—Policía. Yo me ocupo. Todos fuera de la casa, lo más lejos posible. ¡Rápido!
Los muchachos no se hicieron de rogar y salieron a la carrera, asustados. Vivien rogó que Sundance tuviera la energía y la determinación para llevárselos a un lugar seguro.
Subió las escaleras empuñando la pistola.
Russell la siguió.
Escalón tras escalón, un ascenso interminable, llegaron a la primera planta, donde estaban los dormitorios de los chicos. En el rellano no había nadie. Probablemente todos los huéspedes estaban fuera, realizando sus actividades cotidianas, porque si no se habría encontrado con alguno, atraído por el ruido del disparo. Se asomó por la ventana y vio un grupo de chicos que corrían por la calle y desaparecían de la vista.
El alivio no hizo que bajara la guardia.
Aguzó el oído. Ninguna voz, ningún quejido. Sólo el eco de ese disparo que parecía una presencia viva en el hueco de la escalera. Vivien se dirigió al tramo que llevaba al ático. Arriba, al final de los escalones, se veía una puerta entreabierta.
Llegaron allí silenciosos y conteniendo la respiración. Vivien apoyó la espalda contra la pared un momento. Respiró hondo y entró en la habitación con la pistola por delante.
Lo que vio la llenó de espanto, pero reaccionó al instante. El padre McKean estaba en el suelo, boca arriba, con un balazo en medio de la frente. Sus ojos abiertos miraban estupefactos el techo. Detrás de su cabeza, un charco de sangre se extendía en el suelo. John estaba sentado en un taburete y la miraba con ojos vacíos. Tenía una pistola en la mano.
—Tira el arma. ¡Ahora! —Vivien gritó por reflejo, pero John estaba en estado de shock y no parecía que fuera o pudiera reaccionar. No obstante, Vivien apretó fuerte la empuñadura de su Glock—. Tira el arma, John. ¡Tírala ahora mismo!
El hombre inclinó la cabeza hacia la mano con que sostenía el arma, como si sólo en ese momento se percatara de que la empuñaba. A continuación sus dedos se abrieron y el arma cayó al suelo. Vivien le dio una patada para alejarla.
John le dirigió una mirada con los ojos llenos de lágrimas. Su voz fue un lamento.
—Diremos que he sido yo. Eso es lo que haremos. Diremos que he sido yo.
Vivien se quitó las esposas del cinturón y se las puso, con los brazos a la espalda.
Entonces se permitió respirar.
Russell, en el umbral de la puerta, contemplaba el cadáver y el charco de sangre que lo rodeaba. Vivien se preguntó si estaba allí de verdad, o si ella estaba reviviendo una escena del pasado. Hizo una pausa para que ambos se repusieran del sobresalto.
John seguía sentado en el taburete, con la mirada clavada en el suelo y murmurando una letanía incomprensible. De él, Vivien no esperaba sorpresas y optó por observar el lugar donde se encontraba. Una habitación pobre, austera, sin ninguna concesión a la vanidad, sólo un poster con una reproducción de Van Gogh en la pared. Una cama de plaza y media, un escritorio, un baúl, una butaca desgastada. Y libros en todos los rincones, de diferentes tamaños y colores.
Y en el suelo, junto al armario, una maleta abierta, por la que asomaban un sobre grande y gastado, un álbum de fotos y una chaqueta verde militar.
En ese momento, Vivien se percató de que el televisor estaba encendido y la imagen detenida en pausa. Russell cogió el mando a distancia y puso en marcha el viejo reproductor de cintas. En la pantalla las figuras volvieron a moverse, con una resolución desgranada que quizá proviniera de la transformación en VHS de un antiguo Super 8. Con las imágenes, también llegaron las voces.
Con el corazón en la boca, Vivien se concentró en la pantalla.
Sentado en medio del escenario de un pequeño teatro, inmóvil bajo las luces, ante una sala repleta de gente, había un ventrílocuo muy joven, pero no tanto como para no reconocer su cara. Sobre las rodillas tenía un muñeco de casi un metro de altura y él lo sostenía con una mano metida en la espalda. El maniquí representaba a un anciano que vestía una túnica nívea, con largos cabellos blancos y una barba del mismo color.
En otro tiempo y muy lejos de allí, Michael McKean se dirigía al muñeco y le formulaba una pregunta con tono impaciente.
«Pero bueno, ¿me dirás quién eres o no?»
El fantoche respondía con una voz profunda y calma:
«¿Todavía no lo has entendido? ¡Ay, jovencito!, es que entonces eres un poco estúpido.»
Después, movido por la mano de su animador, movía la cabeza hacia la platea para disfrutar de las risotadas. Se quedaba un momento en silencio, frunciendo el tupido entrecejo de modo innatural sobre los ojos azules de vidrio.
Y, por fin, decía lo que todo el mundo estaba esperando:
«Soy Dios.»
—Y cuando llegamos a Joy, pudimos ver que John, el que fuera brazo derecho del padre McKean, lo había matado. Eso es todo lo que sabemos de momento.
Vivien terminó su relato y se sumó al silencio de los presentes en la habitación, que la miraban con diferentes expresiones. Los que ya sabían la historia habían vuelto a recorrerla, etapa por etapa, a través de sus palabras, y sentían el regusto amargo de la constatación. Los que la habían escuchado por primera vez, de principio a fin, no lograban quitarse la expresión de incredulidad.
Eran las siete. Las luces de la mañana entraban por la ventana y se reflejaban en el suelo.
Todos estaban agotados.
En el despacho del alcalde Gollemberg, en el New York City Hall, estaban presentes el jefe de policía Joby Willard, el capitán Alan Bellew, Vivien, Russell y el doctor Albert Grosso, un psicopatólogo escogido por Gollemberg como asesor del caso. Había sido convocado a toda prisa para que se ocupara de John Kortighan y de su crisis mental.
Habida cuenta de lo que Joy escondía entre sus paredes, habían acordado que los chicos no deberían pasar la noche en ese lugar. Habían sido confiados a los cuidados del personal externo que colaboraba con la comunidad, y alojados provisoriamente en un hotel del Bronx que aceptó hospedarlos.
Vivien le había dado un beso a Sundance, pero no le había comunicado la muerte de su madre. Mientras veía a los chicos subir al furgón, pensó que haría falta mucho trabajo antes de que olvidaran lo sucedido. Deseó que ninguno de ellos se perdiera al afrontar esta nueva prueba que debían superar.
Después del levantamiento del cadáver de Michael McKean y de llevarse a su asesino, un coche había venido a recoger a Vivien y Russell para llevarlos al ayuntamiento, donde llegaron a la vez que el capitán Bellew. El alcalde Wilson Gollemberg los esperaba con enorme excitación.
Antes que nada, se había asegurado de que el peligro de nuevas explosiones ya no existía.
Bellew le explicó que los agentes de la brigada antiexplosivos habían inutilizado el mando a distancia que servía de detonador y que, gracias a la carta encontrada en la habitación del sacerdote y a su confirmación sobre el mapa, fruto de la genial intuición de la detective Light, tenían la lista completa de los edificios minados. Con las comprensibles molestias a los ciudadanos, el saneamiento de los inmuebles comenzaría en unas pocas horas.
Después, Vivien resumió la compleja y absurda historia hasta su dramático final.
En ese momento el doctor Grosso, un hombre de unos cuarenta y cinco años que era todo lo contrario del estereotipo del psiquiatra, entendió que le tocaba a él intervenir. Se puso de pie y empezó a hablar paseándose por la sala. Lo hizo con una voz serena que, desde las primeras palabras, concitó la atención de todos los presentes.
—Por todo lo que he oído, puedo aventurar un diagnóstico, pero lo confirmaré sólo cuando haya estudiado el caso en profundidad. Lamentablemente, al no poder hablar directamente con la persona, tengo que basarme en los testimonios, por lo que creo que nos quedaremos en el terreno de las certezas hipotéticas.
Se atusó los bigotes y trató de expresarse con un lenguaje accesible.
—Creo que el padre McKean padecía serios disturbios. El primero de ellos era un desdoblamiento de la personalidad, algo que hacía que dejara de ser él mismo cuando se manifestaba el otro, el de la chaqueta verde. Es decir, cuando se la ponía no estaba fingiendo, no interpretaba un papel como un actor, sino que se volvía de verdad un hombre diferente del cual, cuando se liberaba, no le quedaban recuerdos. Estoy seguro de que su angustia por todas las víctimas era genuina. Lo prueba el hecho de que transgredió uno de los más severos dogmas de la Iglesia, el secreto de confesión, para que el culpable fuese atrapado y los atentados terminasen.
El doctor se apoyó en el escritorio y dejó que su mirada vagara por la habitación. Quizás era ésa su actitud cuando daba clases en la universidad.
—Muchas veces junto a este tipo de síntomas aparece la epilepsia. Este término no debe ser entendido erróneamente. No se trata de la enfermedad que todos conocemos, es decir, ojos en blanco, espuma en la boca y convulsiones. Se presenta en forma muy diferente: durante los ataques, el afectado puede tener alucinaciones. Por ello no es improbable que en esos momentos el padre McKean viese a su álter ego como si lo tuviera delante. El hecho de que lo haya descrito lo demuestra. Y al mismo tiempo es la prueba de lo que acabo de explicar.
Se encogió de hombros a modo de introducción de lo que iba a decir.
—El hecho de que tuviera habilidades como ventrílocuo, y que hubiera practicado ese arte cuando era joven, confirma esta hipótesis. En las personas predispuestas, a veces se crea una identificación entre el ventrílocuo y su muñeco, cuya simpatía y relación con el público son la verdadera causa del éxito. Esto produce envidia e incluso aversión. Un colega mío tuvo en tratamiento a un ventrílocuo que estaba convencido de que su esposa lo engañaba con el muñeco. —Sonrió sin alegría—. Sé que cosas como éstas pueden hacer sonreír de escepticismo, pero creedme si os digo que en los hospitales psiquiátricos están a la orden del día.
Se alejó del escritorio y volvió a pasearse.
—Con respecto al tal John Kortighan, pienso que ha estado absorbido por la personalidad del padre McKean. Lo idealizó hasta el punto de convertirlo en un ídolo. Y, en consecuencia, lo mató cuando supo quién era en realidad y qué estaba haciendo. Cuando hablé con él, llegó a proponerme que dijéramos que era él el responsable de los atentados, para así conservar el buen nombre del sacerdote y todas las cosas importantes que había hecho en su vida. Como pueden ver, la mente humana es...
El teléfono sonó sobre el escritorio del alcalde. Gollemberg estiró la mano y cogió el auricular.
—¿Sí? —Escuchó un momento, sin cambiar de expresión—. Buenos días, señor. Sí, todo ha terminado. Puedo confirmarle que la ciudad ya no corre peligro. Hay otros artefactos explosivos pero ya los hemos localizado e inutilizado. —Asintió—. Gracias, señor. Lo antes posible le enviaré un informe detallado de esta historia delirante. Apenas hayamos entendido la totalidad de lo que pasó. —Otra pausa—. Sí, señor. Se lo confirmo: Vivien Light. —El alcalde sonrió—. Está bien, señor. —Miró a Vivien y añadió—: Es para usted. —Y le tendió el auricular ante el estupor de la interesada.
Vivien se acercó, lo cogió y se lo llevó al oído como si nunca antes hubiese hecho ese gesto.
—¿Sí?
—Buenos días, señorita Light. Mi nombre es Stuart Bredford y soy el presidente de Estados Unidos.
Vivien contuvo el reflejo de ponerse firmes, pero no logró contener la emoción.
—Es un honor, señor.
—El honor es mío. Antes que nada, permítame ofrecerle mi pésame por la muerte de su hermana. La desaparición de un ser querido deja un vacío que no podrá llenarse nunca. Sé que estaban ustedes muy unidas.
—Sí, señor. Mucho.
Vivien se preguntó cómo podía haberse enterado de la muerte de Greta. Después recordó que era el presidente y que podía tener información sobre todos y sobre todo en pocos minutos.
—Esto aumenta sus méritos, señorita. A pesar de lo que le ocurrió, usted ha sido capaz de llevar a término una empresa admirable. Ha salvado a muchos inocentes de una muerte segura.
—He hecho mi trabajo, señor.
—Y yo se lo agradezco, en mi nombre y en el de todos los ciudadanos. Bien, ahora me toca a mí cumplir con el mío. —Una pausa—. En primer lugar le aseguro que, pese a lo ocurrido, Joy no cerrará sus puertas. Es una promesa personal. Palabra de presidente.
Vivien vio otra vez, una a una, las caras de los chicos que con aire perdido subían al vehículo que los llevaría fuera de aquel lugar. Ahora, al saber que seguirían teniendo una casa, sintió una inmensa paz.
—Es maravilloso, señor presidente. Esos jóvenes estarán felices.
—Y en lo que concierne a usted, hay algo que quiero pedirle.
—Dígame, por favor.
Una pequeña pausa, quizás una reflexión.
—¿Tiene libre el Cuatro de Julio?
—¿Perdón, señor...?
—Tengo la intención de proponerla para la Medalla de Oro del Congreso. La entrega de esta condecoración se realiza aquí en Washington, el Cuatro de Julio. ¿Podrá tomarse el día libre en esa fecha?
Vivien sonrió como si el primer mandatario pudiese verla.
—Anularé cualquier compromiso.
—Bien. Usted es una gran persona, Vivien.
—También lo es usted, señor.
—Yo seré presidente cuatro años más. Para su suerte usted seguirá siendo como es toda la vida. Hasta pronto, amiga.
—Gracias, señor.
Vivien se quedó un momento de pie, junto al escritorio, sin saber qué decir o hacer. Colgó el auricular y miró a los otros. En sus caras advirtió curiosidad, pero no tenía ninguna gana de satisfacerla. Ése era un momento sólo suyo y, mientras fuera posible, no quería compartirlo con nadie.
Una mano que llamó a la puerta llegó en ayuda de esa decisión.
—Adelante —dijo el alcalde.
Un hombre de unos treinta años se asomó por la puerta. En la mano tenía un periódico.
—¿Qué pasa, Trent?
—Hay algo que tendría que ver, señor alcalde.
Gollemberg hizo un gesto y Trent se acercó al escritorio para entregarle el
New York Times
. El alcalde le dio una ojeada rápida y lo volvió para que todos pudieran verlo.
—¿Qué significa esto?
Todos se quedaron boquiabiertos.
La primera página mostraba un enorme titular:
LA VERDADERA HISTORIA DE UN NOMBRE FALSO
por
Russell Wade