormenta que desde lo alto descargaría su furia hacia abajo, y lo haría sin posibilidad de control.
Le sonó el móvil en el bolsillo. Era el teléfono personal de Bellew.
Respondió con la absurda esperanza de que todo hubiese terminado.
—Alan, dime.
—¿Dónde estáis?
—Hemos aterrizado hace poco. Nos dirigimos al domicilio del sujeto.
A esas alturas, los nombres y apellidos se habían perdido. Había desaparecido todo rastro de identidad, sustituido por palabras frías e impersonales que permitían que en el punto de mira no hubiese un ser humano, sino sólo un «sujeto» o una «persona sospechosa».
—Bien. Aquí hemos descubierto una cosa rara, algo que no sé cómo interpretar.
—¿Qué es?
—Hemos llegado al domicilio de Wendell Johnson. Como es natural, no había nadie. Pero ese tipo, aun sabiendo que estaba en una situación terminal, antes de que lo internaran en el hospital, pagó el alquiler de un año entero.
—Qué raro...
—Ya.
El capitán Caldwell desconectó la luz giratoria. Vivien comprendió que estaban llegando a destino.
—Alan, hemos llegado. Te llamaré apenas sepa algo.
—De acuerdo.
El coche giró a la izquierda y después de pasar frente a una serie de casas todas iguales, se detuvo al fondo de esa corta calle que era Fulton Street. Estaban frente al número 88, una casita a la que, por lo que se veía, le habría venido bien una mano de pintura y una reparación en el tejado. Había luz en las ventanas y Vivien agradeció el no verse obligada a sacar a nadie de la cama. Sabía que, en ese caso, sería necesario mucho tiempo antes de poder hablar con personas completamente despiertas.
—Es aquí. —Bajaron del coche y se dirigieron en fila india hacia la casa, por el caminito de entrada. Vivien dejó que el policía local los precediera, para no menoscabar su sentido de autoridad.
Caldwell llamó al timbre. Poco después se filtró una luz entre las franjas de cristal esmerilado de la puerta. Pasos ligeros y rápido de pies descalzos que se acercaban, y la puerta se abrió. Un niño rubio y pecoso de unos cinco años miró con perplejidad pero sin miedo al policía que lo miraba desde la altura de una torre.
Caldwell se agachó un poco y le habló amistosamente.
—Hola, campeón, ¿cómo te llamas?
El niño acogió con desconfianza ese acercamiento.
—Yo soy Billy. ¿Qué queréis?
—Hablar con Lester Jonson. ¿Está en casa?
El niño corrió hacia el interior, dejando la puerta abierta.
—Abuelo, la policía pregunta por ti.
Se veía un pasillo que terminaba en unas escaleras que llevaban a la planta alta. A la derecha un pequeño vestíbulo, y a la izquierda una puerta por la que el niño entró corriendo. Poco después salió un hombre de más de sesenta años, de aire enérgico, vestido con una camisa azul celeste y unos vaqueros descoloridos. Vivien pensó que ésa era la vestimenta de los reclusos en algunas prisiones. El hombre todavía tenía la melena espesa y sus ojos vivaces se desplazaron sobre las tres personas que esperaban fuera.
Vivien dejó que el capitán condujese las operaciones a su manera. Era su territorio y ella lo respetaba. Esperaba que en el momento justo tuviera la lucidez de apartarse.
—¿Lester Johnson?
—Sí, soy yo. ¿Qué queréis?
La frase parecía formar parte del patrimonio dialéctico de la familia, porque era la misma que había pronunciado el niño.
—Soy el capitán Caldwell. Yo...
—Sí. Sé quién es usted. Más bien me pregunto quiénes son ellos.
Vivien decidió que era el momento de presentarse.
—Soy la detective Vivien Light, de la policía de Nueva York. Quisiera hablar con usted.
Lester Johnson la evaluó un instante, en un rápido y aprobador repaso de su aspecto físico.
—De acuerdo, síganme.
Los condujo hasta la puerta por la que había aparecido. Era una amplia sala de estar, con un sofá y butacas, en una de las cuales estaba sentado Billy, mirando dibujos animados en un televisor con pantalla de plasma. No obstante su aspecto exterior, el interior de la casa estaba muy bien, con tejidos y tapicerías de colores naturales. Vivien pensó que en todo ello se percibía la mano de una mujer.
Lester Johnson se dirigió a su nieto.
—Billy, es hora de ir a la cama.
El niño se volvió para protestar.
—Pero abuelo...
—He dicho que es hora de ir a la cama. Ve a tu cuarto sin rechistar.
La voz del abuelo no admitía porfías. El niño apagó el televisor y pasó frente a ellos, de morros y sin saludar a nadie. Después oyeron el sonido de sus pequeños pies desnudos en la escalera.
—Cuando mi hijo y su mujer se toman la noche libre me lo dejan. Y yo con el pequeño tengo la manga un poco más ancha que los padres.
Después de esa lacónica referencia doméstica, el señor Johnson les indicó el sofá y los sillones.
—Siéntense, por favor.
Vivien y Caldwell se sentaron en el sofá y el dueño de casa en el sillón frente a ellos. Russell escogió el que estaba más apartado.
Vivien decidió ir al grano sin preámbulos:
—Señor Jonson, ¿es usted pariente de Wendell Johnson?
—Era mi hermano.
—¿Por qué dice que era?
Lester Johnson hizo un gesto impreciso con los hombros.
—Lo digo porque a principios de 1971 se fue a Vietnam y desde entonces no he sabido nada de él. No lo declararon muerto ni desaparecido en acción, lo que quiere decir que volvió con vida de la guerra. Si prefirió no hacerse ver ni oír, pues mire, asunto suyo. En cualquier caso, hace mucho tiempo que Wendell dejó de ser mi hermano.
A Vivien le chocó que una relación fraterna pudiese liquidarse de esa manera. Miró a Russell, cuya mirada se había endurecido, pero al cabo regresó al lugar que había decidido ocupar, que era el de escuchar y guardar silencio.
—Antes de irse, ¿trabajaba Wendell en la construcción?
—No.
El monosílabo sonó a mal agüero en los oídos de Vivien. Quiso creer que no había escuchado bien.
—¿Está seguro?
—Señorita, soy bastante mayor para empezar a volverme un poco lento de mollera, pero no como para no acordarme de qué hacía mi hermano cuando estaba aquí. Tenía aspiraciones con la música. Tocaba la guitarra. Nunca habría hecho un trabajo en que sus manos pudieran estropearse.
El malestar de Vivien estaba en camino de convertirse en hielo seco. Del bolsillo de la chaqueta sacó las fotos que los habían conducido hasta Hornell. Se las tendió al hombre sentado en la butaca.
—¿Es Wendell?
Lester Johnson se inclinó para mirarlas sin tocarlas. Su respuesta fue inmediata y pareció que duraría para siempre.
—No. Nunca he visto a este tipo.
Y volvió a apoyarse en el respaldo de la butaca. La voz de Russell, que hasta ese momento había permanecido en silencio, sorprendió a todos.
—Señor Johnson, si el de la foto no es su hermano, bien podría ser un compañero del ejército. Por lo general, los chicos que iban a Vietnam enviaban a casa fotos donde se los veía en uniforme. A veces solos, pero con frecuencia con un grupo de amigos. ¿Por casualidad no hizo su hermano algo así?
Lester Johnson lo miró con ojos agudos, como si la pregunta de Russell hubiera llegado para destrozar su esperanza de que aquellos intrusos se fueran de su casa lo más rápido posible.
—Esperen un momento. Vuelvo enseguida.
Se levantó de la butaca y salió. El tiempo que estuvo ausente les pareció interminable. Cuando volvió, traía una caja de cartón en la mano. Se la dio a Vivien y volvió a sentarse.
—Bueno, en esta caja están todas las imágenes de Wendell que quedan. Debería haber alguna de Vietnam.
Vivien la abrió. Estaba llena de fotografías, algunas en color, otras en blanco y negro. Empezó a examinarlas rápidamente. El sujeto era siempre el mismo. Un chico rubio de aspecto simpático, solo o con amigos. Al volante de un automóvil, de pequeño montando un poni, con el hermano, con los padres, con el pelo largo recogido con una cinta mientras abrazaba una guitarra. Las había visto casi todas cuando encontró la que buscaba. Era en blanco y negro y aparecían dos soldados delante de un vehículo blindado. Uno era el chico sonriente que había visto en las otras fotos, el otro era aquel muchacho que mostraba al objetivo un gato con tres patas.
Al dorso había algo escrito con tinta borrosa: «The
King
y
Little Boss.»
La caligrafía era irregular pero completamente diferente a la de la carta con que había comenzado el delirio. Le tendió las fotos a Russell, para que viera el fruto de su intuición. Cuando leyó lo escrito en el reverso se la pasó a Lester Johnson.